Leí hace algunos días un libro de Ricardo Ragendorfer, mejor
conocido como el Patán. Este sujeto es el cronista latinoamericano que más
admiro en el rubro del periodismo policial, una autoridad en esta viscosa materia.
Nació en Bolivia, pero ha vivido la mayor parte de su vida en Buenos Aires,
donde radica hasta la actualidad. Sé que alguna vez deambuló por el DF, ciudad
en la que por cierto consiguió algunas chambas de reportero gracias a mi amigo
Carlos Ulanovsky, quien también pasaba su exilio en nuestro país.
En el libro de RR (Crónicas
de la vida turbia) hay una pieza que no se refiere a la realidad argentina,
sino a la mexicana: su título es “El narco enamorado” y trata sobre la captura
de Rafael Caro Quintero. Al atravesar esos renglones volvieron a mí algunos
datos que tenía olvidados. No recordaba por ejemplo que lo pescaron en Costa
Rica, y que el escándalo mayor fue que Sara Cosío lo había defendido como
pareja sentimental. Pensé en lo cerca y lo lejos que nos va quedando todo
cuando comenzamos a ser viejos: todo es cuestión de que veamos ciertos datos
para rehidratar los recuerdos aparentemente erosionados de la memoria.
Eso me pasó hoy, o sea ayer 7 de junio. Al azar, entre las
noticias que aparecen cuando uno abre cualquier web, vi que el asesinato a Paco
Stanley cumplía veinte años de edad, y aunque he olvidado pormenores, el hecho
fue tan explotado en los medios que inevitablemente lo relaciono con un momento
exacto de mi vida.
Cuando Stanley fue acribillado yo andaba en el DF por razones
laborales. Era padre primerizo y buscaba la manera de afinar mis medios de
vida. Ya editaba libros, pero siempre batallaba para imprimirlos bien y a
precios bajos. Alguien, no recuerdo quién, me puso en contacto con una buena
imprenta del DF, llamé, acordé una cita y organicé un viaje en camión. Recuerdo
que me hospedé en un modesto hotel del centro histórico y el 7 de junio de 1999,
luego de desayunar ya tarde, salí en busca de la imprenta. Tenía la dirección y
por preguntas supe que debía tomar el metro hasta una estación remota y luego
un microbús que me llevaría al fin del mundo chilango. En el camino vi
periódicos amarillistas en las manos de todas las personas: habían atestado de
plomo a Paco Stanley. En un puesto callejero de comida levanté la cabeza hacia
una tele en la que linchaban a Cuauhtémoc Cárdenas. Luego de dos horas, llegué asqueado
a la imprenta y con la sensación de que todo se había podrido un poco más en
nuestro país.