Tras ir el fin de semana a la Feria Universitaria del Libro
UANLeer 2018 me topé con varios libros estimables editados por la “Uni”, como
le dicen allá. Uno de ellos es Alfredo
Zitarrosa. La biografía (UANL, Monterrey, 2017), obra de Guillermo
Pellegrino. No hay en México, que yo sepa, mucho publicado de/sobre el enorme
cantor charrúa. Lo que tengo, como El
cantante de la flor en la boca, de Enrique Estrázulas, lo hallé acá en una
librería de viejo, y tres más comprados directamente en algún pabellón uruguayo
de la FIL Guadalajara. Cuatro libros apenas, y todos encontrados un poco de
casualidad.
Por eso celebré íntimamente que al fin una institución
mexicana se animara a imprimir algo sobre el también compositor y periodista.
Ciertamente no fue, ni es ni será una estrella pop, pero intuyo que somos muchos los que todavía sentimos
admiración y respeto por aquel cantor, suma y espejo, a mi parecer, del canto
que se abrió cancha con buenas letras en la memoria latinoamericana.
A título personal puedo decir que desde su muerte, ocurrida
en 1989, no lo he abandonado. Con más que frecuente regularidad lo busco para
acompañarme ratos de silencio, y para ello me sirvo del repositorio infinito de
internet. La voz grave (“viril”, la etiquetaban) de Zitarrosa y el tono entre
melancólico y firme en su serena tristeza me inclinan siempre hacia una
sensación de gratitud. Repaso, pues, no tan de vez en cuando, canciones cuya
factura, por alguna extraña razón, así en milongas como en zambas, triunfos,
tangos y vidalas, me acercan al uruguayo. Difícilmente podría prescindir, por
ejemplo, de “Milonga de pelo largo”, “El violín de Becho”, “A José Artigas”, “Zamba
por vos”, “Candombe del olvido”, “Qué pena”, “Flor de cartón”, “Garrincha”,
“Milonga por Beethoven”, “Esta canción” y, claro, indefectiblemente, de
“Guitarra negra”, acaso su poema más logrado.
Por esto y más ha sido un placer encontrar una biografía del oriental impresa en México. El libro lo
recorre completo en nueve secciones, desde su nacimiento e infancia difíciles,
sin padre, hasta su regreso del exilio al Uruguay y su prematura muerte, a los
52. En medio de esto, su trabajo como periodista, su casi accidental derivación
—en 1964— hacia el canto y los viajes forzados por la fama y la penumbra
política padecida por su país en los sesenta-setenta.
Zitarrosa persiste para muchos en sus interpretaciones; me da
gusto que ahora también lo haga acá, en México, mediante la palabra impresa de
una notable biografía.