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sábado, marzo 24, 2018

Martín Dihígo, pelotero total
























A mi ver, tres son los deportes más arraigados en La Laguna: el futbol, el beisbol y la lucha libre. El tercero es, lo sabemos, un deporte que acusa gran teatralidad, pero no deja de ser, cuando es ejercido con rigor, un asunto que demanda capacidades físicas considerables. Ahora bien, pese a que el beisbol fue poco a poco desplazado como deporte más popular en ambos costados del Nazas, no ha perdido arraigo y sigue teniendo afición y practicantes sobre todo en nuestra zona rural y semirrural. No es por ello extraño que todos los ejidos tengan su equipo y que de pequeñas ciudades como Matamoros, Tlahualilo y San Pedro salgan peloteros tan buenos como nuestras sandías o nuestros melones. A la hondura del arraigo debemos sumar la presencia, casi ininterrumpida por décadas, de pelota profesional, lo que da un toque genuinamente beisbolero a nuestra región.
Parte del arraigo se debe en gran medida a los logros obtenidos décadas atrás por el Unión Laguna. Sin duda, la presencia de esta franela en la comarca nos fijó en el contexto nacional como zona de beisbol. De tal pasado habría que destacar, sin duda, el primer campeonato del UL alcanzado en 1942 bajo la batuta del cubano Martín Dihígo, pelotero ilustre del beisbol mundial.
Como tantos acá, de la grandeza de Dihígo sólo me quedaba la envidia de no haberlo visto jugar. Me quedaba esa envidia y a retazos una fama que ha crecido año tras año en conversaciones que aquí y allá lo mencionan como lo que fue: un monstruo. Mi padre lo vio, por ejemplo, y alguna vez me dijo que era un pelotero de no creerse. Porque lo vio era posible afirmar, sin titubeos, que Dihígo fue el beisbol de carne y hueso, una especie de Maradona o Pelé con bat, guante y pelota. Siempre quise, pues, acceder a más información sobre aquel cubano que al parecer no cabía en la lógica del beisbol, pues lo mismo pichaba que bateaba con porcentajes de escándalo.
El vacío de información confiable quedó subsanado este jueves 22 de marzo cuando asistí a la presentación, en el auditorio del Museo Regional de La Laguna, de Martín Dihígo “El inmortal” (Plaza Editorial, Columbia, SC, EUA, 2017, 275 pp.) del periodista cubano Gilberto Dihígo. En la mesa estuvieron el autor, Juan Antonio García Villa, Aarón Arguijo, Enrique Huevo Romo y Horacio Ejote Piña, quienes coincidieron en afirmar que el de Matanzas fue un pelotero total que además, por si fuera poco, amó a La Laguna. Sólo me quedó pensar, como se lo dije a Édgar Salinas, que la comarca adeuda un parque de pelota al iluminado Martín Dihígo. Sería justo develar esa placa.

viernes, enero 13, 2012

El PAN de García Villa



Hace poco más de un año murió en Tucumán, Argentina, mi amigo y maestro David Lagmanovich. Era doctor en lingüística por la Universidad de Georgetown, maestro emérito de la Universidad Nacional de Tucumán, ensayista, narrador y poeta. He escrito y publicado ya que fue uno de mis más importantes maestros. Entre las muchas enseñanzas que me dejó está una que nunca olvido, ya que me la enfatizaba muy seguido en nuestra abundante correspondencia. Al hablar sobre los libros en proceso, sobre aquellas cuartillas que teníamos en el telar —él allá, yo acá—, siempre remarcaba la necesidad de no configurar libros desarticulados, sin un orden o una aspiración precisos. El libro, me decía, es libro hasta que queda redondeado, hasta que algo, una idea, el estilo, los temas o mejor: todo eso junto, lo compactan y pueden crear en el lector la sensación de unidad, de orden.
Lo que no quería mi amigo era que publicáramos libros desgreñados, escritos o armados sin patas ni cabeza, pues el lector suele tener poco tiempo y merece respeto. Esa noción del libro como artefacto orgánico y bien atornillado yo ya la tenía, pero confieso que no estaba colocada en la superficie de mi entendimiento. Tras dialogar postal y presencialmente con David, comprendí a las claras, casi como dogma autoral, que quien se propone armar un libro debe observar un mínimo ABC del orden, que la obra debe nacer e ir a los lectores como van las personas a las personas, de cuerpo entero y no a pedazos.
El libro 50 años de PAN, de Juan Antonio García Villa, es un buen ejemplo de lo que afirmo. Con premura pudo apiñar los artículos que componen su libro y así mandarlos a la imprenta, pero se tomó el cuidado de organizarlo en tres estancias que orientan al lector como por una casa, una casa que no obstante dividirse en espacios, como todas las casas, acusa unidad en dos sentidos: el temático (todos los textos se relacionan con la dilatada experiencia panista del autor) y estilístico (todos son amenos, bien escritos, con rico aroma periodístico).
En su presentación, García Villa insinúa que su lector modelo es el militante y/o simpatizante panistas: “Ojalá que los textos que a continuación se presentan resulten de alguna utilidad para los panistas, y aun para los no panistas, que tengan la paciencia de leerlos”. Pues bien, para los pocos que me conocen es inocultable mi lejanía del PAN; esto, sin embargo, no ha impedido que reconozca su historia, su pasado lleno de luchas y ejemplos de dignidad, la convicción de sus fundadores, el valor de muchos de sus militantes emblemáticos, sobre todo aquellos que lo construyeron en los tiempos, no vacilo en calificar heroicos para toda la oposición, del absolutismo priísta.
Más allá, entonces, de que camino en la acera ideológica de enfrente, uno de los panistas a los que más aprecio es mi paisano y amigo Juan Antonio García Villa. Nos hemos tratado poco, pero eso poco que nos hemos tratado siempre ha sido respetuoso. Nos han unido, de casualidad, dos espacios laborales: ambos coincidimos como maestros en la UIA Laguna y, varios años luego, ambos colaboramos en las páginas del periódico catorcenal saltillense Espacio 4. Pero lo que nos une más, creo, es un par de pasiones confeso de ambos lados: el Quijote, obra de la que García Villa es especialista, y el beisbol. Pues sí, aunque parezca exagerado, creo que pocos entre nosotros pueden presumir tanta información sobre el más grande libro escrito en nuestra lengua y al mismo tiempo muy pocos se muevan con tanta solvencia en los detalles finos que encierra el llamado Rey de los Deportes.
Gracias, pues, a esas coincidencias, mi reconocimiento a Juan Antonio García Villa se ha mantenido en pie desde que, hace muchos años, cuando yo abría los periódicos en la adolescencia, su nombre ya era sinónimo de panismo en Torreón, pues en innegable que se trata, junto con Salvador de Lara, Eduardo González y Fariño, Jacinto Faya Martínez, Edmundo Gurza, Juan de Dios Castro, Alejandro Gurza, Ramón María Nava, Alberto González, Ricardo García Cervantes, Jorge Zermeño, Guillermo Anaya y algunos y algunas más que de momento olvido, uno de los militantes históricos del panismo lagunero.
En 50 años de PAN, García Villa ofrece tres apartados con lindes muy claras y bien planteadas, lo que atiende el requisito del que hablé al principio: “Anécdotas” (trece artículos); “Tópicos panistas” (diez) y “El adiós a grandes compañeros” (cuatro). Es una obviedad decir que la sección más amplia, la primera, es la más sabrosa del libro, pues no por nada se llama “Anécdotas”, género que a mi juicio debe tener un estatus mayor, pues no conozco a nadie al que no le guste escuchar esa suerte de relatos interesantes, chuscos, inverosímiles y/o, sobre todo, reales. García Villa deambula por su propio anecdotario con noble desenfado. Junto a él, los lectores asistimos al amanecer de su precoz militancia, a las mil y una piruetas que debió hacer para mantener a flote el incipiente panismo torreonense, a las precariedades materiales con las que debió, junto a otros como él, pelear contra la maquinaria del PRI de aquellos y de estos años, de siempre. Vemos cómo lenta, muy lentamente, en cerca de dos agitadas décadas alcanza un primer éxito como candidato y cómo llega, años después, a consolidarse en distintas legislaturas y varios cargos y más candidaturas. Con sinceridad, da cuenta de sus derrotas, pues ve en ellas parte esencial de su formación, piezas infaltables del rompecabezas que forma su vida como panista. A la manera de Cervantes en las Novelas ejemplares, el autor nos muestra en el anecdotario, o al menos es lo que creo percibir, las cicatrices obtenidas en su lucha porque en ellas está registrado el honor de haber librado batallas sin dar un paso de costado y menos para atrás.
La sección “Tópicos panistas” nos revela una cara más solemne del autor. Es la cara del analista, del político, del hombre que no sólo ha participado en numerosas campañas donde ha cosechado derrotas y triunfos (en este orden) y un rico anecdotario y decenas de amistades, sino la del militante que observa la realidad del país y la examina para mejor actuar. También vemos aquí —el análisis del diálogo postal entablado entre Manuel Gómez Morin y Efraín González Luna es prueba de ello— al lector, al buen lector que ha sido el quijotista García Villa.
La parte final de 50 años de PAN acude a una tesitura grave, pues se trata de necrológicas dedicadas a cuatro (me atrevo a decirlo así) maestros del autor, quien reconoce en ellos, sobre todo, una vocación de servicio y una abnegación sin orillas, pues les tocó vivir los tiempos de la militancia casi sin esperanza de victoria, al menos en el corto plazo.
Creo ver en esta obra de García Villa algo más que un libro celebratorio de su medio siglo como militante del PAN. Advierto que se trata de un trabajo que, sin enunciarlo explícitamente, busca expresar a los nuevos militantes/simpatizantes, o a quien sea, que su partido tuvo ante todo un nacimiento difícil, una juventud sacrificada y ha llegado a la edad adulta con logros, con bastantes logros que quizá a muchos han hecho olvidar los tiempos durísimos del protopanismo. Más allá de que 50 años de PAN sea un libro dedicado (dedicado literalmente, en su dedicatoria) a los panistas, siento que a todos nos ofrece algo: que debemos abrazar el ideal de servir a México, que debemos aprender de las derrotas y que debemos, por qué no, sentir alegría ante la victoria sin creer por ello que, soberbiamente, la lucha ha terminado.