Recién
leí un puntual comentario de Alfredo Loera, escritor lagunero, sobre las
librerías de viejo. Hoy en Torreón tenemos cuatro: Otelo, El Libro Usado, La
Tinta y la del güero de la avenida Juárez, cuyo nombre, si lo tiene, ignoro.
Escribe
Alfredo: “Las librerías de viejo
se vuelven entrañables porque son una metáfora de la tradición literaria e
intelectual. Se tiene la equivocada idea de que el canon es lineal, definido,
inamovible y académico. Ese canon tiene únicamente una función formativa o, en
el peor de los casos, comercial. No se puede sacar casi nada de él; es una idea
falsa de la literatura. La tradición es un montón de páginas hongueadas sobre
mesas y libreros repletos de polilla”.
Y continúa: “Me atrae en gran medida la imagen
de lo terroso y de lo antiguo, pues la lectura apasionada se ha vuelto un
trabajo arqueológico; ediciones de libros escritos por gente desconocida que en
su momento fueron los grandes autores, pues así lo aseveran las pequeñas
sinopsis, los grandes premios, y que ahora se nos presentan igualados por el
tiempo, al lado de otros desconocidos quienes pasaron de largo sin ser notados
hasta llegar a nuestras manos…”.
No resistí la tentación de hacer eco a su post
con estas palabras: “Como dicen ahora, me siento ‘representado’
por tu espléndido texto. Soy habitué de las librerías de viejo y, como sé que
visitamos las mismas de la localidad, haz de cuenta que seguí tus palabras como
si fuera una cámara subjetiva de cine: lo que tú veías, yo lo veía igual, con
el mismo decorado, con los mismos clientes ingenuos y no tan ingenuos. Hace
poco fui a Buenos Aires y me traje muchos libros, y sólo el 5% o 10% nuevos. Por
esto: cerca del departamento donde paré hallé una librería de viejo. Era un
paraíso. Como me quedaba a dos cuadras, poco a poco la fui saqueando y pensé
que ya no iba a ser necesario buscar en otras librerías. La razón es simple: en
una sola librería el azar me había deparado más de los que yo podía cargar
hasta Torreón, así que no tenía sentido internarme en otra librería para que el
azar me deparara más libros apetecibles. Con una bastó, con un solo azar fue
suficiente para desbordarme la maleta…”.
Larga vida a las librerías de viejo.
Nota 1. El artículo completo de Alfredo Loera es el siguiente:
Un laberinto llamado “las
librerías de usado”
Alfredo Loera
Es
increíble lo que uno puede hallar en las librerías de usado. Ahí es donde se
encuentra en verdad la tradición literaria de una ciudad; no sólo eso, también
su espíritu, su memoria, sus anhelos, su inconsciente colectivo.
La
formación de un escritor necesita pasar por estos lugares; en especial cuando
en ellos no hay orden: es la mejor manera de hacerse un criterio. Y sobre todo
de perderles el respeto a los libros. No se puede escribir nada si no se les
pierde el respeto a los mayores. Desde luego, se trata de una irreverencia
contenida, siempre hecha con desconfianza, pero a la vez con cinismo; el mismo
cinismo del librero cuando sabe que un volumen de tan maltratado va a la
basura, sin importar el nombre impreso en la portada. ¿Cuántas primeras ediciones
se perdieron así? ¿Cuántos ejemplares firmados por Borges, por Rulfo, por
García Márquez, por Fuentes se tiraron a la basura porque, en el
desconocimientos de estas firmas, los libreros, al ver los tomos humedecidos,
creyeron imposible su venta? En las librerías de usado nadie tiene privilegios;
al menos no, en esas donde todavía no nos alcanza el lavado de cara del
capitalismo rampante que de inmediato busca usurpar los espacios sociales que
se han ido formando por la misma gente.
Libros
por aquí y por allá, de los más diversos temas, sin etiquetas en los
mostradores, sin guías previas de lectura, sin modos de saber si es un libro de
ficción o un estudio sesudo sobre una de las conspiraciones más complejas en
dominio del mundo (ya sea el Club Bilderberg o los reptilianos, aunque creo que
son los mismos); sin nada que nos prevenga o nos predisponga a su lectura más
allá de las solapas y cuartas de forros empolvadas, y en ocasiones ni siquiera
eso.
Las
librerías de viejo se vuelven entrañables porque son una metáfora de la
tradición literaria e intelectual. Se tiene la equivocada idea de que el canon
es lineal, definido, inamovible y académico. Ese canon tiene únicamente una
función formativa o, en el peor de los casos, comercial. No se puede sacar casi
nada de él; es una idea falsa de la literatura. La tradición es un montón de
páginas hongueadas sobre mesas y libreros repletos de polilla.
Me
atrae en gran medida la imagen de lo terroso y de lo antiguo, pues la lectura
apasionada se ha vuelto un trabajo arqueológico; ediciones de libros escritos
por gente desconocida que en su momento fueron los grandes autores, pues así lo
aseveran las pequeñas sinopsis, los grandes premios, y que ahora se nos
presentan igualados por el tiempo, al lado de otros desconocidos quienes
pasaron de largo sin ser notados hasta llegar a nuestras manos; libros de
escritores locales mil veces ninguneados y que al leer el primer cuento del
ejemplar, ahí de pie en los pasillos laberinticos de la librería, nos deja un
buen sabor de boca y la consciencia de que lo literario es algo misterioso y
que va más allá de los reflectores; libros sobre política que ahora sería
imposible publicar por la incorrección ideológica del abordaje, y que sin
embargo interesan incluso más por el arrojo de las ideas y por la sensación de
leer algo con un tufo de prohibido; ediciones de autores leídos en una vieja
reseña, de quienes jamás vimos un ejemplar en las librerías de nuevo y que, al
cabo de años de búsqueda, aparecen amontonados debajo de una caja, la cual
quizás estuvo siempre en el mismo sitio hasta que esa buena tarde nos dignamos
a esculcar.
Y
no sólo eso. Me falta hablar de las personas asiduas a estos lugares. Porque no
me dejarás mentir, estimado lector: no cualquiera se presenta a estos sitios
con la naturalidad necesaria. Para ser asiduo a una librería de usado se
requiere de cierto carácter, de cierta independencia, de cierta vitalidad por
el debate desorbitado. Muchas veces he entablado conversaciones con extraños
sobre temas fuera de toda conexión actual en esos pasillos, o tal vez
simplemente sea la inocua pasión de buscar algún libro sin saber bien a bien lo
que ese libro nos dará. Aunque también es un espacio idóneo para reírse
sanamente de los incautos (risas malignas).
El
primer incauto es aquel que llega ya con el título de la obra y le pregunta al
estimado librero por el ejemplar. Es de lo más cómico que puede ocurrir (más
risas malignas).
Incauto
1: Disculpe, tiene el libro ¿Quién se ha llevado mi queso?
Es
indispensable señalar que inmediatamente después de ser escuchada esta frase en
el local se hace un silencio, sin importar cuántos de nosotros, aquellos otros
incautos en búsqueda del libro de la semana, estemos indagando estante por
estante.
Después
del incómodo silencio, y esto dependerá de la amabilidad del librero o librera,
el diálogo continuará en cualquiera de las tres vertientes.
Opción
1: Librero: No, mijo, no lo tenemos.
Opción
2: Librero: Mira, mijo, acá la onda es buscarle entre todos esos tomos.
Opción
3: Librero: Creo que sí, pero no me acuerdo dónde está.
Por
supuestos siempre hay algunos matices. Recuerdo una vez que, en una de nuestras
más importantes librerías, la Otelo, arribó un joven preguntando por El diosero de Francisco Rojas, y el
estimado librero, muy amablemente (era un hombre extremadamente viejo), se paró
en sus dos muletas y como pudo caminó los veinte pasos hasta el fondo y con una
paciencia infinita, digna de un mártir de la literatura y de los libros, con
sus lentes de fondo de botella se puso a buscarlo; tardó como media hora, lo
entregó y se lo vendió al muchacho por veinte pesos. Eso para mí fue una
especie de milagro. Me hizo recuperar mi confianza en la humanidad.
Pero
hubo otra ocasión en donde la librera (oculto sus identidades pues no deseo
evidenciar a nadie en particular), me acababa de comentar que no sabía que
decirle a la gente cuando alguien abría la puerta con la siguiente frase:
Incauto
2: Señora, recomiéndeme un libro.
Al
salir el cliente, esta vez, al cabo de comprar Las aventuras de Huckleberry Finn, la apreciable librera y yo
soltamos la carcajada. “Ves lo que te digo”, me comentó la mujer.
En
fin, es un mundo con material suficiente para una novela de cuatro tomos con
saltos de tiempo y espacio al estilo de Faulkner, pero por ahora me detengo.
Aquí sólo tuve el deseo de compartirte mi admiración por estos locales. Espero
te hayas entretenido, estimado lector, y que nunca se acaben las librerías de
viejo.
Nota 2. La espléndida foto de este post fue tomada por mi hija Ivana Muñoz en la librería Otelo.