Cuando
desperté, el calor no sólo todavía estaba allí, sino peor de molesto que en el
día. Escribo esta crónica entre bostezos, a las seis de la tarde de ayer. No es
extraño que uno se mueva en calidad de zombie cuando la madrugada anterior se ha
escurrido no en el sueño placentero y reparador, sino en una mezcla de vigilia
sudorosa y sueño incómodo. Digamos que el relato debe comenzar con la hora en
la que caí en la cama: a las 11 de la noche del jueves. Gracias al mantenimiento
que yo mismo aplico al aparato de aire lavado, el clima en la habitación mejora
notablemente cuando ya no hay sol, así que me fui al lecho con la expectativa
casi jubilosa de dormir arropado por el vientecillo fresco de mi refrigeración,
una especie de oasis en mi propia casa.
Estaba
soñando no recuerdo qué aventura cuando escuché algo. Como en el cuento
“Luvina”, de Rulfo, lo que oí, somnoliento, fue el silencio. Estaba aturdido
por el cansancio, pero estiré la mano al buró y vi la hora en el celular: las
dos de la mañana. Como si estuviera en una cámara de vacío, no percibí ningún
ruido. Eso me alarmó y me hizo pasar, de golpe y sin solución de continuidad,
de la modorra a la lucidez. ¿Por qué no se oye el hermoso ronroneo del aparato
de aire? ¿Por qué puedo escuchar algunos lejanos vehículos en la calle o los
ladridos de un perro remoto? Volví a estirar la mano y encendí mi lamparita de
lectura: nada. La noticia me cayó como balde de agua helada (una metáfora
totalmente fallida en este caso): no había electricidad. A partir de allí no se
me fue el sueño, sino que me lo arrebató el calor. Hice lo que todos hacemos en
estos casos: abrí la ventana y, como fantasma panzón en calzoncillos, caminé en
la oscuridad para abrir otras ventanas y lograr que el viento tuviera manera de
fluir. Fue infructuoso: no había viento, la madrugada no producía una sola puta
racha de aire benefactor. Intenté dormir.
En
movimiento constante, sin una posición precisa en la cama, como gusano en
comal, esperé que volviera la electricidad como quien espera al amor de su
vida. Pasó quizá media hora y reparé en un detalle; sobre mi almohada ya húmeda
empollé la pregunta: ¿y si sólo se fue la luz en mi casa? A rastras, busqué un
short y una playera en la penumbra, me puse las sandalias y decidí explorar la
calle. Salí, revisé que “la pastilla” no hubiera saltado y luego avancé a la
mitad de la carretera; desde allí, en una escena que de haber sido filmada
sería ridícula, el señor en short verificó que ni una sola brizna de luz refulgía
en la cuadra; de alguna mezquina manera, la desgracia de los vecinos fue un
consuelo: todos estábamos en las mismas transpiradas condiciones.
Volví a la cama y por mi cabeza vi pasar ruidos lejanos. Una moto, una patrulla, un tráiler. En lo más profundo de mi ser rogaba por el milagro, por el literal hágase la luz. Recordé que el miércoles pasado, en esta misma columna, escribí sobre las dos más horribles calamidades de la vida doméstica en medio del calor que ahora padecemos: que Simas nos deje sin agua y que la CFE no acuda rápido a reparar los desperfectos cuando toda una colonia se queda sin servicio. Poco después, vencido por el cansancio, ignoro cómo, terminé por ingresar al sueño. No sé si antes de caer dormido alcancé o no a mentar sus respectivas madres al calor y a la CFE.