miércoles, agosto 25, 2021

Letra horrible









Instalemos la imaginación en 1980. En una casa clasemediera de Torreón, un joven recién salido de la pubertad sancocha sus trabajos escolares en la mesa de la sala, frente a uno de los muchos floreros de mamá. Usa para escribir una maquinita Lettera Olivetti color crema, la lap top mecánica más popular de aquella época, casi una ouija. No puede teclear con más de dos dedos, los índices, pero poco a poco ha adquirido la velocidad suficiente para asentar las ideas en el papel antes de que se fuguen. A diferencia de muchos de sus amigos y amigas, trabaja en silencio, sin música, pues sabe que si se dejara acompañar por las notas de cualquier canción, nada podría fluir bien en sus trabajos escolares. El estéreo, que por cierto tiene al lado de la mesa, se mantiene apagado. Escribe, digamos, un ensayo para la clase de historia. Consulta en un libro prestado y en la enciclopedia Salvat, sus únicas herramientas documentales. En la Lettera hay una hoja de máquina tamaño carta, de las finas, aquellas que tenían textura irregular y un marco de florituras ya impreso, útiles para los trabajos finales. Procura no equivocarse para evitar el uso del corrector blanco, y así, en una tarde o dos, salen a pujidos las seis cuartillas del ensayo escrito con prosa trastabillante, insegura, pero ya tal vez sin tantas fallas ortográficas ni sintácticas.

Un día lo amonesta un profesor; le recuerda que esos trabajos necesitan portada, los datos generales en hoja aparte, al frente. Todavía está lejos la invención del Word o el Corel, así que surge una idea: el estudiante de prepa convoca a su padre para que elabore a mano, con bolígrafo negro, las portadas de sus trabajos. Sabe que su padre, quien estudió hasta la primaria por falta de recursos en su niñez, tiene una caligrafía espléndida, llena de arabescos hermosos y trazos seguros y perfectos. El viejo acepta, pregunta que qué debe escribir, y cuando recibe la información comienzan a brotar de su mano letras deslumbrantes, mayúsculas de lujo y remates de palabras con ganchos decrecientes que son un placer para la vista.

Aquel joven era yo y aquella caligrafía era la caligrafía de mi papá, una caligrafía aprendida en una escuela rural de La Laguna, porque en los cuarenta, cincuenta, sesenta y todavía en parte de los setenta se enseñó en las vasconceleanas aulas mexicanas, incluso en las de rancho, a escribir con “letra pegada”, con letra de la llamada “Palmer”, nombre derivado del Método Palmer elaborado por Austin Norman Palmer (1860-1927) para la escritura a mano. En mi caso, hasta tercero de primaria, de 1970 a 1973, hice ejercicios caligráficos en alguno de los libros de texto gratuitos y en los cuadernos adjuntos para tal propósito, pero poco después el sistema fue radicalmente cambiado y nos obligaron a escribir con letra “de molde” o “despegada”, lo que terminó por arruinar la letra de muchos niños —y luego adultos— de mi generación.

Ciertamente el origen de la “buena letra” es misterioso, tan misterioso como todos los talentos, pero es un hecho que con muchos ejercicios la escritura a mano se va soltando hasta el dominio de la belleza en el trazado de cada letra. Como en la primaria hicieron incontables ejercicios de caligrafía, mi padre, mi madre, mis tíos y muchas otras personas mayores que conocí o conozco, escribieron/escriben con una elegancia que hoy nos deslumbra y antes era habitual hasta en los recaditos más insustanciales. Luego llegó, para muchos, el aprendizaje de la horrible letra despegada que casi solamente queda bella a los arquitectos y a los diseñadores.

La letra fea provocó que yo no tenga manuscritos de lo que he publicado, que a estas alturas no es poco. Es decir, desde los tiempos de la Lettera escribo en teclados, siempre con dos dedos, siempre seguro de que cuando emprendo la escritura a mano quedo inhibido de inmediato para seguir adelante. Por supuesto, tampoco llevo diarios ni agendas, pues me paraliza ver los anárquicos rasgos de mi letra.

Siempre lamenté no tener la letra de mi padre, o su firma sobria y elegante a la vez. Desde niño no me quedó más remedio que aceptar la letra horrible con la que, por cierto, no escribo este apunte.