A mediados de 1976 recién había cumplido una docena de
años y hervía en mi interior una gran pasión por el deporte en sus dos
vertientes: como practicante y como espectador. En el primer caso, es obvio que
entre las limitaciones materiales, la falta de orientación y la pobreza de
facultades innatas mi desempeño no iba a dar para mucho más que no fuera el
deporte amateur donde, pese a las mencionadas precariedades, algo destaqué en
futbol y quizá en natación. A la pelota jugaba en la calle y en la escuela, y
practiqué intuitivamente nado en las albercas Alejandra y Konabay, ambas de mi
natal Gómez Palacio. Nunca pasé de ser un deportista del montón, ubicable en
rendimiento apenas una rayita arriba de la mediocridad, y siempre, hasta hoy, he
sospechado que con un poco más de disciplina y asesoría mis resultados hubieran
sido menos grises.
En el caso de mi desempeño como espectador he sido desde
muy joven un terco admirador de la excelencia deportiva, y aunque no trabajo en
la prensa del ramo creo no ser incompetente para hablar, aunque sea grosso modo, de disciplinas atléticas
diversas. Los primeros olímpicos que vi completos, y con devoción, fueron los
de Montreal 76, juegos en los que se encumbró la figura hermosísima de Nadia
Comaneci. Fue tal el mazazo dado por la rumana que muchos nos enamoramos de
ella y comenzamos a entender las pruebas y ciertas reglas de la gimnasia (en
otros olímpicos me enamoré de su compatriota Ecaterina Szabo, también
medallista).
Por aquellos años reverdeció en México el fervor por las
competencias de marcha, pues Daniel Bautista —heredero de las glorias del
sargento Pedraza— ganó oro en Montreal, y en Los Ángeles, ya hacia el 84, Raúl
González y Ernesto Canto le dieron a nuestro país sendas veneras de oro en 20 y
50 kilómetros. No es mucho lo que podemos enumerar en materia de medallas (Carlos
Girón y Jesús Mena en clavados, Soraya Jiménez en halterofilia, la selección de
futbol en Londres 2012…), y por esto siempre es grato recordar aquellas
hazañas.
Sin embargo, no sólo son dignos de admiración y memoria
quienes se han colgado preseas de cualquiera de los tres metales. Cierto que
podemos sentir frustración al ver que nuestros competidores se quedan a veces
muy lejos de las medallas, pero no debemos ser injustos. Hay competidores que
no las ganaron, como Alejandro Cárdenas y Ana Gabriela Guevara, y alcanzaron
una calidad atlética indiscutible. Es el caso también, ahora, de Alexa Moreno,
Rommel Pacheco y muchos deportistas mexicanos más que en lugar de críticas
deberían recibir aplausos.
Sólo reflejan una brutal miserabilidad quienes no toman
en cuenta la calidad de los deportistas que llegan a las olimpiadas. Ya sea por
genética (en velocidad) o por presupuesto (los países desarrollados) muchos atletas de otras naciones nos sacan ventaja, e igualmente deben, como cualquier otro deportista
del mundo, renunciar a la normalidad para entregar su vida a una práctica
concreta en la que sus rivales harán lo mismo: dedicarse por completo a una
disciplina con la ventaja de gozar mejor infraestructura y más apoyos.
En suma, fustigar frente a la pantalla, afirmar que tal o
cual atleta debió hacer esto o aquello, es muy fácil. Lo complicado es ejecutarlo in situ frente a monstruos que corren,
brincan, lanzan y en general se desenvuelven en sus disciplinas como lo que
son: los mejores del planeta.
Ya hubiera querido yo asistir a unas olimpiadas. No como atleta, sino de perdida como espectador, así que prefiero reconocer a nuestros deportistas en vez de lamentar, en ocasiones con necia burla, que no traigan medallas.