sábado, agosto 14, 2021

Edwards y el Poeta gregario

 















En la página 121 de Adiós, Poeta… (Tusquets, México, 1990, 323 pp.), memorias de Jorge Edwards (Santiago de Chile, 1941), hay una opinión sobre Neruda que, como tantas otras en aquel libro, llamó —disculpen el manoseado adverbio— poderosamente mi atención. Debo citar en largo: “[Neruda] Se había declarado alguna vez ‘poeta casamentero’, y al respecto había dado pruebas, pero era, más allá de eso, una persona aficionada a relacionar a gente, a crear grupos y convivir intensamente con ellos. De pronto se replegaba, se aislaba, y ahí se producía lo mejor de su reflexión y de su creación poética, pero, cuando salía de su intimidad creativa, siempre misteriosa para los otros, se convertía, como ya lo he dicho antes, en una de las personas más gregarias que he conocido. Su paso de la soledad a la sociabilidad era, creo, uno de los mayores enigmas, y es el enigma fascinante de todos los verdaderos poetas: la poesía transcurría por una vertiente y la vida cotidiana por otra (…) Si tenía un grupo de personas, grupo grande y cambiante, en Chile, grupo que adaptaba matices diferentes en Valparaíso, en Santiago, en Isla Negra, también lo tenía en París, y supongo que lo tuvo en México, en Roma, en Budapest, en Moscú”.

Leí este título de Edwards porque es un autor latinoamericano al que sólo conocía por los buenos cuentos de Las máscaras (1967) y, como vive aún y recién acaba de cumplir noventa años, quise conocerlo mejor. Elegí para lograrlo Adiós, Poeta…, una memoria en la que ciertamente somos testigos del recorrido vital de Edwards hasta 1990, pero que en todo momento pespuntea hacia los muchos encuentros que como amigo, colega escritor y compañero de la diplomacia chilena tuvo con el autor de Canto general.

De entrada, es completamente entendible que quien sea que se haya codeado con un genio, y Neruda lo era, sienta en algún momento el impulso de contar su vida en relación con el personaje legendario. Es un poco o un mucho algo aproximado a lo que ocurrió con Eckermann y sus Conversaciones con Goethe, o con Boswell y su Vida de Samuel Johnson. Es difícil aguantar la comezón de mostrar con la escritura que se ha estado junto a una cumbre, como acercarse al Everest y sentirse urgido por contarlo.

El Edwards que miramos en Adiós, Poeta… es esencialmente un escritor que incurre, como muchos de su generación, en la carrera diplomática en función, él lo dice, del cosmopolitismo que supone, además de una forma de subsistir. Describe sus orientaciones literarias iniciales, los beligerantes grupos que configuraban el mundillo de las letras en Santiago, la rivalidad entre huidobristas (por Vicente Huidobro), de rokhistas (por Pablo de Rokha) y de nerudianos, y deja ver sobre todo los encendidos debates entre los escritores artepuristas y los comprometidos, disyuntiva otrora básica para figurar o no a tal o cual barricada. Nos describe, por supuesto, su posición más bien de centro, por no decir socialdemócrata y tendiente a la derecha, frente a las posturas radicales, estalinistas, del Neruda que conoció en los cincuenta. Es sin duda una buena memoria en función del propio autor, del Poeta (como Edwards alude a Neruda y justifica la mayúscula del título) y de un alud de escritores y demás artistas, entre ellos algunos mexicanos como Fuentes y Rulfo, conocidos por Edwards en muchas partes del mundo, sobre todo en Francia y Chile.

Vuelvo a la larga cita desplegada líneas antes porque pensé que destacar la habilidad de Neruda para formar grupos y grupúsculos, para socializar en largas jornadas de vino y whisky, es una pericia de la cual carece la mayor parte de los escritores. En general, lo digo por mí y por muchos homólogos que conozco, organizar fiestas, articular una vida social más o menos frecuente y concurrida no embona con la vida literaria. Al contrario, los escritores, muchos escritores, suelen hacer vida social siempre con algo de culpa y buena parte de las veces con magra satisfacción, pues la teoría de que se lee y se escribe en terca soledad no es tan errada, y tal soledad deviene hábito, manera de vivir. Por eso me asombró lo que dice Edwards: que Neruda se aislaba, escribía maravillas y al salir de su covacha era el alma de las fiestas. Apenas puedo creerlo.