El 13 de agosto de 1521, hace 500 años, es marcado en los
calendarios como el de la Caída de México-Tenochtitlan. Bien sabemos que en los
extremos del debate sobre este acontecimiento se encuentran quienes sostienen
que se trató de un atropello europeo, particularmente español, en tierra hoy
mexicana, y, en la otra orilla de la discordia, quienes arguyen que con el triunfo de Cortés y
sus aliados llegó la civilización a este bárbaro pedazo del planeta. No voy a
sumarme ni siquiera un poco a la defensa de una posición o de otra, pues, como
sucede con toda polémica de este tipo, es decir, jalada hacia los polos del
blanco o del negro, en medio tiene grises que tal vez puedan ayudar a
comprender mejor aquel convulso pasado.
Para comenzar, la llegada de los europeos a
México-Tenochtitlan era, desde el 12 de octubre de 1492, un hecho inexorable.
Desde que Colón avistó Guanahaní comenzó el choque entre las culturas
americanas y las culturas europeas. Nótese que digo “culturas”, en plural, y no
“cultura”, como suele decirse, pues es evidente que no podemos pensar en
civilizaciones uniformes puestas en conflicto, sino en una diversidad amplia y
compleja de grados de desarrollo y más aún de personalidades individuales. Así
como no todos los europeos que llegaron a (lo que después sería llamada)
América no eran idénticos en términos de profesión, región, lengua,
temperamento y ambición, igual los indígenas: no eran lo mismo las muy
elementales tribus que habitaban el Caribe comparadas con las comunidades
verdaderamente desarrolladas de Mesoamérica, la península de Yucatán o el
imperio inca. Como en Europa, había de todo por acá.
Y de todo también en términos de personalidad individual.
En todos lados ha habido, hay y habrá sujetos ambiciosos y despiadados como
Nuño de Guzmán, pero también, afortunadamente, individuos como fray Bernardino
de Sahagún. Esto significa que no todo lo que llegó de Europa fue espada fuera
de su vaina, ni todo lo que había por acá era indígena de buen corazón. La
realidad, por diversa, ofrecía tipos humanos de muy distintas condiciones, de
ahí que no sea viable proceder, al vislumbrar el pasado, con un rasero
maniqueo.
Hace 500 años, ni en México-Tenochtitlan ni en ninguna
parte del planeta se procedía con demasiada diplomacia cuando de conquistar se
trataba. Las guerras y la destrucción del otro eran la norma, y todavía hoy,
con la ONU y muchas otras organizaciones internacionales en primera fila, la
guerra se enseñorea como factor de cambio político. Los europeos, los españoles
que llegaron a Veracruz en 1519 tenían pues en la cabeza explícitos planes de
conquista. La guerra era inevitable o inexorable, como ya dije arriba, así que pensar
que debían pensar como nosotros es un anacronismo. El capitán de las huestes
españolas, Hernán Cortés, supo sacar provecho de la rivalidad entre los mexicas
y los pueblos aledaños a México-Tenochtitlan, y con una táctica de alianzas,
obra maestra de la ingeniería política, hirió relativamente rápido el corazón
del imperio azteca.
A diferencia de otros proyectos de conquista, por lo
general arrasadores, el de Cortés tuvo como dinamo, gracias a él, un propósito de
mestizaje. No sin traumatismos, y la prueba de que aquello funcionó somos
nosotros, los actuales mexicanos heredamos mayoritariamente, dicho en trazo
grueso, dos culturas. La historia oficial nos ha machacado sistemáticamente que
debemos rechazar el flanco hispánico, pero esa es una aspiración imposible de consumar,
es decir, no podemos evitar la porción de sangre española en nuestras venas, sangre
que es sinécdoque de todo lo español que no podemos extirpar. Tampoco podemos
negar, sería una necedad, toda la riqueza de lo indígena que recibimos, acaso el
componente que más nos singulariza hoy como nación.
Ante la legión de defensores y detractores de la
conquista —una polémica ideal para guerrear en las redes sociales—, creo que lo
mejor es asumir una postura reflexiva que trate de indagar en el pasado con
menos acaloramiento y más serenidad, como de hecho ocurre en las aproximaciones
a la figura de Cortés emprendidas por el francés Christian Duverger en Hernán Cortés. La espada (Taurus, México,
2019, 509 pp.) y en el ya clásico Hernán
Cortés (FCE, México, 2021, 775 pp.) de nuestro José Luis Martínez, obras
monumentales que con documentos en la mano plantean/replantean que en la
conquista hubo más, mucho más que buenos y malos.
Por último, y aunque no sea necesario expresarlo, desde hace mucho estoy bien instalado en mi condición de mestizo, en mi ser indígena-español al mismo tiempo. Mal haría si no, pues, aunque la negara, tal confluencia estaría en mí definitiva, inexorablemente, así que creo es mejor asumirla y comprenderla.