sábado, agosto 28, 2021

Impaciente punto final

 






De Augusto Monterroso hay un texto previsiblemente breve titulado “La brevedad”. Lo tengo a la mano, para desahogar este apunte, en un libro homónimo de los que cada año publica y distribuye, en ediciones no venales, la Asociación Nacional del Libro en tándem con la SEP. En realidad es una selección apretada de textos cortos en este caso útil para dar una idea rápida sobre el autor de origen centroamericano. Dado que el texto aludido es pequeño, lo comparto casi entero: “Con frecuencia escucho elogiar la brevedad y, provisionalmente, yo mismo me siento feliz cuando oigo repetir que lo bueno, si breve, dos veces bueno. (…) Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en los que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente la sangre sin sujeción al punto y coma, al punto. A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio”.

En otro lugar del mismo librito, Monterroso apunta: “… me aterroriza la idea de que la tontería acecha siempre a cualquier autor después de cuatro páginas”. Suponer riesgo de necedad en tan poco texto, cuatro páginas, es a todas luces una hipérbole, aunque en efecto sea cierto que a medida que se extiende la exposición de una idea aumenta la posibilidad de que asome su oreja la peligrosa “tontería”. Esto, a veces difícil de apreciar en la escritura de los profesionales, puede notarse con plena desnudez en la de los amateurs, como en el caso de los ensayos estudiantiles obligatorios. Cuando el profe decide encargar un trabajo de ocho cuartillas, a la segunda ya se nota el gemido, el ripio, la falta de ideas y el consiguiente alargamiento del tema en el vacío, y a veces, por qué no, el olor a plagio, todo por fijar la meta en extensiones a las que el redactor novato sólo podrá llegar a rastras, si es que llega.

En una de las conferencias —creo que la primera— de Piglia sobre Borges disponibles en YouTube, el autor de Plata quemada observa que el creador de “El Aleph” jamás escribió algo de más de diez cuartillas. Esto no es tan cierto, pues así, de golpe, basta recordar los ensayos dedicados al Martín Fierro y a Lugones, que sin ser muy largos, están muy por encima de las diez cuartillas. Ahora bien, salvo esos casos aislados, al recordar a Borges como totalidad (e igualmente a Schwob, a Torri, a Arreola, a Monterroso…) uno tiene en efecto la impresión de que toda su obra está armada con fragmentos, con recortes, con chispazos de realidad y fantasía, pero, al mismo tiempo, le percibe una apretada unidad, la compacidad de un todo firme y continuo, sin grietas.

La veneración del largo aliento tuvo su clímax en el siglo XIX, sobre todo con los novelistas. La avidez lectora del público estimuló la escritura de largas historias, de dilatados episodios nacionales que remacharon la noción rotunda de que el escritor digno de atención es sólo aquel que construye catedrales narrativas, inmensos conglomerados de acciones y de personajes. Poco campo quedó en esa noción para los escritores de brevedades, para aquellos que, como Monterroso, toman la pluma, comienzan a escribir y de inmediato se ven acosados por el impaciente punto final.

En el siglo XX esto cambió, y hoy cada vez son más los escritores que, si no tienen inclinación por la arquitectura de una obra catedralicia, proponen textos de menor envergadura aunque no necesariamente de poco filo, sino piezas concentradas en malicia y pulcritud estilística. De hecho, tengo para mí que el escritor en cierne nota de inmediato que lo suyo no es acumular cuartilla tras cuartilla, sino verse ceñido, constreñido, al espacio de una sola y dejar allí, si la fortuna le sonríe, una travesura literaria. Así pues, por respeto al lector, al tiempo del lector, es preferible que el escritor de brevedades, como Monterroso, nos confiese la inexorabilidad de su corto aliento, su impotencia ante el punto final, a que sienta el tonto imperativo de urdir obras inmensas en las que la vacuidad no tiene más remedio que nacer y multiplicarse.