Durante mucho tiempo he arrastrado por la vida
una biblioteca. Se trata de los libros que minuciosa y testarudamente he
pescado en 40 años de indescifrable bibliopatía. Mi ritmo de lectura es de
cuatro piezas por mes, si me va bien, así que ya no me dará la biología para
leer lo acumulado. Esto no me arredra, pues, como toda buena enfermedad, la
bibliomanía es incurable y a lo mucho que puede aspirar quien la padece es a
sobrellevarla con abnegación y mirando para otro lado cada vez que se busca
sentido a este sinsentido. El caso es que hace poco logré revivir una
estantería donde cupo, digamos, una cuarta parte de la biblioteca. Falta crear
el espacio para los demás libros, pero eso ocurrirá, si todo sale bien, hasta
finales del año. Por ahora he pensado de nuevo, una vez más, en la necedad de
dar espacio a tanto papel. Es, cómo no, un asunto caro y molesto, pues en lugar
de mandar al carajo tanto libro uno termina por ceder con el pasajero, efímero
y alucinado fin de leer para no sé qué, quizá para ser feliz a pequeños
trancos, para alcanzar alguna forma de la seguridad emocional u otro objetivo
igual de difuso. En la foto, deformada por haber sido hecha en “modo plano”, no
se nota que por ahora, sólo para que ya no durmieran en cajas, aventé los
libros casi al azar, así que faltará organizarlos por temas o algo parecido.
Esto sería más fácil si un día despierto y decido mandar todo a la mierda,
venderlo a precio de ganga o directamente donarlo a alguna institución que se
encargue de tirarlo en un hoyo burocrático, qué sé yo. Pero no he podido. Sigo
pues arrastrando por la vida esta curiosa incomodidad.