Si algo destaca en la obra plástica de Pepe Valdez Perezgasga (Torreón, 1963) es, creo, el movimiento. Pese a su estaticidad sobre el plano de papel o de cualquier otra materia, las imágenes de este lagunero tienen la extraña peculiaridad de provocar a la mirada, de acicatearla para que avance y, merced a esa complicidad co-creativa del espectador, generar vida en la obra, ponerla, como digo, en movimiento. No por nada muchas de sus piezas ofrecen la posibilidad (a diferencia del dibujo convencional, de la pintura de caballete y del fresco) de comenzar en cualquier punto y exigir al ojo un frenético recorrido, forzarlo a que deambule por la “narrativa” icónica característica en muchas de sus obras.
Hijo de don Bulmaro Valdez Anaya (quien a propósito del centenario fue incluido con irregateable merecimiento en el suplemento especial de La Opinión dedicado a personajes relevantes de nuestra ciudad) y décimo de doce hermanos, Pepe Valdez despertó desde sus primeros años al deslumbramiento de la imagen. Insumiso, inquieto, receptivo desde niño a la perplejidad de las formas, los colores y las proporciones, no tuvo fácil el camino para hacerse de una técnica y, con el paso de los años, de un estilo definitivo. La tuvo complicada no por falta de oportunidades para aprender, sino por su rechazo a las camisas de fuerza, a la disciplina escolar que impone reglas y tareas y que de alguna forma, aunque sea levemente, frena los ímpetus innatos.
Me lo ha dicho acá entre nos: lo máximo que de pequeño sobrevivió en una academia de arte —esas academias todavía semipiratas y caseras que había en Torreón a mediados de los setenta— fue una semana. La conclusión de aquel experimento se dio en condiciones algo incómodas: mientras él y su primo dibujaban jarros y manzanas para un bodegón primerizo, en un descuido de la maestra descubrieron la colección de revistas Penthouse que el esposo de la preceptora almacenaba sin mucha previsión; obviamente comenzaron a hojearlas, a extasiarse con las divinuras allí expuestas, pero fueron descubiertos por la maestra y a la postre severamente reprendidos, de suerte que no hubo más camino que la renuncia a todo intento por aprender los primeros secretos del arte.
En 1981 se dio, digamos, otro intento por pulir la vocación libérrima de Pepe Valdez. Viajó a la ciudad de México y allá, no sin escepticismo acerca de su constancia como alumno, ingresó a La Esmeralda para estudiar artes plásticas. Afortunadamente logró aprobar los diez semestres de la carrera y pudo al fin mitigar su tendencia al autodidactismo. Allí comenzó otra etapa: había que ganarse ya la vida y comenzó a dar clases en una secundaria, a trabajar como burócrata en la SEP y como dibujante en una cosa llamada Comisión del Transporte en el Estado de México.
Pocos años después, en 1989, Valdés Perezgasga regresó a La Laguna, donde se ha dedicado a muchas actividades, entre ellas a viajar por encargo, a vender muebles, a fundar un taller de artesanías en miniatura y a colaborar como ilustrador en numerosas publicaciones de nuestra región, aunque no es posible pasar por alto que algunas veces sus trazos aderezaron páginas como las de La Jornada Semanal, suplemento cultural de La Jornada.
Hoy, Pepe Valdez sigue en la inquietud, en el gusto empedernido por los viajes, en el asombro por las panorámicas urbanas y naturales, en el descubrimiento permanente, como el que ahora lo mantiene cerca, entre lo culto y lo popular, del ex voto, esa manifestación de la fe por medio del dibujo y la textualidad.
Le pedí algo para ilustrar, al menos en el blog, el texto que aquí está terminando. Me dio una carpeta con cinco láminas maravillosas, barrocas, con “movimiento”, trabajo que preparó en el 95 aniversario de Torreón. Las voy a “subir”, como digo, al blog, y allí se podrá comprobar la vitalidad de Pepe Valdez, su estilo ya inconfundible, la capacidad que tiene para hacer postales artísticas de la realidad con un cúmulo de trazos. Sé que todavía tiene ejemplares de dicha carpeta y no dudo que los coleccionistas se verían muy agradados con ese formidable conjunto. El que quiera más datos que simplemente le escriba a Pepe Valdez y lo comprobará: jvaldezpg@yahoo.com.
Hijo de don Bulmaro Valdez Anaya (quien a propósito del centenario fue incluido con irregateable merecimiento en el suplemento especial de La Opinión dedicado a personajes relevantes de nuestra ciudad) y décimo de doce hermanos, Pepe Valdez despertó desde sus primeros años al deslumbramiento de la imagen. Insumiso, inquieto, receptivo desde niño a la perplejidad de las formas, los colores y las proporciones, no tuvo fácil el camino para hacerse de una técnica y, con el paso de los años, de un estilo definitivo. La tuvo complicada no por falta de oportunidades para aprender, sino por su rechazo a las camisas de fuerza, a la disciplina escolar que impone reglas y tareas y que de alguna forma, aunque sea levemente, frena los ímpetus innatos.
Me lo ha dicho acá entre nos: lo máximo que de pequeño sobrevivió en una academia de arte —esas academias todavía semipiratas y caseras que había en Torreón a mediados de los setenta— fue una semana. La conclusión de aquel experimento se dio en condiciones algo incómodas: mientras él y su primo dibujaban jarros y manzanas para un bodegón primerizo, en un descuido de la maestra descubrieron la colección de revistas Penthouse que el esposo de la preceptora almacenaba sin mucha previsión; obviamente comenzaron a hojearlas, a extasiarse con las divinuras allí expuestas, pero fueron descubiertos por la maestra y a la postre severamente reprendidos, de suerte que no hubo más camino que la renuncia a todo intento por aprender los primeros secretos del arte.
En 1981 se dio, digamos, otro intento por pulir la vocación libérrima de Pepe Valdez. Viajó a la ciudad de México y allá, no sin escepticismo acerca de su constancia como alumno, ingresó a La Esmeralda para estudiar artes plásticas. Afortunadamente logró aprobar los diez semestres de la carrera y pudo al fin mitigar su tendencia al autodidactismo. Allí comenzó otra etapa: había que ganarse ya la vida y comenzó a dar clases en una secundaria, a trabajar como burócrata en la SEP y como dibujante en una cosa llamada Comisión del Transporte en el Estado de México.
Pocos años después, en 1989, Valdés Perezgasga regresó a La Laguna, donde se ha dedicado a muchas actividades, entre ellas a viajar por encargo, a vender muebles, a fundar un taller de artesanías en miniatura y a colaborar como ilustrador en numerosas publicaciones de nuestra región, aunque no es posible pasar por alto que algunas veces sus trazos aderezaron páginas como las de La Jornada Semanal, suplemento cultural de La Jornada.
Hoy, Pepe Valdez sigue en la inquietud, en el gusto empedernido por los viajes, en el asombro por las panorámicas urbanas y naturales, en el descubrimiento permanente, como el que ahora lo mantiene cerca, entre lo culto y lo popular, del ex voto, esa manifestación de la fe por medio del dibujo y la textualidad.
Le pedí algo para ilustrar, al menos en el blog, el texto que aquí está terminando. Me dio una carpeta con cinco láminas maravillosas, barrocas, con “movimiento”, trabajo que preparó en el 95 aniversario de Torreón. Las voy a “subir”, como digo, al blog, y allí se podrá comprobar la vitalidad de Pepe Valdez, su estilo ya inconfundible, la capacidad que tiene para hacer postales artísticas de la realidad con un cúmulo de trazos. Sé que todavía tiene ejemplares de dicha carpeta y no dudo que los coleccionistas se verían muy agradados con ese formidable conjunto. El que quiera más datos que simplemente le escriba a Pepe Valdez y lo comprobará: jvaldezpg@yahoo.com.