viernes, octubre 12, 2007

Vida de Rafael Solana



Entrar a la vida de un creador es acaso uno de los paseos más atractivos que podamos emprender. Por ello no escasean (al contrario, abundan) las biografías de pintores, músicos, escritores y demás demiurgos de la belleza, como si sus vidas nos explicaran, a decir de Saint-Beuve, los secretos del proceso creativo, el sentido último de los productos artísticos que encaramos en libros y en museos.
A propósito de esto, hoy a las siete de la tarde en el Museo Arocena será presentada una biografía que recorre la existencia de Rafael Solana. El autor del trabajo es el escritor colombiano Mario Saavedra, quien será presentado por René Avilés Fabila, sin duda uno de los narradores más importantes del México contemporáneo. La celebración al libro Rafael Solana: escribir o morir fue organizada por el Icocult Laguna en coordinación con el Museo Arocena, y se encuadra en el Festival Artístico Coahuila 2007.
En su prólogo, Avilés Fabila describe entrañablemente quién fue en nuestra cultura, para él y para muchos, el maestro Solana. Le cedo la palabra: “En casa, durante mi infancia, hubo nombres que se repitieron con frecuencia, Rafael Solana era uno de ellos. Así lo supe dramaturgo y periodista, poeta y cuentista, novelista y especialista en música. No recuerdo cuándo comencé a leerlo, pero debió ser antes de que publicara su afamada novela El sol de octubre, en 1959. Lo leía en los periódicos y particularmente en la revista Siempre! Muy pronto enfrenté sus maravillosos cuentos. Cuando comenzaba a hurgar en las librerías, ya sin el apoyo de mi madre, encontré un libro cuyo título me llamó profundamente la atención: El oficleido y otros cuentos. Lo adquirí y me impresionó tanto que decidí hacer una suerte de reseña crítica sobre sus relatos. La nota apareció en El Día, un periódico recién fundado por un grupo de periodistas encabezado por Enrique Ramírez y Ramírez, un diario que era un proyecto alternativo y que desde el principio atrajo la atención de lectores críticos, provenientes de una clase media con acceso a la cultura. Uno o dos días después de la publicación, recibí una generosa carta del propio Rafael Solana. Me agradecía mis elogios y me hacía una confesión: él se sentía más dramaturgo que cuentista, más hombre de teatro que prosista.
En 1967 ingresé a un trabajo poco común en el Comité de Prensa de los Juegos Olímpicos de 1968, como responsable de la información cultural, pues en esa justa las autoridades habían decidido, paralelamente a las competencias deportivas, hacer un sinfín de grandes y memorables actividades culturales. Mi fortuna fue grande. El titular de aquella dependencia era ni más ni menos que Rafael Solana, y con él trabajaba un amigo querido de estudios y andanzas juveniles, Aarón Sánchez, quien de inmediato me llevó a la oficina del responsable. Así conocí personalmente a Rafael Solana, quien me habría de honrar toda la vida con su generosa amistad y a quien, fundamentalmente, le debo la entrega del Premio Nacional de Periodismo en 1991.
Ahora me encuentro con este libro espléndido de mi querido y entrañable amigo Mario Saavedra, quien llegó a México como un joven actor y se quedó entre nosotros para convertirse en un hombre de letras y promotor cultural. A Mario me lo presentó Rafael Solana, don Rafael, como yo le llamé en vida. Era un muchacho lleno de talento y devoción por la cultura, una devoción que se afinó con el contacto de Rafael Solana…”.