La ExpoFeria, el lugar en el que estamos, se encuentra en el
noroeste de Gómez Palacio, al lado del libramiento que semicircunda la zona más
densamente poblada de La Laguna, es decir, Torreón, Gómez Palacio y Lerdo,
nuestra área metropolitana. Dada su función, por el libramiento zumban miles de
vehículos al día, autitos desvencijados de trabajadores, Lobos y Navigators de
patrones, y decenas de tráileres cargados con infinitos productos, algunos de
doble remolque conducidos por verdaderos tigres del asfalto.
Como estos tigres es Rogelio Guedea (Colima, 1974), una
especie de conductor de tráiler literario. Lo digo por dos razones: por la
velocidad y por la cantidad de obra que ha logrado transportar a lo largo de su
todavía corta vida. Viajero irredento, Guedea a trotado por buena parte del
mundo y ha tenido la capacidad, la insólita capacidad, de seguir manejando su
tráiler, es decir, de seguir escribiendo en donde quiera que el amanecer lo
sorprende. Poeta, narrador, ensayista, cronista, antólogo, traductor, columnista,
todo cabe en los fletes de este escritor precoz e incansable. Cada que publica
un libro y me asomo a su tremebunda blibliografía, pienso lo mismo: ¿a qué edad
nació este escritor, cómo es posible que apenas con 45 años ya tenga más de
sesenta libros publicados? Como dijo Reyes sobre Lope, parece que en su caso
las 24 horas del día no alcanzan para justificar tantas páginas. Es como si le
robara horas al sueño o en su caso cada día tuviera 40 o 50 horas. Es
demasiado, es abrumador, y por eso afirmo que Rogelio Guedea guía un tráiler
fórmula uno.
Antes de comentar grosso
modo la novela que esta tarde nos reúne, no resisto la tentación de decir
cómo conocí a su autor. Fue en octubre de 2005, en Ciudad Obregón, Sonora. Días
antes de mi viaje a esa ciudad recibí la noticia de que gané el premio nacional
de cuento Gerardo Cornejo. Recuerdo que para llegar allá tomé dos fastidiosos
vuelos, uno al DF y otro a Obregón, que me dejaron liquidado. Cuando me
instalaron en el hotel, mi anfitrión, un señor amable de nombre Ramón Íñiguez,
me dijo que en el mismo hotel estaba hospedado el ganador de poesía, pues se
trataba de un certamen bicéfalo. A la hora de comer, bajé al restaurante y poco
después llegó Rogelio. Recuerdo que me lo presentaron y en el vi lo que ustedes
ahora ven: un joven macizo, de ojos claros, barba de candado, sonriente, más
fresco que la ensalada que yo tenía en el plato. Me llamó la atención su
acento, y más que su acento, el énfasis expansivo de sus palabras. Imperdonable
tímido como soy y cansado por el viaje reciente, yo no podía hablar mucho, pero
el trato alegre y desenfadado de Rogelio pronto conquistó mi confianza. Luego
de escuchar a Rogelio en esa primera comida, me avergoncé de mi cansancio, pues
si bien yo había viajado de Torreón al DF y del DF a Obregón, él había viajado
de Dunedin, Nueva Zelanda, a Los Ángeles, y de Los Ángeles a Guadalajara, y de
Guadalajara a Obregón, todo para recibir su premio. O sea, había atravesado el
Océano Pacífico y el muy cabrón andaba como si nada, como si viviera a la
vuelta del hotel. Y supe más: supe que para entonces ya había publicado varios
libros de poesía y micronarrativa, que había estudiado en su tierra natal y en
España, que trabajaba en una universidad de la remota Oceanía, y que era un
pata de perro, que conocía más de la mitad del mundo. Lo que terminó por
fulminarme fue un dato curioso, el colmo del cosmopolitismo: Guedea vivía en
Nueva Zelanda, había estudiado en Europa, había viajado por Asia, sabía de
todo, y cuando preguntó por mi lugar de origen y radicación, le dije que nací
en Gómez Palacio, Durango, y que vivía en Torreón, Coahuila. “¡Gómez Palacio,
ah, mira, alguna vez pasé por allí!”, me dijo. “¿Cómo, conoces Gómez Palacio?”,
reviré. “Sí, una vez pasé por allí junto con mi esposa. Creo que hasta tengo
una foto de ese viaje”, confirmó. Luego de la comida sentí, y no me equivoqué,
que ya era amigo de este joven culto e impetuoso, erudito y callejero a la vez.
Tuve por eso la desvergüenza de regalarle mi libro Juegos de amor y malquerencia.
La premiación se dio, seguimos platicando varias horas, y al
fin tomamos nuestros vuelos. Él también viajaría al DF, no recuerdo por qué, pero
en otro avión. Ya en el aeropuerto del DF, esperé varias horas mi salida a
Torreón, y se dio otra casualidad: en los tumultos del aeropuerto me encontré a
Rogelio nuevamente, y al verme me abrazó con júbilo. En unas cuantas horas,
dentro del avión, había leído mi libro, y le había entusiasmado. Me felicitó y
nos despedimos otra vez. “Este tipo lee en todos lados”, pensé. “Está loco y
lleno de vitalidad”, repensé.
Pasadas unas semanas, cuando Rogelio ya había vuelto a Nueva
Zelanda me mandó un correo electrónico con estas palabras: “Aquí está la foto
que te dije. Es mi esposa Blanca en una esquina de tu ciudad”. Abrí la foto y
quedé azorado: en efecto se trataba de Blanca con una mochila de mochilero en
la espalda, sonriente en primer plano. En segundo plano, la esquina de Allende
y Degollado donde hasta la fecha se ubica el Centro Abarrotero de Gómez
Palacio, tienda a la que muchas veces, de niño, acompañé a mi madre para sus
compras de mandado, pues era parte de la misma manzana donde estaba mi casa. O sea,
el vago Rogelio Guedea no sólo había estado en Gómez Palacio, sino que había
merodeado en la manzana donde nací y viví hasta los trece años, como lo probaba
la foto de su esposa.
Por si fuera poca coincidencia, unos meses después, ya en
2006, me llegó el libro La otra mirada,
una antología de la microficción escrita en lengua española. En Tucumán,
Argentina, fue organizada por mi amigo y maestro argentino David Lagmanovich, y
fue publicada por la editorial Menos Cuarto en Palencia, España. Cuando la abrí,
vi que cerraba con textos de dos escritores mexicanos: Rogelio Guedea y yo.
Tras esto, pensé que eran ya muchas las circunstancias que me acercaban a la
amistad de Rogelio, así que desde entonces he visto con admiración y orgullo
todo lo bueno que ha hecho desde 2005 a la fecha: más libros, varios premios,
innumerables viajes. No nos vemos seguido, y apenas hemos coincidido tres o
cuatro veces, una en un congreso en la UNAM y dos o tres en la FIL, pero en
todos estos años siento que mi diálogo con él es como el diálogo de esos
hermanos o primos que no se ven pero se presienten y siempre se desean lo
mejor.
Conducir un tráiler, novela publicada originalmente en
2008 por Random House Mondadori y ahora, en 2009, por el FCE, es un desafío
narrativo en dos sentidos: por un lado, porque a partir de Abel Corona, su
protagonista narrador, despliega un universo complejo de tramas y subtramas y
una multitud de personajes laterales, lo que demandó un estilo que se desliza
sin solución de continuidad por una paleta colorida y llena de registros,
además de un hábil y harto complicado manejo de las perspectivas del narrador. Esta
novela es, por ello, la antítesis de un cuento: mientras en éste todo se
concentra en una sola anécdota desahogada a su vez por muy pocos personajes
cuyo destino parece gobernado por una mano que no los deja moverse hacia otro
lado que no sea el que determina la trama, Conducir
un tráiler es el relato denso de la vida. Abel es su pivote, ciertamente,
él es el sol de este sistema, pero a partir de sus acciones se desprende una
constelación de acciones y personajes que no permite hacer un recorte preciso,
exactamente como pasa con la vida, accidente en el cual todo se conglomera,
choca, se atrae y se repele en un sinfín de circunstancias que en literatura
sólo mediante la novela es posible simular.
Ya desde el Quijote sabemos que hay cierto tipo de novelas
multitudinarias, novelas que si bien tienen un Jean Valjean, se abren como
granada de personajes. Son de factura muy complicada porque sus subtramas deben
envolvernos en la apariencia de realidad. ¿Y cómo es la realidad? ¿Puede ser
contada por medio de la escritura lineal y sucesiva? La simultaneidad infinita
de planos es propia de la realidad. La escritura sólo cuenta con la linealidad
de su forma, pero es posible fingir una especie de cubismo si las piezas son
ensambladas con cierta técnica. Rogelio Guedea ha logrado esto: contarnos las
azarosas andanzas y pensamientos de Abel Corona como un pretexto para contarnos
algo más: la vertiginosidad de la existencia en el caos de la violencia y la
múltiple e imprevisible condición humana; las vidas que aquí aparecen son canicas puestas a
rodar desde un cerro, como dijo Agustín Yáñez en una parte de Al filo del agua.
En algún pasaje de esta novela espesa de agravios, balazos,
sexo, droga, negocios, amigos y enemigos, seres grises y seres memorables, ires
y venires, machos y delicados, hay un pasaje que, me parece, resume de una
pincelada el destino de Abel Corona, lo que mueve a nuestro protagonista y
sirve como palanca de toda la historia: “Me gustaría saber lo que se siente
conducir un tráiler, dijo esta vez para sí. Ir por una carretera que no tenga
ni ciudad de salida ni ciudad de llegada. Avanzar y avanzar sin detenerme. Y
que eso, al contrario de la vida y de todas las cosas que hay en la vida, no se
acabara nunca. Que el tiempo fuera solamente un manojo de kilómetros recorridos
y que todas las mujeres que fuera encontrando a mi paso fueran una sola mujer”.
Esta reflexión, mutatis
mutandis, también puede referirse a la vida literaria de Rogelio, escritor
que como trailero conduce una obra literaria cuyo punto de llegada apenas
podemos entrever, pues todavía le quedan miles de kilómetros por delante.
Comarca Lagunera, 8, noviembre y 2019