En la pasada Feria del Libro Región Laguna un joven preguntó
a Saúl Rosales sobre los tres libros que se llevaría a una isla etcétera. Es
una pregunta común, lo sabemos, y Saúl la respondió de acuerdo a sus gustos.
Tras pensar en los míos, creo que uno de los que treparía a la maleta es El reino de este mundo, de Alejo
Carpentier. Lo elegiría porque fue un libro determinante en mi noción de lo
literario. Hacia 1983 u 84, esta novela de Carpentier tuvo en mí un efecto
alucinante. Por un lado, me desafió como lector: por primera vez me enfrenté a
un estilo pleno de barroquismo, a una escritura que me comprometió a percibir
que la literatura no sólo estaba hecha de palabras, sino de ritmos, de secreta musicalidad.
Por otro, vi en aquella obra que la literatura podía ser, además de arte, una
manera de contar la convulsa realidad en la que vivimos. Fue una lección, y
jamás la olvidé.
Unos años después de la primera lectura, di de casualidad
(¿de qué otra manera podía ser?) con la primera edición publicada en México por
Ediapsa. Su colofón indica que salió de la imprenta el 24 de mayo de 1949, así
que este año cumplió setenta. Su valor es sobre todo literario, claro, pero
tiene otro: la idea de que la realidad de América Latina se apega a lo que
Carpentier denominó lo “real maravilloso”. El cubano detectó esto en Haití, “A
cada paso hallaba lo real maravilloso. Pero pensaba, además, que esa presencia
y vigencia de lo real maravilloso no era privilegio único de Haití, sino
patrimonio de la América entera, donde todavía no se ha terminado de
establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías”. Para demostrar lo que
describe en su prólogo, Carpentier recorre un fragmento de la historia
haitiana. Allí podemos observar, como en cualquier otro fragmento de la
historia latinoamericana, lo desmesurado (maravilloso) de nuestra realidad
tanto geográfica como humana. Casi en la parte final del relato, el narrador
omnisciente borda un hermoso pasaje que luego, recordado sea de paso, serviría de epígrafe a mi primer libro: “Pero la grandeza del hombre está
precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de
los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía
establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de
sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso
dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo
puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo”. Invito a
leer este portento.