Curioso tratamiento el de la nota sobre la agresión verbal a Calderón. Más de un millón de personas reunidas pacíficamente en el DF merece la misma o menor cobertura que las groserías de seis o siete imberbes que en todo caso se aceleraron de más o, conjeturemos lo peor, son esquiroles de los que sabe usar perfectamente el poder cabezarrapada para que el mundo vea cuán violentos son los adictos a las causas innobles.
La segunda posibilidad, que tiene la apariencia de ser una tesis jalada de las greñas, puede ser cierta si se analiza el video de la agresión: en su punto climático, un joven como de 25 años, de estilacho ad hoc medio unamita, se aproxima a la ventanilla (cerrada) del coche donde viaja el “presidente” Calderón. El muchacho grita consignas, golpea sin gran furor la ventanilla y arma con sus dedos un erecto falo dedicado al político michoacano.
Lo extraño del caso es que el joven enfurecido es visto complacientemente por un miembro del Estado Mayor Presidencial encargado de la seguridad del ex candidato. Sin inmutarse, como espectador que mira una ópera, el guarura de elite deja hacer de las suyas al revoltoso mientras el coche comienza su camino. Con la delicadeza de una mademoiselle, el escolta del panista, luego de fungir como mero testigo campechano, se interpone sin mucha convicción y termina allí la escena.
Artificial o espontáneo, el incidente le ha dado enorme pábulo a los medios para enfatizar, con una coordinación sinfónica, de qué lado está la desmesura. Esto encaja perfectamente en la campaña que ha servido para desacreditar la marcha del domingo 16 y su convocatoria a la resistencia civil pacífica. Lo legal, manifestarse en público si afectar a terceros, además de que tuvo en los medios una cobertura ordinaria, fue tomado como chantaje, como deseo de ganar en las calles lo que no se obtuvo en las urnas, y con insistencia se ha tratado de calificar a quienes piden el nuevo conteo como cegatos y/o “renegados”, esto en la grotesca labia presidencial.
La doble moral panista da cabida perfectamente el aprecio por la resistencia civil histórica de ellos y el ninguneo y hasta la satanización de la ajena. Por eso, desaguisados como el del martes se convierten en una deliciosa oportunidad, real o ficticia, para asociar a los asambleístas del Zócalo con los sujetos iracundos que agredieron verbalmente a Calderón. En todo momento, quienes apuntan con su dedo acusador a “los violentos” olvidan un hecho esencial: salpicaron con minas el mapa de México, establecieron un clima de terrorismo verbal y ahora son ellos, como en el pleito ranchero, las pobrecitas víctimas.