Nací en los últimos días del régimen lopezmateísta, en mayo del 64. Faltaban pues unos meses para que Gustavo Díaz Ordaz llegara a la presidencia. En consecuencia me he chutado un pedacito de sexenio y, enteros, siete más: 36 años de priísmo y casi seis de panismo. Para ser justo, debo restar dos sexenios de niñez, es decir, de absoluta inconciencia política. ¿Qué he visto desde entonces? Esto: la falta de oportunidades padecida por mi generación, la hoy cuarentona, se la debemos al imperio de la mentira que como maldición faraónica nos ha gobernado desde siempre.
Fui de los que creí, sin admirar a Fox desde el principio, que así fuera cosmética a nuestro país le había caído del cielo la oportunidad del 2000. El cacareado cambio, por la tremenda inhabilidad política del mandatario, por la falta de concierto entre sus secretarios y por la falta de operadores que tendieran puentes con el congreso, se fue al resumidero de la historia. Basta un ejemplo: durante el sexenio de Fox no hubo secretario de Gobernación, pues a Creel se le fue el tiempo creyendo que era el bueno para la grande y Abascal no es más que un señor mochilón, un monaguillo viejo metido a ministro del interior.
Como muchos otros, he llegado perplejo y exhausto al 2 de julio. Hubo demasiada basura, demasiado gasto, demasiada mano negra, tanta mugre que muy lejos de sentir ánimo para creer en los proyectos ofrecidos uno termina por diluirse en el escepticismo. De ahí a la abstención sólo hay un paso, un pasito que por cierto no daré, pues como muchos mexicanos, cansado y todo iré a mi casilla y votaré. Lo haré porque siempre lo hago y ahora con mayor razón. Al momento de votar mi recuerdo estará puesto en el 88, en aquel 6 de julio en el que México le dijo radicalmente no al neoliberalismo emergente. Me importa entonces muy poco lo que hayan propuesto unos y otros en las campañas que terminaron el miércoles. Mi obligación de votar viene de otra parte, de otros años, de toda mi infancia, de toda mi adolescencia, de toda mi primera vida adulta. Allá, en ese pasado que es el mismo de millones, se quedaron atoradas muchas esperanzas, muchas oportunidades, muchos propósitos que hoy sólo pueden ser resarcidos con la demolición de un modelo que en efecto mantiene en orden la macroeconomía, pero que, lo ha demostrado, no permite el acceso de millones al reino del bienestar.
En fin, votaré. En mi cabeza rondará la única noción de patriotismo que me estimula, esa que no se desgarra las vestiduras ni colinda peligrosamente con el patrioterismo, esa que edifica un México íntimo, sensato y sincero, como lo expresa “Alta traición”, inmejorable poema de José Emilio Pacheco: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) daría la vida / por diez lugares suyos, cierta gente, / puertos, bosques de pinos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de sus historia, / montañas, / (y tres o cuatro ríos)”.
Votaré con la memoria puesta en el 6 de julio del 88.