Ignoro si es una idea del Colegio Cervantes, donde estudia mi segunda pequeña, o si es una moción de las autoridades de la SEP estatal o federal. Por el momento no me importa saber eso, sino celebrar que, en el nivel de kínder, por fin he visto un festival de fin de año donde han sido radicalmente desplazados los iconos de Disney y de Plaza Sésamo. Con esta presentación puedo tragarme al fin las palabras escritas hace tres o cuatro años y publicadas no recuerdo si aquí, en La Opinión, o en otra parte.
Hace algunos años mi hija mayor salió del jardín de niños y hubo festival artístico. No era el Colegio Cervantes, y esto lo digo sólo para que no haya malos entendidos. La muestra incluyó canciones de Dinsey, disfraces de Poo, de Donald, de Pluto, nada que los chicos no pudieran ver a diario en todas partes. Por eso escribí: “…subestimemos a los niños y aceptemos que cierren su formación en preescolar con un bombardeo brutal del mágico mundo del color creado por don Walter Disney. ¿Hay de perdida una mínima contextualización sobre lo que van a bailar? ¿Saben de qué literatura surge la figura de Aladino? ¿Saben por qué se viste así? ¿Ubican a Hawai en el mapa? ¿Les han explicado que significó el rock’n roll en la cultura norteamericana de los cincuenta? Los niños bailan a ciegas lo que les encargan y es prescindible el mínimo soporte cultural que se requiere para entender lo que interpretarán. Desde esa edad son aleccionados para no preguntar, para aceptar sin inquietud una cultura impuesta desde Hollywood con el beneplácito de todos, para tener una visión fragmentaria y tonta de la realidad. (…) En suma, el gasto de energías y de dinero es ocioso en festivales escolares que tienen como principal inspirador al ratón Miguelito. Si los pequeños no van a crecer en la escuela, en vez de dilapidar tantos recursos mejor solución sería que se quedaran en casa y alquilarles por millonésima vez el video de Toy Story”.
Es enorme entonces el contraste entre lo que acabo de ver con mi segunda hija y lo que vi hace tres años con la primera. Casi me atrevo a decir que fue una revelación, un buen motivo para sentir orgullo de papá cuervo con algunos gramos de sentido crítico. Mi hija presentó con sus compañeros un bien montado espectáculo de (a falta de definición precisa la llamaré así) “teatralización histórica”. Son pequeños de cinco años, así que debemos imaginar el show con errores, cortes y falta de ritmo escénico, como ocurre siempre en esas presentaciones, por otro lado indefectiblemente graciosas. Pero lo fundamental no fue la forma, sino el fondo: en cuatro o cinco breves actos recorrieron, con actuaciones y cantos, la historia de Torreón. Hubo allí indígenas nómadas, construcción de torreones, Adelitas, temas revolucionarios. Todo fue muy elemental, como cumple al nivel educativo de los actores, pero ya se dejó ver allí un esfuerzo por contrarrestar con un performance novedoso lo que por todos lados se les impone a los pequeños en televisión, prensa, cine y juguetes varios.
Los Méndez Vigatá, Antonio y Jaime, han hecho una notable promoción de actividades artísticas, como su permanente apoyo a la música culta y a la edición de literatura infantil en 2003, entre lo que recuerdo. Ahora he visto a mi segunda hija (tiene apenas cinco años) aprender un poco de historia local en su presentación de fin de cursos. No puedo regatear un elogio a las maestras que prepararon ese espléndido trabajo.