Reflexiono sobre un debate reciente compartido con una amiga a la que, como decían en las películas de Pedro Infante, le tengo ley. Mi aprecio por ella y mi respeto a su trabajo no sólo se lo he expresado personalmente, sino que en algunas ocasiones he escrito que para mí es una de las personas más competentes en su oficio. Ella lo sabe, y a su vez yo siento que de su parte sólo he recibido numerosas muestras de respeto y afecto. En virtud de esa amistad muy bien reciprocada por ambos, me llama la atención que, al ingresar en el pantanoso tema político, ambos, ella y yo, manifestamos en términos concretos, inmediatos, lo que en abstracto se ha dado en llamar “polarización”.
Creo no equivocarme si afirmo que en mi conversación política con amigos o parientes nunca sentí tanto apasionamiento como ahora. Por un lado, creo, eso es un buen síntoma de interés popular por los asuntos de carácter público. Gracias a tal radicalización puede ocurrir que nos informemos con los sentidos más atentos, pero también hay un riesgo: desbaratar cualquier posibilidad de razonamiento y caer en el fanatismo, en el deseo de aniquilar al enemigo.
Quiero suponer que para todos es claro que la tirantez de nuestro debate cotidiano sobre política tuvo un resorte fundamental en las campañas. Particularmente, y esto me resulta incontestable, el mayor detonador del crispadísimo clima que vivimos fue la propaganda en la que el PAN y el CCE atizaron la hoguera del terror contra la figura de quien representa “un peligro para México” y una especie de Hugo Chávez macuspano, respectivamente.
Luego de eso, un poco tardíos y como autodefensa mediático-electoral, los amarillos cooperaron con anuncios hiperbólicos donde destacaron los que vinculaban al candidato del PAN con Hildebrando. El resultado de ese fuego de trinchera a trinchera fue, como lo hemos visto en cualquier conversación de sobremesa familiar o cafetera, la polémica, el enojo con los amigos y hasta con los parientes que con enorme irresponsabilidad y desvergüenza no piensan como nosotros.
Ahora, ya con el Trife en sesiones y con marchas y con giras de agradecimiento, lo menos que podemos esperar es la distensión. Hubo tanta animosidad, tanta mentira, tanta exageración, que no hay forma de soñar en un futuro calmo mientras no quede perfectamente claro (no para unos, sino para todos) el resultado de la elección. Tengo la corazonada de que esto, lamentablemente, va para largo y todos seguiremos con la guardia en alto para boxear incluso contra las personas a las que queremos. El precio que ahora debemos de pagar es la demora de la reconciliación.