sábado, noviembre 15, 2025

Momentos de Martín Luis Guzmán


 











Se acerca el aniversario 115 de la Revolución Mexicana y siempre es tema de interés más allá de lo que quede vivo o muerto del movimiento encabezado por Madero. Uno de los personajes más atractivos de aquella coyuntura es Martín Luis Guzmán (Chihuahua, 1887-Ciudad de México, 1976), escritor que nos dejó una obra vasta y ahora por suerte reunida en dos obesos tomos del FCE. No sé si exagero al afirmar que es el mejor escritor adscrito en la saga conocida como “novela de la revolución mexicana”, pero sin duda es uno de sus imprescindibles.

Quien tenga interés por leerlo puede acercarse a la edición ya clásica de La sombra del caudillo, la intonsa (con las hojas de sus tres lados exteriores no cortadas) de Porrúa, o de plano buscar los susodichos tomotes del Fondo. También, como introducción biográfica, recomiendo conseguir el libro Martín Luis Guzmán (Nostra Ediciones, México, 2009, 87 pp.), de Julio Patán (Ciudad de México, 1968). Se trata de un recorrido veloz, de una mirada panorámica al escritor chihuahuense, pues en seis capítulos dibuja aquella vida a la que no le faltó acción ni pensamiento expresado en una escritura siempre filosa, severa y pulcra en lo estilístico.

Desde la introducción, Patán establece que hay dos grandes momentos en la vida de su biografiado: uno, que va de 1915 a 1940, en el que MLG escribe y publica frenéticamente, entre otros, sus libros esenciales: El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa. En este mismo periodo, el chihuahuense participa sin parar de la agitación política desatada tras la caída del Porfiriato, actividad en la que se acerca a los principales líderes, sobre todo a Villa, y también lapso caracterizado por largas radicaciones en Estados Unidos y en España, en ambos casos para ponerse a salvo, como exiliado trashumante.

El otro periodo significativo va de 1940 hasta 1976, cuando se acoge, por decirlo amablemente, al régimen postrevolucionario y goza de espacios laborales y reconocimientos importantes, lo que fue tomado como renuncia a sus juveniles banderas democráticas. Patán lo apunta así (se refiere al regreso de MLG tras el cercano triunfo del franquismo y su estacionamiento en el sistema político mexicano): “Las cosas, sin embargo, cambian dramáticamente con Guzmán desde que sale de la España en guerra para volver a México. Poco a poco, a partir de los años cuarenta, aquel disidente crónico se acerca al establishment posrevolucionario hasta acumular una cantidad difícilmente equiparable de reconocimientos y prebendas a cargo del Estado priísta: presidente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, senador de la República, embajador ante Naciones Unidas, Premio de Literatura Manuel Ávila Camacho. El final de este camino, famoso, imborrable, fue su apoyo al presidente Gustavo Díaz Ordaz ante los hechos del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas”.

Hijo de militar porfirista, MLG nació en Chihuahua por el oficio de su padre, asignado a tal estado del país. A los diez años cambió su radicación a la capital, donde ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria; allí se topó con Caso, Vasconcelos, Reyes y otros jóvenes de su edad influidos por el magisterio del dominicano Pedro Henríquez Ureña. En ese espaco se formaría el Ateneo de la Juventud, grupo que cuestionó el Positivismo oficial como única vía para acceder al conocimiento. Dictaron conferencias, hicieron sus primeras publicaciones, y en el camino los agarró la Revolución y después el asesinato de Madero.

Tanto Guzmán como Vasconcelos fueron quizá los ateneístas más contagiados de fervor político (los más acelerados, diríamos hoy) por lo que se vincularon con las bataholas que los mantuvieron a salto de mata. Lo asombroso es que Guzmán (y de hecho todos los miembros del Ateneo) logró crear una obra literaria vigorosa en medio del oleaje encrespado de la política nacional y los transterramientos. Para el chihuahuense, la década de los veinte fue, como ya se vio, la más productiva, tanto que, como lo consigna Patán, en la segunda etapa de su vida no volvió a producir una obra similar en calidad y cantidad.

Un pasaje muy interesante de la biografía guzmaneana es el que describe el papel de mediador que tuvo poco antes de la Decena Trágica. A petición de Madero, MGL habló con Reyes para que a su vez convenciera a su padre de abandonar la pelea contra el gobierno: “Madero le pide a Guzmán que a su vez le pida a Alfonso que se comunique con su padre y le transmita una oferta ciertamente atractiva: libertad a cambio de su compromiso de retirarse a la vida privada. Alfonso se niega: el padre simplemente se rehúsa a escucharlo a él, tan titubeante cuando de la sucia política se trata”. Más allá de estas tratativas, sabemos lo que pasó después, el baño de sangre en el que se convirtió la asonada antimaderista.

El gobierno usurpador de Huerta provoca la estampida de sus enemigos, lo que lleva a MLG a una primera salida forzada del país. Anota Patán: “Cercados por la policía secreta, deciden hacer un nuevo intento de fuga. Éste es el bueno. Llegan a Veracruz, saltan a La Habana, alcanzan Nueva Orleans y luego El Paso, donde los espera José Vasconcelos. Ya en la franja fronteriza, Guzmán no tiene mayores problemas para llegar a Ciudad Juárez, donde se encuentra con la figura más importante de sus días revolucionarios y una de las más importantes de su vida. En Ciudad Juárez está Francisco Villa”.

El ajetreo del escritor corre como sombra al lado de las coyunturas políticas. En otras palabras, a cada cimbronazo de la realidad mexicana corresponde un movimiento de MLG, sea para regresar o para irse, para acercarse a un caudillo o para romper con él. A alimón crece su obra, sobre todo en los periodos de su residencia en Madrid, donde se reencuentra con su amigo Alfonso Reyes y, entre otras actividades, quizá fundan la crítica cinematográfica para los diarios en español con la columna “Frente a la pantalla” firmada por un seudónimo común: Fósforo. Es de hecho, también, con el libro La querella de México, una especie de pionero en los estudios sobre el Ser mexicano que muchos años después provocaría libros importantes de Samuel Ramos (1934) y Octavio Paz (1950), entre muchos otros autores.

Tras el segundo exilio en España y el estallido de la Guerra Civil, Guzmán regresa a México y acá se encuentra con el gobierno de Cárdenas. Patán dibuja así la escena del regreso: “La última es la vencida. El aterrizaje de Guzmán en el México de Cárdenas es el definitivo. Al coronel, al diputado, al periodista, al ensayista, al conspirador, al novelista, al vendedor de aspirinas, al cónsul, al empresario periodístico, al asesor político lo esperan días de paz y abundancia, con Cárdenas y mucho después. La Revolución, para citar al propio Guzmán, termina de hacerse gobierno con la llegada del general de Jiquilpan al poder, y al escritor exiliado termina por hacerle justicia”. Los beneficios le llegan entonces sin obstáculos, es un escritor apapachado por el sistema y termina su vida en el ocaso del echeverriato.

Más que asomarnos a la segunda etapa de MLG, conviene, en resumen, que nos acerquemos a la primera, la de su obra más saliente. No es hiperbólico afirmar que fue y es el mejor prosista que tuvo nuestra narrativa revolucionaria.

miércoles, noviembre 12, 2025

Dictadura de la pedacería


 








Una pregunta de sociólogo: ¿cuál es el rasgo más saliente de la comunicación actual? La respuesta ha sido expresada desde hace varios años por pensadores byunchulhanescos del mundo contemporáneo, y puede resumirse en una palabra: infodemia. Es tanta la información actual, son tantos y tan torrenciales los mensajes que nada parece configurar cuerpos de contenido amplios y compactos, sino partículas sueltas que necesariamente crean la impresión de caos. En esta superabundancia de mensajes están detrás, entre otras sombras, el poder, el control social, el mercado y la incapacidad generalizada, social, para dar sentido congruente a cualquier idea, pues el conocimiento de la realidad se genera hoy a partir de flashazos que impiden la atención, la concentración y el análisis detenido de cualquier hecho. El exceso de oferta creó la inquietud por no perderse algo: queremos ver todo tan rápido como sea posible, y es aquí donde aparece la dictadura de la pedacería.

Podemos tener los satisfactores de nuestra urgencia apenas encendemos el celular. Enumero cuatro productos ya genéricos de la infodemia:

Películas: no hace muchos años no necesitábamos resignación para ver completa una película. Era lo lógico, entrar en la historia y recorrerla de la A a la Z, y ni siquiera éramos conscientes de nuestra paciencia. Hoy existe una variante del resumen que no es el trailer, como le llaman, sino una síntesis narrada por un locutor con escenas reales de las cintas. Con este método podemos “ver” diez o más películas al día.

Futbol: alguna vez escribí que, para no perder tiempo, incurrí en la costumbre de ver resúmenes de partidos, sistema que igualmente permite monitorear la jornada completa en poco más de una hora, pues cada partido dura en promedio diez minutos, no noventa.

Infografías: las universidades deberían ser defensoras del aprendizaje denso, sereno, moroso y hasta memorístico, como sostuvo George Steiner, pero hasta en ellas se ha puesto de moda el fomento de las infografías y los mapas conceptuales, herramientas ideales para convertir a los alumnos en herramientas ideales.

Tutoriales: creo que a todos nos ha pasado necesitar un tutorial y elegir el más corto. El apremio por resolver algo no pasa ni de lejos por el interés de dominar un oficio o un arte. No es el tedioso “hágalo usted mismo” de hace años.

sábado, noviembre 08, 2025

Schopenhauer como fondo

 












Terapeuta psicológico en San Francisco, California, Julius Hertzfeld es informado un día cualquiera, poco después de haber atravesado los sesenta años, que un cáncer de piel (melanoma) abreviará su vida. La crisis desatada por esa noticia lo apabulla, pero decide aprovechar el año que le queda de mediana salud en un proyecto casi irracional: buscar a uno de los pacientes con los que su metodología fracasó. El expaciente es Philip Slate, un tipo extraño, solitario, inteligente, bien parecido y adicto al sexo sin la cortapisa del amor estable. Más de veinte años después, el encuentro de Julius y Philip pone en juego un ping-pong de ideas hirientes y entrañables no sólo entre ambos personajes, sino entre todos los integrantes del grupo de asistidos por el terapeuta.

La novela Un año con Schopenhauer (Booket, 2004, Buenos Aires, 397 pp.), de Irvin D. Yalom, ha sido una sorpresa para mí. La percibí al principio como best seller y tal vez lo fue, pero la fluidez de su desarrollo no deja de conllevar una nutrida cantidad de ideas atendibles, inquietantes, todas relacionadas con el mundo del psicoanálisis, el budismo y, sobre todo, el pensamiento del filósofo alemán que nos recibe en el título. Yalom (Washington, D. C., 1931) es psicólogo, psiquiatra y autor de números libros sobre su profesión y literarios, cuentos y novelas con alto éxito de ventas (El problema de Spinoza, El día que Nietzsche lloró), subrayan sus semblanzas.

El reencuentro del terapeuta Julius con su expaciente presenta una novedad: Phillip ha cambiado, ya no es una bukowskiana máquina de follar, sino un tipo templado a marrazos por la filosofía, particularmente por las ideas de Schopenhauer y otro tanto de Epicteto. Además de haber renunciado a las correrías sexuales meramente satisfactorias en el plano biológico, de índole casi canina, Phillip admite el diálogo con su antiguo terapeuta porque, para mantener su entrega al pensamiento, necesita una nueva carrera, y elige la de terapeuta. Así, el interés tardío de uno, el moribundo Julius, coincide con el profesional del otro, el del schopenhaueriano Philip.

La novela se despliega en dos planos: en unos capítulos asistimos al presente de Julius, nuestro protagonista y, en otros menos frecuentes, a la realidad de Philip, el preterapeuta que se sacudió el cepo de la lujuria gracias a Schopenhauer; asimismo, también en el más cercano presente de la novela, asistimos in situ a las sesiones que despliega en círculo el poliédrico grupo de terapia conducido por Julius. En medio de tales pasajes se abren amplias retrospecciones biográficas sobre el filósofo de Dánzig, todas atractivas porque además de traer momentos significativos sobre la vida del pensador (sus viajes, su relación con sus padres, sus obsesiones, su misantropía, su pasión por la música, su fama tardía…), los comentan y nos acercan citas oportunas y no pocas veces terribles y hasta algo graciosas por lo que tienen, hasta hoy, paradójicamente, de malditas.

Un rasgo prominente de la novela es que más allá de su casi inexistente trama, por llamarle así, acerca una cuantiosa suma de sentencias espesas de significación psicológica y filosófica. De hecho, cada capítulo comienza con un epígrafe bien elegido, a veces implacable, como casi todo lo que escribió el pensador alemán: “La vida es deprimente. He decidido dedicar mi vida a meditar sobre eso”; “La alegría y el optimismo que tenemos en la juventud se deben en parte al hecho de que estamos ascendiendo la colina de la vida y no vemos la muerte que nos espera al pie de la otra ladera”. Prácticamente todo en este libro es impregnado por la mirada filosófica propuesta por Philip, eco en esta historia del pesimista alemán, de modo que este tipo de reflexión reaparece a la vuelta de cada página. El cáncer de Julius no se olvida a lo largo de la historia, es vuelto a mencionar varias veces y es un dato que se convierte en recurrente anuncio de su muerte y a su manera es la partitura en el tiempo objetivo de la novela, pero ciertamente no aflora ya como el sacudón de las primeras páginas.

El lector se desplaza pues de la expectativa inicial vinculada con la afección de Julius para pasar a ver, en el grueso del libro, el desarrollo del grupo de terapia que conduce. En su desesperación inicial, Julius decide pues buscar a uno de los pacientes con los que fracasó. Así reencuentra a Philip, quien da la casualidad de que debe obtener una licencia de terapeuta y pide la asesoría de Julius. Esta es la razón por la que Philip ingresa al grupo de terapia, un grupo cuya dinámica se convierte de facto en el eje de la novela. En tal espacio ingresamos al toma y daca de los participantes, todos afligidos por conflictos que en teoría deben superar luego del periodo que dure la terapia. El énfasis se desplaza a la relación del antisocial y schopenhaueriano Philip con Pam, una participante del grupo que alguna vez tuvo un affaire traumático precisamente con el aspirante a terapeuta. El reencuentro detona un conflicto que se desanuda, no sé si de manera demasiado optimista, al final del libro, casi como para señalar que la terapia de grupo tiene un efecto positivo hasta en los casos que arrancan con muy mal pronóstico.

Aunque a veces algo monótona por la reproducción al dedillo de las sesiones de terapia colectiva, Un año con Schopenhauer no deja de chisporrotear ideas muy interesantes sobre la compleja y entreverada condición humana, una condición que el autor de Parerga y paralipómena exploró pioneramente para influir en muchos que, como Freud, decidieron luego explorar en las simas del alma individual.

miércoles, noviembre 05, 2025

Desierto amor por Zoom


 











Hoy a las 12 del mediodía presentaremos Desierto amor, cuatro poetas torreonenses, libro de poesía compilado por iniciativa Jorge Valdés Díaz-Vélez y editado por el área de Literatura a cargo de Nadia Contreras en el Instituto Municipal de Cultura y Educación. Participaré en la mesa junto al compilador, quien reunió en este libro poemas de Marianne Toussaint, Édgar Valencia, Gilberto Prado y el mismo Jorge Valdés. Estaré allí en mi calidad de prologuista, invitación que me honra.

Dado que diré lo que diré en la transmisión por Zoom (Jorge radica en Madrid), adelanto aquí el arranque de mi prólogo y un puñado breve de versos de nuestros cuatro poetas. “La Laguna, y especialmente Torreón, Coahuila, México, es una tierra pródiga en escritores. Más allá de que su vida literaria (y en general artística) no ha desbordado las fronteras de cierto amateurismo, pues carece de escuelas de Letras, editoriales, exuberantes bibliotecas y grandes librerías, la región se las ha ingeniado no sé cómo para producir autores con talento y sensibilidad especiales, tantos que ya es posible medir su número con las varas de los premios nacionales o la calidad y cantidad de sus libros. Destacan los narradores, los ensayistas y, claro, los poetas. En este último género, nadie ha alcanzado hasta ahora la dimensión de la maestra Enriqueta Ochoa, pero podemos asumir que no es corta la cauda de paisanos que continúan la obra de nuestra más leída y celebrada poeta…”.

Vengan ahora unas muestras del contenido en orden de aparición dentro del libro:

De Gilberto:

Vemos solo la sombra, lo que existe

detrás de la cortina es invisible,

pero nos llega el mínimo reflejo,

la orilla de una letra, la prudente

distancia de lo solo presentido,

 y con esa asomada nadería

construimos el mundo,

tejemos nuestra fe, resucitamos

a los que se han dormido para siempre.

 

De Marianne:

El olvido es una orilla traicionera

donde permaneces

casi sin respirar después de la tormenta

 

Sueñas que has olvidado.

Y estás de nuevo frente a aquel deseo

 frágil y paralizada.

 

De Jorge:

Tus ojos, Lesbia, el agridulce

combate a ciegas de la lengua

que es tu victoria y mi derrota,

serán futuros himnos, trazos

en una lámina de mármol

de los altares de Afrodita.

Pero el sabor a campo abierto

en la batalla y, más aún,

este gemido que se escapa

tras el fragor de la contienda

me pertenece, aunque sea tuyo

su territorio al fin del día.

 

De Édgar:

Una mujer viajaba hacia Acapulco.

Yo me encontraba en la estación de Mérida,

nostálgico, de vuelta a Veracruz.

Ella había perdido su maleta

y algo extraño decía de la vida

y el destino, que era adverso como hoy.

 

Pregunté de inmediato: ¿la maleta

indica su destino, Acapulco,

en un papel? Alguien me dijo, hoy,

entre el calor de la ciudad de Mérida

que el equipaje que llevo a Veracruz

debía cuidarlo a costa de mi vida…

sábado, noviembre 01, 2025

Mirada civilizatoria de Reyes

 














Creo recordar que hace muchos años, cuando recién tuve noticia sobre la Cartilla moral de Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959), timbró un prejuicio en el interior de mi cabeza. Lo motivó el adjetivo “moral”, palabra que ha corrido con mala suerte. Sacada del ámbito filosófico y usada por las buenas conciencias, pasó a tener un sentido restrictivo, dogmático, intolerante. O, en el más ñoño de los casos, pasó a significar lo que instruía el manual de Manuel Carreño: un conjunto de reglas que debemos seguir para ser percibidos como personas “educadas”, dúctiles a toda “etiqueta”.

Desde 1987 comenzó mi admiración casi filial por Reyes, pero esto no fue suficiente para desactivar el prejuicio ante la famosa palabrita: allí donde aparece el adjetivo “moral” es muy probable que se escondan consejos regañones para asegurar la permanencia de valores burgueses, excluyentes, bobos y por ello peligrosos. Obviamente no era así en el caso de Reyes, como pude comprobarlo al navegar por las páginas del famoso libro. Tras leerlo, sé, por lo mismo que conozco o creo conocer a su autor, que su eje es el humanismo, es decir, la más alta mirada que se puede plantear al ser humano para vincularse con sus congéneres en el complejo y por ello conflictivo enjambre social. Nada más alejado del ánimo alfonsino que establecer, con intención despótica, camisas de fuerza para la moral; al contrario, la de Reyes es una preceptiva cívica para, sin perder nuestra libertad de juicio y de acción, pensar en las limitaciones que ésta tiene con el objeto de construir colectivamente la mejor sociedad posible, cualquiera que ésta sea. Su autor era, en síntesis, demasiado inteligente para asimilarse al simplón Carreño.

Debo tener al menos tres versiones impresas y una digital de la Cartilla. La he leído al menos tres veces y pienso que en esencia sigue siendo útil y que además no es necesario tanto esfuerzo para añadir en ella las adaptaciones pertinentes a los tiempos que corren, evidentemente espesos de novedades. La mejor versión que conozco es la publicada por El Colegio Nacional en su colección Opúsculos (México, 2019, 164 pp.), dado que contiene un amplio y muy documentado estudio introductorio del maestro Javier Garciadiego.

En los prolegómenos, el académico recorre pormenorizadamente la trayectoria de la Cartilla, desde que fue encomendada a Reyes por Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública, hasta su recurrente multiplicación en miles de ejemplares distribuidos en varios tirajes. En medio, una historia plena de lagunas, estiras, aflojas, malentendidos, zancadillas, piquetes de ojos, manitas de puerco y demás incidencias que el autor ya no pudo ver. El gran estudio liminar, titulado “La Cartilla moral: vicisitudes y posibilidades editoriales”, además del apéndice documental, agrandan esta edición del Colnal, pues el texto en sí de Reyes es brevísimo, de no más de treinta páginas.

Luego de atravesar las razones concretas por las que nació la Cartilla y los malentendidos o lagunas que se dieron entre Torres Bodet, el intermediario José Luis Martínez y Reyes, “Quince años después de escrita, y a pesar del amplio tiraje de la edición de 1959 [del Instituto Nacional Indigenista], al morir Reyes su Cartilla moral no había tenido impacto alguno. En los círculos literarios era un libro inexistente”, apunta Garciadiego.

Otras ediciones ocasionaron polémica. Periodicazos fueron y vinieron sobre las lecciones de Reyes. Uno de los defensores fue el dramaturgo Luis G. Basurto, quien adujo que los argumentos de la Cartilla “parecían indiscutibles: más que morales, las lecciones le parecían ‘cívicas’, escritas con ‘claridad de estilo’ y ‘pureza de lenguaje’, con ‘profundidad’, pero con ‘sencillez clásica’. La admiración de Basurto por la Cartilla hizo que propusiera que fuera un ‘texto obligatorio en todas las escuelas desde la primaria hasta la universidad’; más aún, aseguró que también debía ser ‘obligatorio […] para todos quienes ocupen puestos públicos o privados de importancia’”.

El zipizape periodístico nació de una decisión del sindicato magisterial: “una comisión de diez profesores del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) había rechazado la entrega del libro de Reyes, alegando que era ‘moralista, anacrónico y fuera de contexto’”. Leo hoy la Cartilla y pienso que al SNTE de ayer y de hoy, y a todos los mexicanos, quizá nos sería de utilidad, para ejercer una mejor ciudadanía, ese texto “moralista, anacrónico y fuera de contexto”. Pero bueno, no podemos pedir peras al huizache, pues lo cierto es que, como dice Garciadiego, “la Cartilla moral no era un texto reducible al ámbito educativo; también podía servir para mejorar la convivencia entre los mexicanos y para aumentar el respeto a las leyes y las instituciones; esto es, el de Alfonso Reyes era visto como un texto cívico y civilizatorio, al que ahora se le quería usar como un elemento pacificador”.

El anacronismo de Reyes queda claro en esta pincelada de Garciadiego: “La Cartilla moral pertenece al género de la literatura sapiencial y de consejos, que se remonta a la época grecolatina, con autores como Plutarco, Epicteto y Marco Aurelio. Comprensiblemente, los pensadores humanistas de los siglos XV a XVII recuperaron aquella tradición. Pienso ahora en autores como Montaigne, Erasmo y Tomás Moro”.

Más adelante, subraya: “Defino la Cartilla moral como un texto didáctico, dividido en doce breves lecciones, que incluye otras dos de síntesis. (…) son más sus referencias a los antiguos griegos y, sin proponer una moral rígida, está más cerca de los estoicos que de los epicúreos. (…) Es el libro de un humanista, aunque celebra los avances científicos y tecnológicos. Siendo Reyes su autor, no podía ser de otro modo: es un libro con perspectiva histórica y contemporánea, nacional y universal”.

No quiero alejarme de este apunte sin compartir varias sentencias moralistas, anacrónicas y sacadas de contexto incluidas en la Cartilla. En ellas podremos apreciar la obsolescencia de Reyes en estos tiempos de paz, equidad, respeto, justicia material, tolerancia y armonía del ser humano en sociedad:

“El bien es un ideal de justicia y de virtud que puede imponernos el sacrificio de nuestros anhelos, y aun de nuestra felicidad o de nuestra vida. Pues es algo como una felicidad más amplia y que abarcase a toda la especie humana, ante la cual valen menos las felicidades personales de cada uno de nosotros”.

“Luego se ve que la obra de la moral consiste en llevarnos desde lo animal hasta lo puramente humano. Pero hay que entenderlo bien. No se trata de negar lo que hay de material y de natural en nosotros, para sacrificarlo de modo completo en aras de lo que tenemos de espíritu y de inteligencia”.

“Si el hombre no cumple debidamente sus necesidades materiales, se encuentra en estado de ineptitud para las tareas del espíritu y para realizar los mandamientos del bien”.

“Ni hay que dejar que nos domine la parte animal en nosotros, ni tampoco debemos destrozar esta base material del ser humano, porque todo el edificio se vendría abajo”.

“De modo que estos dos gemelos que llevamos con nosotros, cuerpo y alma, deben aprender a entenderse bien. Y mejor que mejor si se realiza el adagio clásico: ‘Alma sana en cuerpo sano’”.

“el progreso humano no siempre se logra, o sólo se consigue de modo aproximado. Pero ese progreso humano es el ideal a que todos debemos aspirar, como individuos y como pueblos”.

“Las muchas maravillas mecánicas y químicas que aplica la guerra, por ejemplo, en vez de mejorar a la especie, la destruyen”.

“el fin de los fines es el bien, el blanco definitivo a que todas nuestras acciones apuntan”.

“Esta vigilancia interior de la conciencia aun nos obliga, estando a solas y sin testigos, a someternos a esa Constitución no escrita y de valor universal que llamamos la moral”.

“El descanso, el esparcimiento y el juego, el buen humor, el sentimiento de lo cómico y aun la ironía, que nos enseña a burlarnos un poco de nosotros mismos, son recursos que aseguran la buena economía del alma, el buen funcionamiento de nuestro espíritu. La capacidad de alegría es una fuente del bien moral”.

“Lo único que debemos vedarnos es el desperdicio, la bajeza y la suciedad”.

“No hay persona sin sociedad. No hay sociedad sin personas. Esta compañía entre los seres de la especie es para el hombre un hecho natural o espontáneo”.

“De modo que el respeto del hijo al padre no cumple su fin educador cuando no se completa con el respeto del padre al hijo”.

“Hay también personas a quienes sólo encuentro de paso, en la calle, una vez en la vida. También les debo el respeto social”.

“Pues bien: en torno al círculo del respeto familiar, se extiende el círculo del respeto a mi sociedad. Y lo que se dice de mi sociedad, puede decirse del círculo más vasto de la sociedad humana en general. Mi respeto a la sociedad, y el de cada uno de sus miembros para los demás, es lo que hace posible la convivencia de los seres humanos”.

“El primer grado o categoría del respeto social nos obliga a la urbanidad y a la cortesía. Nos aconseja el buen trato, las maneras agradables; el sujetar dentro de nosotros los impulsos hacia la grosería; el no usar del tono violento y amenazador sino en último extremo; el recordar que hay igual o mayor bravura en dominarse a sí mismo que en asustar o agraviar al prójimo; el desconfiar siempre de nuestros movimientos de cólera, dando tiempo a que se remansen las aguas”.

“Estos respetos conducen de la mano a lo que podemos llamar el respeto a la especie humana: amor a sus adelantos ya conquistados, amor a sus tradiciones y esperanzas de mejoramiento”.

“Pues bien: el respeto a nuestra especie se confunde casi con el respeto al trabajo humano. Las buenas obras del hombre deben ser objeto de respeto para todos los hombres. Romper un vidrio por el gusto de hacerlo, destrozar un jardín, pintarrajear las paredes, quitarle un tornillo a una máquina, todos éstos son actos verdaderamente inmorales. Descubren, en quien los hace, un fondo de animalidad, de inconsciencia que lo hace retrogradar hasta el mono. Descubren en él una falta de imaginación que le impide recordar todo el esfuerzo acumulado detrás de cada obra humana”.

“ciudades en que la autoridad se preocupa de recoger todos esos desperdicios de la vida doméstica que confundimos con la basura: cajas, frascos, tapones, tuercas, recortes de papel, etc. Esto debiera hacerse siempre y en todas partes. No sólo como medida de ahorro en tiempo de guerra, sino por deber moral, por respeto al trabajo humano que representa cada uno de esos modestos artículos. De paso, ganaría con ello la economía. Pues no hay idea de todo lo que desperdiciamos y dejamos abandonado a lo largo de veinticuatro horas, y que puede servir otra vez aunque sea como materia prima. Y el desperdicio es también una inmoralidad”.

“Dante, uno de los mayores poetas de la humanidad, supone que, al romper la rama de un árbol, el tronco le reclama y le grita: ‘¿Por qué me rompes?’ Este símbolo nos ayuda a entender cómo el hombre de conciencia moral plenamente cultivada siente horror por las mutilaciones y los destrozos”.

“El amor a la morada humana es una garantía moral, es una prenda de que la persona ha alcanzado un apreciable nivel del bien: aquél en que se confunden el bien y la belleza, la obediencia al mandamiento moral y el deleite en la contemplación estética. Este punto es el más alto que puede alcanzar, en el mundo, el ser humano”.

“El respeto a la verdad es, al mismo tiempo, la más alta cualidad moral y la más alta cualidad intelectual”.

“La satisfacción de obrar bien es la felicidad más firme y verdadera. Por eso se habla del ‘sueño del justo’”.

“El que tiene la conciencia tranquila duerme bien. Además, vive contento de sí mismo y pide poco de los demás”.

miércoles, octubre 29, 2025

Tres respuestas sobre Saúl







Saúl Rosales recibió ayer martes un reconocimiento por sus 85 de su edad, que cumple hoy. Parejamente nos hicieron tres preguntas sobre él; esto es lo que anoche respondí:

Iba a escribir un comentario sobre el homenajeado porque nunca he confiado en la espontaneidad, de allí la distancia que he mantenido con los medios electrónicos en los que surgen las preguntas y, al responderlas de volea, siempre me queda la sensación de desorden. Es probable que también sea poco persuasivo aquello que escribo frente al sosiego de mi teclado, pero sin duda las cuartillas me infunden una pizca de tranquilidad, tal y como ocurría con los acordeones ante los espantosos exámenes de la preparatoria. Dado que el pasado domingo llegaron las preguntas, lo que haré es responderlas según mi insana costumbre: por escrito.

¿Cómo conocí a Saúl Rosales?

En agosto de 1982 entré a simular que estudiaba la carrera de Comunicación sólo porque en el programa había muchas materias de literatura, pues ya entonces era lo que más me interesaba. Sin que yo lo supiera, poco tiempo antes, en 1981, se había dado la coincidencia de que Saúl regresó a La Laguna luego de su radicación de veinte años en la Ciudad de México. Acá, además de conseguir una pequeña chamba como corrector de estilo en el diario La Opinión, Saúl se hizo de unas clases de literatura en la escuela donde yo estudiaba, así que el azar me lo asignó como maestro. Por esos mismos años ocurrieron dos hechos importantes: Saúl comenzó a coordinar el suplemento Opinión Cultural, donde publiqué por primera vez unos poemas de cuyo contenido no quiero acordarme, y además me regaló su primera publicación, una plaquette titulada Vestigios de Eros, el primer libro que me obsequió un escritor. En ese momento comenzó nuestra amistad, hace poco más de cuarenta años. Yo tenía 19; Saúl, 43. Lo que sucedió entre aquellos años y este día ha sido una vida: muchos libros, muchas conversaciones, muchos amigos comunes, muchas mesas como ésta, muchos malabares para la supervivencia, muchos fracasos de todo tipo y una matriz ideológica similar.

Háblenos de un libro, obra de teatro o artículo que desee destacar de Saúl Rosales.

Tengo y he leído casi entera la obra de Saúl y creo que nadie ha escrito más que yo sobre sus libros y su gravitación en el alma de La Laguna. Incluso he editado al menos siete u ocho títulos de su producción. Por razones distintas, en todos ellos encuentro aciertos, belleza e inteligencia, tanto que me resulta muy difícil decidir qué libro de Saúl podría destacar para no malgastar esta pregunta. Sólo porque lo edité y porque en él están implícitos algunos rasgos que me hermanan ideológicamente con Saúl (su ateísmo, su filiación de izquierda, su horror patológico ante la desigualdad y la explotación, su anticlericalismo, su admiración a Marx, entre otras afinidades), menciono el libro que decidimos trazar en el cincuenta aniversario del asesinato perpetrado contra Raúl Ramos Zavala, torreonense y fundador ideológico de la Liga Comunista 23 de septiembre.

¿Por qué Saúl Rosales es importante para la cultura en La Laguna?

Porque su obra (y por “obra” me refiero a sus libros y a su magisterio) a muchos nos hizo ver la importancia de la literatura como vehículo conductor de dos valores: el manejo de la palabra para generar belleza, en primer lugar, y, en segundo, el poder que la literatura tiene para humanizarnos, para despiojarnos el espíritu, para ayudarnos a conocer mejor la viscosa condición humana.  Esto es, creo, el mejor aporte de Saúl a nuestra cultura.

Ahora bien, en lo estrictamente personal mi gratitud tiene muchas vertientes, pero la que más aprecio de Saúl es su ininterrumpida amistad. Alguna vez le pidieron a Yupanqui que diera una definición de amigo, y el poeta y cantor respondió de una manera inmejorable: dijo que un amigo es uno mismo en otro pellejo. Puedo afirmar entonces que mucho de mi maestro y amigo Saúl habita en mí, que de alguna misteriosa forma y al menos parcialmente yo soy él, nomás que en otro pellejo.

Nota. Gracias a Jorge Luis Gaytán por la foto que encabeza este post. En la mesa participamos Saúl Rodríguez, Nadia Contreras, Ruth Castro, Arcelia Ayup, el homenajeado y yo. La sede del homenaje fue la biblioteca municipal José García Letona, Torreón.

sábado, octubre 25, 2025

Asedios de Antonio Alatorre


 











Alguien, no sé quién, le prestó o le regaló a Gilberto Prado Galán la voluminosa edición de lujo, no venal y publicada por Bancomer (1979), de Los 1,001 años de la lengua española, de Antonio Alatorre (Autlán, Jalisco, 1922-Ciudad de México, 2010).  Era entonces, cuando Gil me lo mostró, esto hacia mediados de los ochenta, un libro inencontrable, fuera de comercio, así que nomás pude verlo un instante aquella vez. Recuerdo que mi amigo lo manejaba con veneración, como se trata a los libros que de alguna manera cambian la vida.

Varios años después me topé con la primera edición ya comercial publicada por el FCE (México, 1989). Como nunca olvidé los elogios de Gilberto al magnífico trabajo del maestro Alatorre, lo compré, lo leí y lo reseñé como lo que es: acaso el mejor libro de divulgación escrito por un mexicano sobre la historia de nuestra lengua. Es, desde que pude leerlo, una obra entrañable para mí tanto como sentí que lo fue para Gilberto, y con el correr de los años lo he recomendado machaconamente sobre todo a mis alumnos de talleres literarios para que conozcan, muy bien contada, la historia de su herramienta de trabajo: el español. Y algo más: luego conseguí una edición más del mismo libro publicada por la SEP y la original en una librería de viejo, la lujosa edición destinada a los clientes de Bancomer, aquélla que sólo vi por encimita y me anotició sobre la existencia de este documento espléndido.

Por lo anterior, desde hace casi cuarenta años tengo respeto por la figura de don Antonio Alatorre. Además del libro capital ya mencionado, de él he leído ensayos sueltos en revistas académicas, la mayoría sobre literatura barroca y autores del Siglo de Oro, su especialidad. Recién sumé Ensayos sobre crítica literaria, libro publicado por El Colegio de México en 2012 (México, 193 pp), y me parece que sus nociones sobre el acto crítico son más que atendibles por quienes además de leer aspiran a enhebrar algún comentario o idea sobre lo leído o respetan tanto la creación literaria como la crítica que sobre ella se ejerce.

Contiene una docena de asedios a otros tantos problemas de la crítica literaria, varios de los cuales fueron escritos para ser presentados en congresos, coloquios o mesas redondas, de modo que para bien acusan, pese a la densidad de algunas ideas allí planteadas, dejos de la exposición oral que les dio origen. Al parecer, y esta sensación se reafirma varias veces en el libro (“no quiero aumentar el ya enorme cerro de lo prescindible”), Alatorre no asigna gran valor a estas páginas, pero sin duda son esclarecedoras si pensamos en la excelencia de su labor crítica. Apenas abre, comparte esta idea: “Para mí, por ejemplo, si se trata de un soneto de Garcilaso de la Vega, lo importante es entenderlo, y entenderlo no así como así, sino en su ser mismo, en su todo y en sus partes, con su sustancia y su ornamento, su mensaje y su estructura; entenderlo como lo entendían los contemporáneos de Garcilaso, y aun Garcilaso mismo”. Comprender íntegramente lo que un texto fue para su autor y sus contemporáneos es uno de los ejes de la crítica, y esto es ya una noción muy de tener en cuenta.

Asimismo, Alatorre sabe que su trabajo como docente y enjuiciador de obras literarias tiene la función de enlace: “El buen crítico no estorba, sino ayuda, y su misión, entre otras cosas, es de índole pedagógica”, ya que “El crítico es un lector, pero un lector más alerta y más ‘total’, de sensibilidad más aguda: las cualidades de recepción del lector corriente están como extremadas y exacerbadas en el lector especial que es el crítico”, y “Las impresiones que en el lector ordinario son difusas e imprecisas, se dan organizadas, coherentes y luminosas en el crítico”. Por todo, “La crítica es la formulación de la experiencia del lector. Pone en palabras lo que se ha experimentado con la lectura”.

Alatorre despliega en la mesa el papel fundamental de la lectura atenta, base del ejercicio crítico que se convierte a su vez en escritura y luego se vuelca a los lectores: “el crítico literario es un lector que no se guarda para sí mismo su experiencia (…) la pone a la luz, la hace explícita, la examina, la analiza, se plantea preguntas acerca de ella”. Uno de los temas salientes de este libro es la discordia entre las herramientas críticas de Alatorre y las que irrumpieron con las nuevas corrientes del análisis. Esto lo puso en aprietos, pues por iniciativa propia o ante la inquisición de los demás, tuvo que opinar aunque no lo quisiera: “que el diccionario de términos imprescindibles que un foco neo-académico preparaba no hace mucho para uso de críticos modernos rechace ‘emoción’, ‘imaginación’, ‘belleza de lenguaje’, ‘coherencia’, ‘fuerza de convicción’ o ‘sensación de vida’ y en vez de eso incluya ‘intertextualidad’, ‘red actancial’, ‘red actorial’, ‘reducción accional’ y cosas por el estilo, ya no me es tan indiferente”. Lo resolvió tratando de demostrar que aunque a veces quedaba lejos de ese tipo de expresión nueva, era viable discernir entre los nuevos críticos brillantes de los charlatanes que se valieron, ignoro si todavía es así, de jergas intragables para descifrar textos literarios.

Entre los temas de Ensayos sobre crítica literaria más interesantes están tres: su análisis sobre Menéndez y Pelayo (“es doloroso ver a Menéndez Pelayo aceptar el punto de vista católico retardatario y no el punto de vista católico ilustrado”), imperdible por lo que significó para la lengua española el crítico santanderino; su debate contra nuestro paisano Evodio Escalante para esclarecer los valores o antivalores de la nueva crítica, y su crítica a la comisión para la defensa del español creada sexenios ha, pues “el español se defiende solo” (“Yo dediqué dos de mis conferencias del Colegio Nacional a cuestionar los presupuestos y las metas de esa Comisión, y aun su ser mismo, y las habría publicado si la cruzada nacionalista hubiera seguido adelante, con ganas de que sus organizadores, Fernando Solana y Eliseo Mendoza Berrueto, se dieran tiempo para dialogar conmigo, aunque fuera para reducir a polvo mis críticas. Pero no: la campaña no traspuso la frontera del sexenio”).

Hace una semana comenté a las carreras un libro de la gran Margit Frenk. Hoy comparto aquí este otro sobre un libro de su marido, don Antonio Alatorre, uno de los críticos literarios, filólogos e historiadores del español al que debemos tener siempre en la mira, leerlo.

Nota. Como dato curioso y postreseña, la relación Antonio Alatorre-Gilberto Prado Galán que ocupa anecdóticamente el primer párrafo de este comentario se extendió a una coincidencia en sus cronologías: ambos murieron un 21 de octubre; Alatorre del 2010 y Prado Galán del 2022. Que este apunte sirva un poco para recordarlos con la admiración que me merecen.

miércoles, octubre 22, 2025

Fichte deja los gansos












La anécdota más famosa sobre el filósofo Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) describe una casualidad providencial. Adolescente y miembro de una familia pobre, el joven Fichte trabajaba en lo que seguramente sería su destino: cuidar ocas (o gansos, como los conocemos en este lado del Atlántico). Andaba en eso cuando llegó un señor pudiente, el barón Von Miltiz, quien de un lugar alejado asistió a la aldea donde vivía Johann para escuchar la misa. Lamentablemente llegó tarde, y lo lamentó. Fue allí cuando un tipo cualquiera le hizo la recomendación: “Vaya con el joven Johann; él le repetirá el sermón tal y como lo pronunció el cura”. El hombre buscó al joven cuidador de gansos y, en efecto, a su pedido le repitió el sermón con total fluidez, lo que revelaba una memoria poderosa.

La anécdota continúa en lo que ya imaginamos: el acaudalado vio la capacidad del cuidador de gansos y decidió auspiciar sus estudios. Luego, el patrocinador murió y se acabó la beca, lo que puso al pupilo, de nuevo, en una situación precaria. Pero ya no era lo mismo: Johann se había capacitado y se dedicó a dar clases para sobrevivir, trabó contacto con su ídolo Kant y terminó siento Fitche, el célebre filósofo que inventó la tríada dialéctica “tesis, antítesis y síntesis”, de ordinario atribuida a Hegel.

La inquietud que me asalta al recordar la anécdota es ésta: ¿qué hubiera pasado si no llega a tiempo el auspicio económico a los estudios del cuidador de ocas? Alguien dirá que tarde o temprano el joven iba a demostrar su talento, pero me atrevo a creer que no, que el apoyo a las capacidades de Johann llegó oportunamente, cuando la cabeza se encuentra en su mejor estado de receptividad, la juventud.

Pienso asimismo que, vista por encima, la anécdota sólo serviría para alimentar los ejemplos habituales del discurso meritocrático: si le echas ganas, todo se puede, incluso ser un gran filósofo. Pero este es, exactamente, mi disgusto con la meritocracia. Por más mérito o talento o ganas que se tengan, lo ideal no es que unos pocos exploten sus potencialidades o que dependan de la caridad para evidenciarse, y es por tal razón que resulta necesario insistir siempre en la equidad de las oportunidades, que se conviertan en política de Estado y no es venturosa casualidad: la de haber nacido en una familia con recursos o la de recibir la inesperada visita de un mecenas salvador. En este momento hay cientos, miles de Johannes talentosos pero sin oportunidades. En lugar de esperar la aparición providencial del barón Von Miltiz, es mejor que haya una estructura dispuesta a brindar las oportunidades para que los niños y los jóvenes sean lo que mejor pueden ser, sin milagros ni migajas, sino como política social obvia.

martes, octubre 21, 2025

Conferencia sobre literatura lagunera

 













Este martes 21 a las 7 pm tendré el gusto de compartir una conferencia sobre el medio siglo más reciente de la literatura lagunera (1975-2025), una literatura que en silencio, siempre a los tumbos y muchas veces sin más recursos que el entusiasmo y las uñas, ha proseguido la edificación de carreras diversas, dispares y siempre empeñosas, muchas veces obligadas a la autogestión porque, pese a ciertos avances, La Laguna sigue siendo tierra árida para el ejercicio de las humanidades, espacio donde todavía no vencemos al desierto de la insensibilidad —por ignorancia o simple desdén— ante los productos del espíritu. No abundo aquí. Quien guste asomarse a La Tinta cafebrería (Morelos entre Leona Vicario e Ildefonso Fuentes, Torreón) para escuchar mi alocución, tiene las puertas abiertas como brazos en espera de dar la bienvenida. La entrada es absolutamente libre y sólo se solicita algún módico aporte voluntario, no obligatorio, para apoyar a Palestina mediante el Comité de acción por Palestina en La Laguna.

sábado, octubre 18, 2025

El Quijote de Margit Frenk

 












Margit Frenk cumplió cien años el 21 de agosto pasado. Nació hacia 1925 en Hamburgo, Alemania, y desde hace muchas décadas tiene la nacionalidad mexicana. Por la amplitud y profundidad de sus saberes y por su dilatada carrera sobre todo en la UNAM y El Colegio de México, se trata de lo que habitualmente calificamos como “eminencia”. En su larga trayectoria, la doctora Frenk acumula libros de crítica, compilaciones y traducciones que le han granjeado los más altos reconocimientos que es posible otorgar en México al quehacer académico. Fue, lo digo como dato lateral, esposa del maestro Antonio Alatorre, también notable estudioso de la literatura.

En su libro Cuatro ensayos sobre el Quijote (FCE, Lengua y estudios literarios, México, 2013, 58 pp.), Frenk pone en juego su agudeza para analizar aspectos de suyo atractivos sobre la novela de Cervantes. Lo hace con profundidad, pero sin ubicarse lejos del lector no especializado. Son, pues, asedios que sin renunciar a la hondura en el tratamiento del tema permiten al lector de a pie vislumbrar recovecos no tan evidentes del Quijote, libro que jamás agotará su capacidad de sugerencia.

Los ensayos refuerzan el deseo de claridad desde sus títulos: “El prólogo de 1605 y sus malabarismos”, “El imprevisible narrador en el Quijote”, “Alonso Quijano no era su nombre” y “Don Quijote ¿muere cuerdo?”. Insisto en que la explícita promesa encerrada en los títulos se cumple en cada pieza. Así en el primero, donde Frenk focaliza su reflexión en el más que famoso prólogo cervantino a la primera parte del Quijote. Y lo digo desde ya: creo que un común denominador en los tanteos de este libro radica en el examen de rasgos que hacen a la ambigüedad en todo lo que se relaciona con la novela sobre el esmirriado caballero andante.

El prólogo no es la excepción, y de hecho es en donde arranca el juego de Cervantes con la casa de espejos narrativa en la que ninguna afirmación puede ser entendida como certeza completa. Cada párrafo es terreno movedizo, incluso en el paratexto prólogo, habitualmente tenido como no ficcional: “Cervantes se ha encargado de que la voz que habla en el prólogo sea la suya y, a la vez, no lo sea. Al mencionar varias veces a don Quijote como si fuera un ser real, está ya con un pie metido en la por él inventada historia del caballero manchego y ‘ficcionalizándose’ a sí mismo”. En efecto, no sabemos desde allí si quien escribe las páginas liminares es el autor mismo o un personaje inventado por el autor mismo que simula ser el autor mismo: “Cervantes ha introducido en su prólogo a un personaje ficticio, con el cual finge dialogar. Así, por vía doble, ese que creíamos ser ‘Cervantes’ se nos convierte en un ente de ficción”. Este recurso no es un mero pasatiempo para desesperar al lector, sino algo más entrañable, como lo consigna Frenk: “en el Quijote nada es de manera definitiva, sino que todo está en movimiento, en una fluctuación constante, que da fe de que la realidad es inestable, cambiante, contradictoria, como lo somos los seres humanos. Por eso la ambigüedad consustancial de la obra, desde el ‘Desocupado lector’ del primer prólogo hasta las últimas palabras de la segunda parte. Ambigüedad inquietante, sí, pero que nos está trasmitiendo una idea liberadora: que no existe en este mundo una sola verdad”.

El segundo momento del libro trabaja en la misma orientación, la de la ambigüedad, en este caso sobre el narrador de la historia. ¿Quién es?, nos preguntamos a cada rato: “¿de quién es la voz del narrador en el Quijote, si no es la de Cervantes? Es de una entidad que se basta a sí misma, independiente de su autor. La crítica cervantina de las últimas décadas lo ha llamado ‘supranarrador’, ‘narrador externo’ y, más técnicamente, “narrador extradiegético-heterodiegético’”, un narrador que “entra y sale de la escena y vuelve a entrar, caprichosamente, cuando se le antoja”, de suerte que “Son infinitas las situaciones sobre las que el narrador proyecta sus dudas, con expresiones como quizá, al parecer, debía de, se cree que, dicen que, es opinión que, parece ser que…”, y otra vez parece que salimos de un mundo de certezas estables para ingresar a otro espacio igualmente incierto: “Las frecuentes expresiones dubitativas de ese narrador supuestamente omnisciente nos enfrentan a una realidad inestable, insegura”.

Los dos ensayos finales, ya lo adelanté, aran el mismo territorio: Cervantes, con malicia y no por descuido, construyó una historia en la que la realidad es como la realidad, no una, sino varias, tantas como subjetividades la perciban. Por eso la suma de dos ambigüedades más: la del nombre del Quijote, que nunca sabemos bien a bien cuál es (“no ha faltado quien se refiera a este nombre como uno más de los que se adjudican en la novela al hidalgo. Habla Laín Entralgo de ‘un hidalgo manchego del que nunca sabremos si se llamaba Alonso Quijano, o Quijana, o Quijada, o Quesada’”) y el hecho de que tampoco tengamos total certidumbre acerca de la condición en la que murió, si cuerdo o loco: “Pienso que Cervantes no sería Cervantes si en ese final de su obra hubiera renunciado a la ambigüedad, si no hubiera proyectado sobre la afirmación de la cordura de su héroe un gran signo de interrogación”, así que “cuando don Quijote habla de caballerías, enloquece; cuando habla de otras cosas, está cuerdo. Y esta antítesis perdura hasta el final”.

Dado todo lo anterior, la almendra del libro (de Frenk) está en sus énfasis sobre la inestabilidad del Quijote, el permanente coruscar de señas que llevan a un lugar que a su vez emite señas que nos traen de regreso al sitio de donde partimos o a otro distinto. Lo dicho: el Quijote es inagotable y los cuatro ensayos de la centenaria Margit Frenk han colocado cuatro piezas más en el infinito rompecabezas cervantino.

miércoles, octubre 15, 2025

Potencias de la duda


Reencontré este apunte inédito desde hace trece años, cuando todavía era padre de tres pequeñas que ya son adultas. Sirve aún:

A veces, muy a veces, menos seguido de lo que deseo pero sí a veces, cada mucho tiempo más bien, me siento medianamente complacido por una respuesta a mis hijas. Me pasó ayer, y cuento.

No sé por qué razón ni en qué materia, el libro de Formación cívica y ética de sexto grado viene insistiendo en asuntos relacionados con la personalidad y la consciencia de esa personalidad en los pequeños. Supongo que es por la edad que atraviesan: como están al borde de la adolescencia, lo que equivale a decir que están al borde de una zanja, algunos capítulos de su libro han planteado tareas específicas a mi pequeña: escribir su autobiografía, autorretratarse a lápiz, anotar sus rutinas y todo eso. Supongo, reitero, que esos planteos sirven para afirmar al niño, para hacerle ver su condición de individuo excepcional y amacizar su autoestima.

En la tarea de ayer había tres encomiendas: 1) describir las virtudes que el propio niño percibe en sí mismo; 2) describir igualmente sus deficiencias; y 3) comentar cómo pueden sus virtudes ayudar a subsanar sus defectos. El inciso más difícil para mi hija fue el primero, tanto que se acercó a pedirme ayuda. Ella es, creo, un ser humano extraordinario, atiborrado de capacidades y sensibilidad; no lo digo sólo yo (aunque para mí sea fácil declararlo): sus notas y sus maestras me ahorran la incomodidad de elogiarla. Como niña conciente ya de sus potencialidades, sabe que es dueña de virtudes importantes, y una de ellas, la modestia, es la que sirvió para alertarla: sintió que algo andaría mal si se soltaba como si nada describiendo que es puntual, responsable, disciplinada, respetuosa, amable, sensible, cordial, sincera, sencilla y algo más. Me dijo: "Papá, no me gustaría decir eso, se oye mal".

Hace poco, dos semanas antes de lo que narro, me preguntó el significado de la palabra "soberbia", así que lo aplicó en este caso: "Lo que escriba parecerá... ¿soberbio?". Pensé de botepronto en las dos posibles salidas: 1) La de la confianza absoluta, sin titubeos, la del orgullo convencido sin átomo de duda; decirle: "Escribe lo que sabes que eres con total seguridad. Si sabes que eres eso, no dudes en asumirlo". Marginé esa respuesta porque me parece inhumana, no da margen a la equivocación. Opté entonces por la salida 2) La de la precavida incertidumbre: "Escribe ‘creo que soy responsable, aspiro a ser educada, procuro respetar a los demás, me gusta ser puntual y trato siempre de ser solidaria...'". Le hice ver que había allí muchas palabras que suponen un deseo, una aspiración, un propósito, y que el solo hecho, por ejemplo, de querer ser responsable era ya, en sí mismo, una virtud. La niña sonrió, no requirió más explicaciones y de inmediato comenzó a escribir sobre los renglones disponibles de su cuaderno de trabajo.

Algunos me dirán, lo supongo, que sembrar dudas en su "camino al éxito" no es lo más recomendable. Pienso luego, para tranquilizarme y sin afán didáctico, sólo para mí, que el "éxito" que ahora tanto nos preocupa y es tan socorrido en los manuales de autoayuda, no está en alcanzar “el éxito” en sí, sino en sobrevivir a todas las dudas que nosotros mismos nos imponemos y vamos resolviendo con humildad, sin creer jamás del todo en las fachendosas virtudes que a veces nos suponemos y por lo general son meras ilusiones, vanos pedestales para instalar nuestra autoestimita.

Por último, a mi hija le fue bien en su tarea.

sábado, octubre 11, 2025

Cincuenta de Miguel Báez

 









Miguel Eduardo Báez Durán (Monterrey, Nuevo León, 12 de octubre de 1975) es mi amigo desde hace aproximadamente treinta años. Lo conocí cuando frisaba la veintena, poco más o menos, y era estudiante de la carrera de Derecho en la Universidad Iberoamericana Torreón. No recuerdo si fue mi alumno en alguna materia curricular o sólo del taller literario que propuse abrir allá por 1995. Procedo con la sola herramienta de la memoria, por eso la inseguridad de algunas fechas. No importa. Lo que importa es que Miguel mañana cumple cincuenta años y durante treinta de ese medio siglo lo he sentido cerca como amigo, un amigo al que estimo y admiro.

Cuando Miguel llegó a mi taller literario no pasó mucho tiempo para que llevara uno de sus cuentos. En un contexto (más ahora) de escritura deshilachada, sin respeto por el aseo y la claridad ni siquiera entre personas con títulos académicos, aquel joven fue una inmediata sorpresa para mí: escribía con una pulcritud que no correspondía con su corta edad. Sus cuentos se dejaban leer fluidamente, sin los accidentes habituales en las cuartillas de quienes escriben sin saber que escriben mal. La forma de su escritura tenía mucho de intuitivo, de puesta en acto del talento natural, es verdad, pero pronto me di cuenta de que tal pulcritud tenía otro soporte: Miguel había leído vorazmente, tanto que ya era posible hablar con él como si se tratara de un escritor maduro.

Luego de las primeras sesiones en el taller literario ocurrió un hecho que jamás olvidé. Miguel era un tallerista disciplinado y receptivo a los consejos. Su perfeccionismo y su elevada idea de la responsabilidad lo forzaban a llevar un cuento a la semana, casi como si fuera un desacato no llevar algo cada que concurríamos a la sesión. Nos veíamos los miércoles, y durante ocho o nueve oportunidades llevó un cuento distinto por semana. Fue allí cuando le dije que en un taller no era forzoso que los participantes llevaran obra nueva en cada sesión, y que incluso escribir un cuento a la semana ni siquiera era habitual en los cuentistas consumados. “Los escritores deben diversificar su escritura, tratar de manejarse bien en varios géneros”, le dije, y agregué una pregunta: “Además de leer y escribir literatura, ¿qué más te apasiona?” Miguel, sereno como siempre, con la mesura presente en todas sus respuestas, me confesó que le encantaba el cine.

Al revelarme esa otra pasión de su vida, le recomendé escribir reseñas de cine como complemento de su escritura literaria. Le di una mínima orientación sobre la forma general de la reseña y le propuse alimentar una columna en el suplemento La Tolvanera, que yo editaba y aparecía dentro de la revista Brecha. Miguel, muy joven, aceptó el reto y mucho antes de los 23 años se convirtió en el mejor comentarista de cine que a mi juicio ha tenido La Laguna. Tanto fue así que pasados unos pocos años, ya en el 2001, nos coordinamos para que publicara Vislumbre de cineastas, trece ensayos biofilmográficos, libro sobre directores importantes de la cinematografía mundial (Hitchcock, Buñuel, Bergman, Kubrik, Gutiérrez Alea, Malle, Arcand, Greenaway, Ripstein, Wenders, Lynch, Almodóvar y Campion) obra que hasta la fecha sigo considerando la más acabada de su tipo publicada entre nosotros. Un año después, en 2002, publicó Un comal lleno de voces, minucioso ensayo sobre el inagotable Rulfo.

Miguel egresó de su carrera con las mejores notas, siempre fue buen estudiante, y poco después emprendió una maestría en Letras Hispánicas en Calgary, Canadá. Al volver a Torreón comenzó su trabajo como profesor en la misma Ibero Torreón, y a la par siguió en la confección de reseñas de cine. En 2007, con el sello de la Universidad Autónoma de Coahuila, apareció Miel de maple, racimo de cuentos atravesado por las culturas canadiense y mexicana. Poco después, reemprendió el vuelo a Canadá, esta vez a Montreal. Perfecto bilingüe español-inglés, para su radicación montrealense había sumado el francés como tercera lengua. En aquel país se dedicó de lleno a la docencia en varias universidades, siguió con la escritura sobre cine y en el armado casi secreto de una obra narrativa consistente, escrupulosamente vigilada.

Volvió en 2017 a la docencia en las aulas de la Ibero Torreón, y en 2023 publicó, por la Universidad Autónoma de Nuevo León, Encuentros fortuitos, libro de cuentos en los que delata un domino del género que he visto en pocos escritores de nuestro país, y lo digo tanto por el aliento de sus historias como por el cuidado de la forma y la agudeza irónica de su mirada, una mirada que destaza convencionalismos y absurdos de la convivencia humana. Sé que tiene inéditos al menos dos libros de cuentos, tres novelas y, si reuniera el excelente material escrito en torno a películas y series, daría fácilmente para armar cuatro libros más.

Tranquilo, sencillo, respetuoso, ajeno a los ruidosos escaparates del mundillo literario local y nacional, Miguel Báez Durán, con quien orgullosamente comparto el “Eduardo” como segundo nombre, es un amigo, lo reitero, al que aprecio y admiro mucho, de allí que me dé gusto celebrar su medio siglo de vida, de amistad y, en su caso, de lúcida e inteligente vinculación con la escritura.