sábado, diciembre 13, 2025

Literatura lagunera: conferencia completa










Conferencia completa titulada “Medio siglo de literatura lagunera. Hitos y pendientes”, que en julio ofrecí Durango (Feria Duranguense del Libro) y en octubre en Torreón (La Tinta Cafebrería). En este espacio ya había publicado fragmento. Va aquí el texto completo al que le faltan las imágenes que proyecté de modo presencial, además de los gestos y los énfasis que sin remedio se pierden en la exposición escrita:


Medio siglo de literatura lagunera. Hitos y pendientes

Jaime Muñoz Vargas


Preámbulo necesario

De entrada, una pregunta retórica: ¿por qué el título de esta anotación se refiere a medio siglo? ¿Antes de 1975 no había literatura en La Laguna? Por supuesto, sí la había. No mucha, pero la había. Hacia mediados de los setenta destacaban varios escritores locales, todos con poca o nula proyección nacional. Eran escritores que desde su juventud, en la década de los cuarenta, se habían hecho notar como poetas o ensayistas sobre todo en las páginas de nuestros diarios. Las dos o tres librerías de viejo que todavía existen en Torreón dan fe, por los ex libris, de que aquellos autores tenían bibliotecas muy decorosas, y varios acometieron la publicación de sus propios trabajos en ediciones presumiblemente pagadas y cuidadas por ellos mismos, y es muy probable que su repercusión en la vida cultural de la comarca no haya pasado de los círculos sociales en los que se movían.

El producto más notable de aquella época —estoy hablando de los cincuenta y los sesenta—, fue la revista Cauce, alimentada y editada por el grupo organizado bajo mismo nombre. Su periodicidad era variable, como ocurre con casi todas las publicaciones culturales de provincia, y sus contenidos se ceñían al tratamiento de temas literarios o filosóficos, comentarios sobre libros, poemas y textos en prosa que no llegaban a ser cuentos. El mayor logro de Cauce fue recoger material de y sobre Pedro Garfias, quien vivió un breve periodo de su vida en Torreón.

En la década de los setenta, los integrantes de Cauce, quienes se dedicaban a la docencia, al periodismo o a profesiones cercanas al derecho y la administración, ya eran hombres entrados en años, y colaboraban con artículos y columnas en la prensa local, con poca producción bibliográfica. Aunque no en todos los casos, sus trabajos literarios no eran ingenuos. Tenían, sin embargo, un cierto tono oratorio, muy solemne, a veces con demasiadas concesiones al color local y una mirada conservadora. Sus modelos no eran malos, sólo algo anticuados. Digamos que en el caso de la poesía, por ejemplo, Darío o Nervo todavía andaban por allí, en sus creaciones. La idea del verso medido y rimado marcaba a fuego su labor literaria, y con dificultad se animaron a la práctica de la narrativa, por eso no les heredamos cuentos ni novelas.

Nuestra región no tenía un movimiento literario efervescente, pero algo había y se manifestaba sobre todo en los pocos rincones culturales que ofrecían las páginas de la prensa local. Los nombres que puedo mencionar entre aquellos escritores son Enrique Mesta, Salvador Vizcaíno, Rafael del Río, Emilio Herrera, Joaquín Sánchez Matamoros, Raymundo de la Cruz, José León Robles y algunos más, ninguna mujer. Debo subrayar que Enriqueta Ochoa fue alumna de Rafael del Río, pero su radicación, su formación y lo mejor de su producción ulterior no se dieron en nuestra región, y un desarrollo similar se había dado años antes en las carreras de Magdalena Mondragón y Francisco L. Urquizo.

Reviso ahora, por periodos, cómo avanzó nuestra literatura, el arte que más logros ha dado a La Laguna, lo que es posible probar estadísticamente si nos atenemos a un dato: la cantidad de premios nacionales que ha obtenido en la disciplina. Todo se ha logrado casi desde la Nada, sin muchos respaldos institucionales, a puro pulmón individual.


Los setenta y un taller de arranque

Hacia mediados de los setenta La Laguna tuvo una grata noticia: se había inaugurado la Casa de la Cultura de Gómez Palacio y gracias a esto el INBA, instancia administradora de tales espacios, impulsó varios programas de trabajo en La Laguna. Uno de ellos fue la creación del Taller Literario de La Laguna, Talitla, gestionado por el escritor ecuatoriano Miguel Donoso Pareja, y cuyo moderador fue el poeta zacatecano José de Jesús Sampedro. El Talitla sesionaba cada quince días en dos sedes, las Casas de la Cultura de Torreón y de Gómez Palacio. Allí comenzó a brotar una nueva mirada, con modelos literarios más modernos. Los integrantes de aquel taller no crearon alguna revista sólida ni formaron bloque en algún suplemento cultural de periódico, pero sí comenzaron a escribir de otra manera, más actualizada. Entre sus participantes estuvieron Joel Plata, Antonio Jáquez (quien luego tendría una brillante carrera como reportero en la revista Proceso), Jorge Rodríguez, Rocío Lazalde, Marco Antonio Jiménez y Francisco José Amparán. Los más destacados, pues ganaron premios nacionales y publicaron fuera de nuestro espacio, fueron los dos últimos, autores que ya basaban su escritura en modelos contemporáneos. El caso de Amparán fue tan restallante que se convirtió de golpe en el narrador más conocido de La Laguna en el contexto nacional, esto sin abandonar su residencia en nuestra región. Amparán —o Panchín, como se le conocía— ganaría el premio de cuento de SLP en 1985 y hasta 2010 siguió publicando literatura en abundancia además de artículos para la prensa.

A finales de los setenta se da otro rasgo favorable para la literatura del Nazas:  La Opinión, el diario más antiguo de la región, comenzó a acusar en sus páginas editoriales la presencia de colaboradores con una postura más cercana a lo que ya desde entonces se ubicaba bajo el abanico del llamado progresismo. Para identificarse usaron el acrónimo Codeliex (Comité de defensa de la libertad de expresión). No todos eran escritores, pero entre sus intereses intelectuales no dejaban de aparecer el cine, el teatro, la política, la filosofía y obviamente la literatura. El periódico estaba bajo la dirección de Velia Margarita Guerrero, quien tenía una mirada abierta en relación con lo social, de suerte que, entre otras iniciativas, tuvo en sus páginas el servicio informativo de CISA, la agencia informativa de la revista Proceso, fundada en 1976, y la columna diaria de Manuel Buendía.

Había sólo un taller literario y cuatro o cinco librerías; las universidades y los ayuntamientos aún no publicaban nada, pero, pese a esto, los setenta terminaban con buenos augurios para la década siguiente.


Ochenta, todo se acelera

Los ochenta fueron un periodo de aceleración de la literatura lagunera. Hay en estos diez años al menos cinco o seis hitos que bien vale traer acá. Uno de los primeros se dio cuando el ayuntamiento de Torreón comenzó el auspicio de algunas publicaciones en formato de libro. No fueron numerosos, pero al menos determinaron que el presupuesto público destinado a la cultura también podía ser canalizado hacia la publicación. Entre otros, recuerdo la reedición de una novela de Magdalena Mondragón y un breve poemario de Saúl Rosales.

Y a propósito de Saúl, su regreso de 1981 a La Laguna, su tierra, es un hecho bisagra para la literatura lagunera. Había vivido veinte años en la capital del país y tras su vuelta comenzó a proponer un corpus de lecturas que determinaría un salto sustancial y definitivo a lo moderno entre los jóvenes aspirantes a escritores.

Saúl Rosales se reinstaló en La Laguna y comenzó a laborar en el diario La Opinión como corrector de estilo; pronto, también, arrancó su trabajo como profesor en la carrera de Comunicación del Iscytac, universidad privada. Entre 1982 y 1983, junto con Agustín Velarde y Enrique Rioja del Olmo encabezó el proyecto de la Opinión Cultural, suplemento dominical de La Opinión. Ya hacia 1984 asumió solo el trabajo de editor. Se trataba de un tabloide de ocho páginas encartado cada semana entre las páginas del periódico. Este fue un medio de vanguardia en la región, ya que sus contenidos se alejaban de los modelos más o menos asentados entre los lectores. De golpe, aparecieron textos de y sobre escritores que en aquel momento marcaban el tono de la actualidad, de las vanguardias, del Boom. Muchos lectores, entre los que me incluyo, conocieron en aquellas páginas a Mayakovski, Brecht, Faulkner, Cortázar, Vallejo, Borges, por citar sólo algunos nombres que en general jamás habían circulado en la prensa lagunera. Junto con esto, el editor compartía obras de y sobre nuestros clásicos, como Cervantes y Sor Juana. Asimismo, y esto fue el rasgo más relevante del tabloide, las páginas se abrieron a la escritura de muchos colaboradores, la mayoría jóvenes que en aquel espacio encontraron (encontramos) un vehículo para volcar nuestro apetito por publicar lo que escribíamos y en general se apartaba o quería apartarse de la estética todavía predominante en nuestro entorno, la del color local y el verso rimado. En las páginas de aquel suplemento aparecieron los primeros poemas y ensayos de Gilberto Prado, sólo para señalar el caso más saliente de emergencia literaria.

A la par de la Opinión Cultural, Saúl Rosales orientó el trabajo del grupo literario Botella al Mar, al que pertenecí desde su primera reunión. Modestia al margen, fue la asociación de su tipo más destacada de La Laguna en los ochenta, sobre todo en su segundo lustro. Excluyo mis aportes, si es que alguno tuve en aquel momento, pero basta decir que nos convertimos en colaboradores asiduos del suplemento editado en La Opinión y comenzamos a ganar premios literarios. En todo, Gilberto Prado fue siempre el más adelantado: publicó el primer libro del grupo (Exhumación de la imagen, un poemario autofinanciado) y antes de que cerrara la década ganó dos certámenes nacionales de ensayo.

Los ochenta vieron igualmente otros avances. Creció la infraestructura cultural de La Laguna con el rescate y la restauración del Teatro Martínez y poco después la del Teatro Nazas, instituciones que pronto se convirtieron en escenarios de numerosas actividades artísticas. Circularon tres revistas de corte cultural: Suma, de particulares, La Paloma Azul, de la Casa de la Cultura de Torreón, y El Juglar, del Departamento de Difusión Cultural de la UAdeC, y fueron convocados dos concursos locales de literatura: el Magdalena Mondragón de cuento y ensayo propuesto por la UAdeC, y los Juegos Florales del Iscytac para los géneros de cuento, poesía y ensayo; ambos certámenes despertaron fuerte interés en la comunidad lagunera.


Noventa, momento de talleres y revistas

La década de los noventa tuvo en las revistas un enclave importante para la literatura lagunera. En 1990 apareció Brecha, revista que contuvo un suplemento cultural llamado La Tolvanera, que recogió abundantes textos de todos los géneros y sirvió de foro para la literatura crítica y creativa. Poco tiempo después fue lanzada la Revista de Coahuila, que abrió parte de sus páginas sobre todo a la crítica literaria con tendencia a la polémica y a veces al destazamiento. El Teatro Martínez lanzó Estepa del Nazas, revista exclusivamente literaria, que coordinó Saúl Rosales casi desde su arranque hasta 2015. Hacia 1997 salió el primer número de Acequias, revista de la Universidad Iberoamericana cuyos contenidos literarios y académicos se sostienen hasta la fecha. La misma Ibero Torreón comenzó también su trabajo editorial en libros académicos y de creación literaria.

A principios de la década desapareció el grupo Botella al Mar, pero en esos años nacieron otros talleres literarios, como el del Teatro Martínez, el de la UAdeC (que venía de finales de los ochenta) y el de la Ibero Torreón. Estos espacios fueron dinamo de numerosas vocaciones, tanto que allí se formaron escritores que más de veinte años después gozan de lectores y reconocimiento, como Vicente Alfonso, Daniel Herrera, Miguel Báez, Carlos Velázquez, Carlos Reyes, Angélica López Gándara, Idoia Leal, Salvador Sáenz, Daniel Lomas y, mucho más recientemente, Elena Palacios y Alfredo Castro, la mayoría ya publicados al menos una vez por sellos foráneos.

También en este periodo se afianzó el crecimiento de la infraestructura cultural, en donde destaca la articulación del Museo Arocena. El TIM abrió el primer grupo de lectura formal de La Laguna: el Café Literario que hasta hoy sigue en funciones.

 

Nuevo milenio, andanada de libros y de premios 

La llegada del nuevo milenio trajo como noticia literaria para nuestra región un aumento considerable de las publicaciones en libro. El ayuntamiento de Torreón impulsó la edición de colecciones y la Ibero Torreón fortaleció su trabajo editorial; en general, ambas instituciones han continuado, sin solución de continuidad, con esta labor.

Fue creada por aquellos años una Escuela de Escritores encabezada por la escritora Teresa Muñoz, y varios escritores laguneros ganaron importantes premios nacionales. La popularización de internet trajo como posibilidad la creación de blogs, a la que adhirieron muchos escritores, aunque la mayoría pronto los abandonó. Varios escritores de nuestra región, como Gerardo García, Fernando Fabio Sánchez, Édgar Valencia, Gilberto Prado y el mismo Vicente Alfonso, Frino, cambiaron de radicación y se fueron a vivir, por estudios o trabajo, a otras ciudades del país o de Estados Unidos y Canadá.

La primera década del nuevo milenio fue en general de asentamiento de lo proyectado al final de los noventa, pero resultó notoria la desaparición o caída en desgracia de las publicaciones periódicas relacionadas con la cultura en general y con la literatura en particular.


Quince años finales

Los quince años que van de 2010 a la fecha han fortalecido el cuerpo disperso pero sólido de la literatura lagunera. No hay grupos destacables, pero las individualidades han ramificado sus logros en varios sentidos: han sido ganadores de muchos más premios y becas, han publicado en sellos comerciales de gran difusión, han obtenido grados académicos de maestría y doctorado y con frecuencia publican en medios de prensa nacionales con gran llegada al lector. Se ha dado el caso, incluso, de que han sido traducidos a idiomas como el griego, el inglés y el italiano. Un ejemplo en el que convergen todos estos méritos es el de Vicente Alfonso, sin duda el escritor que más proyección internacional ha alcanzado en la historia de nuestra literatura.

Dos fenómenos destacables junto a la saludable inercia, aunque siempre insuficiente, de los talleres y las ediciones hemero y bibliográficas, es el de los clubes de lectura que se han popularizado en la región; están configurados sobre todo por mujeres, y poco a poco ha asentado este tipo de trabajo literario nada desdeñable en una región con un número siempre escaso de lectores. El otro fenómeno es el de la publicación de autor. Gracias a las posibilidades de la impresión por demanda, que permite tirajes de veinte ejemplares en adelante, muchos escritores han nutrido el ambiente editorial lagunero con sus libros de cuentos, poemas, novelas, ensayos y obras de otros géneros. En esto ha ayudado la aparición de una figura que prácticamente no existía hace veinte años en La Laguna: la del editor, profesión bien asumida por jóvenes como Ruth Castro, Mariana Ramírez, Fernando de la Vara, Germán Cravioto y Nadia Contreras, entre otros.


Algunos pendientes

La Laguna literaria es un bicho extraño. No ha tenido gran apoyo aparte del recibido por los directamente interesados en la lectura y la escritura, pero se mantiene fuerte y rica en propuestas y logros. Todo ha sido fruto de la espontaneidad, más mérito de individuos que de instituciones. No es mala idea pensar que es hora de añadir a los hitos ya citados, muchos de los cuales son un buen punto de partida, otro tipo de realizaciones, para lo cual se requieren las iniciativas públicas y privadas. Por ejemplo, la formalización en el mundo académico de alguna instrucción relacionada con lo literario, el asentamiento de una feria del libro en La Laguna, el impulso a la publicación de más libros y la creación de librerías y talleres en otras ciudades laguneras además de Torreón, nuevos concursos y quizá un encuentro que atraiga personalidades capaces de estimular a los jóvenes escritores de la región.

Se ha logrado mucho casi sin nada, tanto que La Laguna es una rara potencia literaria pese a que se trata de una región sin capitales políticas, pero es un hecho que a todo se podrían sumar nuevos emprendimientos, proyectos que trasciendan lo individual y den por fin un soporte social a la literatura lagunera. Que así sea.

miércoles, diciembre 10, 2025

Pequeño antídoto antiolvido

 







Entre otras, una de las tragedias de la mente humana es su poca capacidad para memorizar. Esto es más evidente para la persona con hábitos de lectura algo voraces. Por más que se ponga empeño en retener, por más que la página se pueble con notas o en hojas aparte se asienten comentarios, pasado un tiempo a veces nada largo lo leído se diluye de la mente hasta no quedar ni un mínimo vestigio de lo que, en teoría, se iba a mantener incólume ante los embates corrosivos del olvido.

Escrita por George Steiner en alguno de sus demasiados ensayos, leí una defensa de la memorización como parte del aprendizaje, habilidad a veces desdeñada por ciertas pedagogías que la sienten anticuada, indigna de fomento entre los estudiantes. ¿Para qué memorizar, si todo está al alcance de un telefonito con internet? No sin sorpresa de mi parte, algunos alumnos han celebrado la buena memoria que supuestamente exhibo. Agradezco la amable percepción, pero lejos estoy de sentir que tengo buena memoria. Tampoco es mala, y creo que se muestra mejor en las secciones improvisadas de las clases o las conferencias, allí donde uno debe responder de botepronto, sin asomarse al Google. Sé que hay portentos de buena memoria, y que en el pasado hubo incluso generales capaces de saber el nombre propio de cada uno de sus cientos de soldados, y de hecho la rima en la poesía tenía un fin mnemotécnico, de allí que muchos poemas de largo aliento quedaran sujetos en la mente de los antiguos. Lo he dicho y escrito varias veces: los dos amigos más Funes que he conocido son Gerardo García y Gilberto Prado: ambos me han dejado boquiabierto con su capacidad de retención.

He notado que en los años recientes mi memoria de un libro se pierde a las pocas semanas, quizá a los pocos días. Lo que queda es un relente de lo leído, apenas un lejano vapor de recuerdo, y por supuesto nada de orden textual. Si vagamente recuerdo que en tal o cual libro había una frase memorable y la necesito exacta, debo buscar el subrayado, pues me resulta imposible reconstruirla sin merma o tergiversación.

Ante la realidad del olvido que en corto tiempo arrasa las maravillosas frases e ideas que encuentro en los libros, frases e ideas que tienen toda la apariencia de ser inolvidables, he optado por un camino tranquilizador, el único que se me ocurrió para no desembocar en la amargura: gozar en estricto tiempo real y resignarme a subrayar lo que es o parece imborrable y sé que terminará olvidado. Mientras no olvide que lo subrayé, el olvido no se saldrá del todo con la suya.

sábado, diciembre 06, 2025

Bajo la gravitación de Raquel

 











La novela Sombra de Raquel (Iberia Editorial, Torreón, 2025, 126 pp.), primer libro individual de Jorge Luis Gaytán, narra la andanza de Adrián, profesor rural en la sierra de Durango, joven adulto que enfrenta su responsabilidad profesional sumido en la nostalgia de una mujer que taladra hasta sus más ordinarios pensamientos. El contraste entre la vida en la precariedad serrana y el recuerdo de los días de plenitud amorosa establece un desasosegado vaivén en el interior del protagonista, quien evidencia, entre otras lesiones espirituales, los estropicios del machismo arraigado en su alma quebrada por la falta de un afecto inmediato, el de su padre. Sombra de Raquel es en suma una historia en la que somos testigos del buceo en las aguas profundas y muy oscuras de un ser aherrojado a la confusión de los sentimientos, como escribió Zweig.

La descripción anterior es la sinopsis que firmo en la contratapa de Sombra de Raquel, novela que su autor nos compartió hace dos o tres años entre las paredes del taller literario del Teatro Isauro Martínez de Torreón. Como coordinador de ese espacio, fui testigo entonces de su desarrollo en tiempo real, de su romper el cascarón. Junto con los demás talleristas compañeros de Jorge Luis, semana tras semana o quincena tras quincena me fui enterando de la circunstancia que apesadumbra al protagonista de la historia, un joven abrumado por tribulaciones ineludibles. Se trata, sin duda, de una ópera prima que desde ya exhibe a un narrador talentoso, dotado de capacidad de observación y prosa bien templada.

Dije “capacidad de observación” y sospecho que es necesario corregirme. Debo decir, para ser más preciso, capacidad de introspección, dado que la mirada de Gaytán, sin desentenderse del entorno en el que se mueven sus personajes, focaliza su atención en el interior del protagonista, lo escudriña hasta los más recónditos pliegues de su alma. El autor bucea en el espíritu de Adrián y en tal exploración no encuentra claridad, equilibrio, sensatez, sino inestabilidad, desgarramiento, confusión y poca fuerza para resistir a su caída libre en el abismo.

Jorge Luis Gaytán Fernández nació en San Pedro de las Colonias, Coahuila, 1989. Actualmente radica en Torreón. Es profesor de telesecundaria en el Sistema Estatal de Telesecundaria del estado de Durango. Asiste al taller de literatura del TIM desde 2015. Ha publicado cuentos en el colectivo Narrar a mediodía y en las revistas Estepa del Nazas y Acequias, además de la plaquette Leer Libres.

Adrián, personaje central de Sombra de Raquel, es maestro en la sierra de Durango, en la zona tepehuana. Pese a las dificultades que esta chamba supone, hace su mejor esfuerzo para enseñar algo a los niños indígenas. El idioma es un obstáculo, pero él trata de franquearlo a punta de señas y unas cuantas palabras obtenidas en el dialecto local. Su contacto con la modernidad se da gracias a que tiene un sistema de energía solar que le carga las baterías del celular y de la computadora, herramienta que usa mucho para ver películas en CD. El mundo serrano, con sus árboles, sus montañas, sus brechas, sus barrancos, su lluvia y su frío, es puntualmente descrito en las páginas del libro, ciertamente, pero no es lo fundamental. Es más bien el infierno interior de Adrián lo que aborda esta novela, su trastabillante ir y venir en torno a la querencia de Raquel, la novia con la que recién terminó pero a la que todavía desea. La desea de hecho como un perro, y en la viscosidad de sus sentimientos y apetitos no alcanza a saber qué camino seguir, si buscarla otra vez o resignarse al finiquito de la relación. Aquella mujer lo enloquece, dicho esto al margen del lugar común, de modo literal.

Sombra de Raquel trabaja en dos mundos: por un lado, el espacio tepehuano donde el profesor debe cumplir con su misión, que es la de enseñar como se va pudiendo a los niños del lugar. Allí, en ese contexto adecuado para la docencia heroica, Adrián es ininterrumpidamente mordido por el recuerdo de su exnovia, quien con su sombra no lo deja trabajar en paz. Tanto es el deseo que Raquel le impone y tan frágil es la biología de Adrián que accede, como paliativo, a congeniar con Ixel, la madre de uno de sus alumnos, una tepehuana ya algo transculturada y bella. Pero Adrián sabe que eso no tiene futuro, que para él es un mero trámite fisiológico, pues su cabeza está puesta en el otro contexto de la novela: el de la ciudad donde conoció y vive la musa de sus desgracias, la mujer que invade todo su tiempo: Raquel.

En el zig zag entre el trabajo del aula serrana y las horas muertas en el cuartito asignado para el profesor dentro de la propia escuela, la pesada sombra de Raquel se materializa al grado de asfixiarlo, y es aquí donde Jorge Luis Gaytán luce sus mejores prendas de narrador: su inmersión en el ser del protagonista logra un dibujo muy bien logrado de la mezcolanza emocional que tiene como escenario su conciencia, las aguas profundas de un ser apaleado por sus demonios reales e inventados. Trata de ser racional, pero hay algo de zoológico en sus decisiones, como si un impulso visceral, animal, lo dominara hasta forzar su regreso a la destrucción/autodestrucción que representa el vínculo con la añorada Raquel.

Nuestro personaje es un joven adulto. En teoría puede solo con el paquete de la confusión que lo atraviesa, pero no. El apiñamiento del instinto sexual, el machismo por volver con Raquel para volcar en ella una especie de revancha, la culpa por una mala decisión y el fardo del desamor sentido hacia su padre ausente configuran en su interior un lío muy difícil de desenredar por la cabeza del profesor. Ante eso, el joven avanza a ciegas, tentaleante, guiado casi nomás por la mano temblorosa del azar. El cierre de la historia nos confirmará si Adrián, o lo que queda del abrumado Adrián, desembocará en una situación que lo apacigüe o en otra peor a la que ya ha padecido y, sobre todo, hecho padecer a su exnovia.

Desde el punto de vista de la forma, Sombra de Raquel contiene una especie de preámbulo y doce capítulos denominados “Días”, el lapso que abarca la novela. Su estilo es fluido, con la dosis exacta de poesía para que la historia no pierda transparencia narrativa. Es, insisto, un primer libro urdido con malicia y talento para explorar los entresijos de un alma atormentada. Que sea Sombra de Raquel el primer título de muchos más en la carrera literaria de Jorge Luis Gaytán. Ojalá.

Nota. La novela Sombra de Raquel está a la venta en La Tinta Cafetería, avenida Morelos 559 poniente, 27000 y El Astillero Librería, avenida Juárez 87 oriente, planta alta, Torreón, Coahuila, y en el Museo Madero “Centenario de la Revolución”, avenida Hidalgo y calle Viesca, en San Pedro de las Colonias, Coahuila.

miércoles, diciembre 03, 2025

Cuando todo sale bien

 








Tampoco es para tanto. Eso que salió bien, a lo que se refiere el título de este apunte, es una secuencia de actividades de condición más o menos rutinaria, pero no sé por qué me llevó a pensar la frase “cuando todo sale bien”, más apropiada para título de una novela melancólica con final tenuemente feliz, no para esta columna. De todos modos guardaré la frase por si en algún momento del futuro sirve al menos para un cuento que le infunda mayor sentido.

El asunto es que ayer martes salí desde temprano hacia el periférico. Dadas mis circunstancias laborales de 2025, cambié de rutinas, una de ellas radicalmente omitida: usar el periférico Torreón-Gómez-Lerdo. Fue durante mucho tiempo una tortura, y aún lo es cada que vuelvo a requerir de sus servicios, por suerte ya muy esporádicamente. Casi sin falla, al recorrer esa ruta espantosa me topo con embotellamientos por cualquier motivo, sobre todo de vehículos varados por descompostura, choque o falta de gasolina, lo que tapona el flujo y provoca inmediato caos. Para mi pasmo, el tramo recorrido fue fluido y llegué sin contratiempos a mi primer destino.

El segundo asunto fue desahogar una conferencia en la secundaria de la que egresé, la Ricardo Flores Magón de Ciudad Lerdo, que este año cumple sesenta. Todo avanzó con normalidad, la atención del público no se dispersó y mi temor de siempre en estos casos, que fallara algo con la computadora o el proyector, no se dio. Fue una actividad muy grata para mí frente a maestros y alumnos en mi querida escuela ya sexagenaria. Segunda palomita del día.

Aproveché la salida para desahogar un trámite bancario y tuve la sospecha de que un detalle mínimo lo atoraría. Lo de siempre, una pequeña cagada del destino de esas que impiden consumar un asunto y obligan a volver a la sucursal o a llamar al call center, lo cual suele inquietar porque jamás sabemos si el acceso a la atención telefónica será fácil o kafkiano. Pero no, fue el tercer ítem despachado sin dificultad.

Al regreso supuse que ya era hora de que en el camino ocurriera algo para estropear la módica felicidad conseguida durante el día. Nada pasó, ni un choque, ni un auto echado a medio puente, ni un agente de tránsito en plan recaudatorio. Nada. Me sentí muy raro, casi incómodo. Esto es lo que pasa cuando todo sale bien.

sábado, noviembre 29, 2025

El personaje Rulfo


 








Es imposible pensar en la repercusión de los dos famosos libros (El Llano en llamas y Pedro Páramo), y sobre todo de la novela que en este 2025 cumple 70 años, sin aproximarnos al enigma Rulfo. Como ocurre con todo lo que se refiere a él, hay muchos testimonios de quienes lo conocieron y lo trataron. Me ciño por ahora a dos: el de Elena Poniatowska en el libro ¡Ay vida, no me mereces!, y a la conferencia “La persona Juan Rulfo”, de su coterráneo Antonio Alatorre. Para empezar, es un hecho que Rulfo fue un sujeto tímido, retraído, callado y por ello enigmático. Carballo, en una entrevista de 2006, apunta que en esa manera de ser se basó buena parte del éxito alcanzado por el personaje Rulfo:

“Rulfo no se dedicaba a promoverse. Rulfo le tenía miedo a la fama. Al final le daba gusto, pero él no ayudó a hacer su fama, más bien se escondía de la fama y eso le cayó muy bien a la gente. El huir de la promoción fue lo que le cayó bien a la gente: el escritor humilde y talentoso. Era hábil, y con eso hizo más propaganda sin hacer propaganda. Muchas gentes, como Fuentes, como Paz, hacían mucha publicidad y no tuvieron la ventaja que tuvo Rulfo. El escritor sencillo, huraño, que escribió un libro”.

Poco antes de morir, a Poniatowska le hizo este comentario luego de que ella lo elogia:

“—Me refería a que tú eres un gran escritor.

—Pues yo siento que soy un pobre diablo, así es el sentimiento que yo tengo, soy todo deprimido y marginado.

—Eres más ocurrente que eso, Juan.

—Eso sí, tengo mis ocurrencias. Pero lo que no me gusta es la gente, hablar en público, no me siento bien, nada bien. Me entra el pánico, me deprimo mucho, por eso te digo que soy deprimido, me entra la depresión baja y siempre tengo la presión baja, entonces me entra una depresión más baja que la depresión”.

Alatorre, su paisano de Jalisco, describe en “La persona Juan Rulfo” algunos pasajes de su vida, incluso de su genealogía. Los abuelos y los padres fueron personas pudientes en su época. Lamentablemente, al nacer, las escaramuzas de la Revolución no se habían apagado y pronto, en su niñez y por su rumbo, se desató la revuelta cristera (1926-1928) donde su padre, Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, fue asesinado. Poco después murió María Vizcaíno, su madre, y el niño terminó, como sus hermanos, en un orfanato. En la frialdad de aquel espacio comenzó a leer, lo mismo que en el seminario, donde estuvo un tiempo hasta que lo enviaron a la ciudad de México a vivir con un tío militar. En la capital, el tío le consiguió un trabajo menor en Migración, donde coincidió con el escritor Efrén Hernández, quien detectó que su amigo Juan leía y escribía, y lo estimuló a mostrar sus cuentos. Con reticencia, Rulfo aceptó publicar un primer relato. Nuestro autor volvió a Guadalajara como empleado de Migración, y allí se encontró con sus paisanos Arreola y Alatorre, quienes le arrancaron otros dos cuentos. Al retornar a México, consiguió otra ocupación, el de la Goodrich Euzkadi, como vendedor de neumáticos de ciudad en ciudad por muchos lugares del país. Por entonces ya se había casado con Clara Aparicio, y ya tenía hijos. Al dejar esa empresa, agarró otro pequeño empleo en la Secretaría de Gobernación, y al entrar la década de los cincuenta obtuvo la beca del Centro Mexicano de Escritores, donde escribió Pedro Páramo.

En revistas publicó algunos adelantos de su novela aún no con el nombre definitivo. El título tentativo más famoso fue “Los murmullos”, e incluso hubo un momento en el que Comala no se llamó así, sino Texcacuesco, y Susana San Juan llevó un nombre distinto y muy extraño para el tono de la historia: Susana Foster. El 16 de marzo de 1985, Excelsior publicó un texto de Rulfo que recuerda detalles de la escritura de Pedro Páramo, cuando era becario del CME:

“En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que durante muchos años había ido tomando forma en mi cabeza. Sentí por fin haber encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules. Al llegar a casa, después de mi trabajo en el departamento de publicidad de la Goodrich, pasaba mis apuntes al cuaderno. Escribía a mano, con pluma fuente Sheaffers y en tinta verde. Dejaba párrafos a la mitad, de modo que pudiera dejar un rescoldo o encontrar el hilo pendiente del pensamiento al día siguiente. En cuatro meses, de abril a agosto de 1954, reuní 300 páginas. Conforme pasaba a máquina el original destruía las hojas manuscritas”.

Cuando la terminó y comprometió su edición con el Fondo de Cultura Económica, Rulfo tuvo que dar forma definitiva al libro. Se dice que le podó decenas de cuartillas, y que fue Arreola quien lo ayudó a organizar la versión definitiva. Al salir al mercado, poco a poco, la vida de Rulfo pasó al estrellato, a la visibilidad, pero él no pudo abandonar su personalidad huidiza y hasta apocada. Lo esperaban muchas entrevistas, el asedio de la crítica, los reflectores, los viajes, la molestia del asedio.

Nota. Fragmento de la conferencia titulada “Comala está de fiesta. Pedro Páramo cumple 70 años” que se celebró en la cafebrería La Tinta, Torreón, el 26 de noviembre de 2025.

miércoles, noviembre 26, 2025

Pájaros muertos


 









La metáfora del pájaro muerto atraviesa el libro Contra el progreso (Paidós, 2025, 169 pp.), de Slavoj Žižek (Liubliana, Eslovenia, 1949), quien la plantea en este impecable párrafo de arranque: “En la película de Christopher Nolan El truco final (El prestigio) [2006], un mago hace un truco con un pajarito que desaparece en una jaula aplastada en la mesa. Un chiquillo del público empieza a llorar, afligido por la muerte del pájaro. El mago se acerca a él y termina el truco haciendo aparecer suavemente un pájaro vivo de su mano; pero el niño no está convencido e insiste en que debe de tratarse de otro pájaro, el hermano del muerto. Después del espectáculo, vemos al mago solo, tirando un pájaro aplastado a la basura, donde hay otros muchos pájaros muertos. El muchacho tenía razón. El truco no podía hacerse sin violencia y muerte, pero su efectividad depende de la ocultación de los residuos rotos y escuálidos de lo que ha sido sacrificado, deshaciéndose de ellos donde nadie importante los vea. Ahí reside la premisa básica de la noción dialéctica de progreso: cuando llega una etapa nueva y superior, debe de haber un pájaro aplastado en algún lugar”.

Uno de los pájaros muertos del actual “progreso” (comillas tan horribles como necesarias en esta frase) es la noción de verdad. Ya sabíamos que de repente, con el auge de las nuevas tecnologías de la información, comenzamos a convivir con un maremagno de noticias falsas o fake news. Este tipo de noticias, claro, ya existía, pero no en la cantidad que nos invade ahora. En la era preinternética, digamos, una noticia falsa podría ser rastreada y desenmascarada por alguien, y el público podía sopesar, a veces demasiado serenamente porque le sobraba tiempo, los argumentos puestos a su consideración. Las cartas se apoyaban en una mesa con dimensión humana, podían analizarse sin apremio.

Hoy, ante la superabundancia de falsedades empujada además por el fentanilo de la IA, se ha creado en el público una especie de bloqueo: entre miles, llega una notica falsa más y nadie se dedica a desmontarla porque eso requeriría tiempo y paciencia, y si alguien lo hiciera y presentara el resultado, todo haría pensar que su indagación ha producido otra noticia falsa. La respuesta ante las fakes es pues, ahora, la indiferencia, pasar pronto de largo para que la verdad se reafirme como un pájaro muerto más de la infodemia que el progreso nos ha traído.

Hay una opinión que con frecuencia viene a cuento cuando se sobrevuela este problema. Es la formulada por Umberto Eco (Alessandria, 1932-Milán, 2016) en 2015, casi al final de su vida. Como alcanzó a ver la desprolijidad de las redes sociales, hizo al respecto una famosa declaración: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.

Creo que el problema no está en que un “idiota” hable y diga lo que piensa, sino en el hecho de que sean legión y al mismo tiempo generen aluviones de “contenido” ni siquiera urdido discursivamente. Una imagen elaborada a la perfección y fácilmente con inteligencia artificial (Eco no vio esto), y una catarata de respuestas similares, crean algo más peligroso que el enojo o la confusión: crean indiferencia.

Me explico con un ejemplo. Esta semana circuló una foto falsa de Claudia Sheinbaum con Carlos Salinas de Gortari. Jóvenes, parece que ambos conversan informalmente. La imagen es técnicamente perfecta, hasta donde pude apreciar. De inmediato se viralizaron imágenes de Sheinbaum joven con otros personajes, aunque en el mismo contexto y con la misma postura en la que apareció con Salinas, todas igualmente bien logradas. La experiencia que queda en el usuario de las redes es de hartazgo, ya ni siquiera de risa. Si vemos una foto de este tipo, ¿tendremos paciencia y capacidad para indagar si es verdadera o falsa? Supongo que no, que la dejaremos pasar, e igual las noticias. Este sentimiento movedizo, inestable, viscoso frente a las novedades seudoperiodísticas, aleja de la información al ciudadano, lo torna indiferente, con las consecuencias que esto tiene para la formación crítica de los usuarios de las redes, víctimas sin filtros de la ultraderecha en su cruzada mundial por ¡la libertad!

Son tiempos de caos, y lo único que se me ocurre es, ya lo sé, una utopía: no reenviar lo que no estamos seguros de que cuenta con algún sustento verdadero. Reenviar es añadir basura a la basura, seguir matando pájaros. Pero insisto: es una utopía, seguiremos en la comodidad del caos.

sábado, noviembre 22, 2025

Todo fue demolición











 

El 20 de noviembre de hace cincuenta años murió Francisco Franco Bahamonde (Ferrol, Galicia, 1892-Madrid, 1975). Como sabemos, el dictador, apodado con el superlativo de Generalísimo, había hecho de las despóticas suyas desde el fin de la Guerra Civil española, es decir, desde 1939 hasta el mismo instante de su muerte. En ese prolongado lapso de su historia, España vivió aplastada por la bota del tirano, quien no desperdició ni un minuto para dar muestras de crueldad amparado en la sacrosanta bandera del nacionalcatolicismo. Secuestro, tortura, muerte, desaparición, despojo de propiedades, pésima calidad de vida, industricidio, censura y oscurantismo mental se convirtieron en el menú de la España franquista. La muerte del tirano fue una noticia celebrada en todo el mundo y dio inicio, no sin traumas, a lo que allá denominaron “transición”, un proceso que para empezar no tocó ni con el pétalo de una celda a ninguno de los represores.

Como las revoluciones francesa, mexicana y cubana, o los golpes en Chile y Argentina, el tema de la Guerra Civil es el Tema de España hasta nuestros días. Cientos de libros y miles de artículos llenan páginas y más páginas de referencias, y no es para menos si tomamos en consideración el cúmulo de horrores que el franquismo prohijó en tan dilatado lapso. Muchos de los profesionales de la escritura han sumado allá, por ello, estudios para documentar/explicar lo que ocurrió durante el medievo español del siglo XX.

Yo tenía once años cuando Franco emprendió su camino hacia el infierno. Era muy pequeño y España quedaba a años luz de mis intereses, pero el solo hecho de ver aquel apellido en los encabezados de los dos diarios locales me despertó una incipiente curiosidad. Pasados los años, España no se convirtió en centro de mi atención, pero debido a su literatura me atraía lo suficiente como para tender la mirada a su ser político e histórico, tanto que hoy, por ejemplo, con alguna frecuencia sigo los debates en la Cámara de los Diputados, tan intensos como los mexicanos aunque con mejor calidad discursiva.

Las entradas más frecuentes para acceder al tema del franquismo son, claro, las atañederas a lo político-militar, la mayoría. Tuve la suerte de encontrar, en una librería de viejo lagunera, un libro que leí hace como diez años y por su calidad he releído para alimentar este breve apunte. Se trata de La vida amorosa en tiempos de Franco (Temas de hoy, Madrid, 1996, 180 pp.), de Rafael Torres (Madrid, 1955), quien es periodista y escritor (o “escritor de periódicos”, como gusta definirse). Ha publicado numerosos libros de poesía, narrativa e historia, varios de ellos vinculados al tema de la Guerra Civil y su luenga secuela, como Ese cadáver, 1931: biografía de un año, Desaparecidos en la guerra de España (1936-?) y Los esclavos de Franco.

Acabar con la vida y desaparecer a miles de personas fue el terror extremo en el régimen encabezado por Franco, pero no el único que administraron sus soldados durante cuatro décadas. Para sostenerse fue creado un sistema de opresión en todos los ámbitos de la realidad, incluso en sus pliegues más íntimos, como la vida amorosa. Aunque ahora nos parezca una exageración, el gobierno emanado de la Guerra Civil decidió modelar la vida de los españoles a yunque y martillo: quien no se plegara a los designios del general gallego, se ponía con facilidad en la mira de un pelotón de fusilamiento, sin metáfora. Rafael Torres documenta y analiza los métodos de disciplinamiento blandidos por el franquismo para forjar ciudadanos con hormonas dóciles y familias apegadas a una matriz (también sin metáfora) católica, apostólica, romana y sólo disponible para la procreación, jamás para el juego y la libertad de los impulsos sexuales.

La vida amorosa en tiempos de Franco es entonces muestra de lo asfixiante que fue vivir en aquella época y en aquel lugar: además del pánico propiciado por la sola idea de ser pescado como sospechoso de “rojo” y terminar en una de las decenas de fosas comunes abiertas por los mandos castrenses, los españoles se las vieron a diario con el cercenamiento ubicuo de todo lo que pudiera vincularse con su sexualidad. Con prosa espléndida, Torres expone los detalles de la fiscalización en ocho capítulos. Advertimos en ellos que el Big Brother operó a dos bandas: vigilaba perrunamente los actos de la población, y para prevenir que ocurrieran irregularidades establecieron directivas concernientes a lo civil, lo educativo y lo religioso, reglas tan estrictas que hacían casi imposible la paz del alma metida en cuerpos aherrojados.

Una moral de monasterio se impuso a la sociedad, con las consecuencias para la vida que esto tiene en quienes no desean vestir hábitos ni hacer votos. Todo era prohibición, norma, límite, vigilancia, potencial castigo. Lo sufrieron todos, pero es obvio que el machismo del nacionalcatolicismo cargó la mano a las mujeres y a quienes tenían una condición distinta a la heterosexual, quienes ni en sueños podían imaginar el ejercicio libre de su sexualidad. España se protegía así ante un mundo erizado de acechanzas: “La nueva moral, la dictada por los reaccionarios sacerdotes y funcionarios de doble vida, establecía esa premisa inalterable: lo español era lo puro, lo decente, lo casto, lo virginal, lo grato a los ojos de la Providencia, en tanto que la desenvoltura, la expresión de los afectos, la curiosidad sentimental o sexual, el divorcio o el propio deseo eran torpedos colocados en la misma línea de flotación de España”, señala Torres.

Más adelante, recuerda que en la historia española había una deuda en lo carnal, deuda que se incrementó a cotas vesánicas con el régimen impuesto por el dictador y sus esbirros: “En lo relativo a la sexualidad, el español siempre anduvo con hambre, pero durante el franquismo, más. A lo largo de ese infausto y dilatado periodo, el español hizo, más o menos, menos que más, lo que pudo, lo que le dejaban, lo que estaba al alcance de su tradicional rusticidad al respecto, pero nunca como durante el régimen de Franco se le convenció de que sus más secretos deseos, sus ilusiones, sus ensoñaciones amorosas más íntimas eran una perfecta porquería. Y pecado. Y pecado antiespañol, para ser más exactos”.

La consecuencia más saliente de un sistema así de represivo en un planeta que no establecía ya las trabas españolas, fue la infelicidad, a veces la destrucción de la vida en vida. Para los hombres, claro, hubo escapes rápidos y venales, pero las mujeres eran condenadas a una relación casi de asco con su propio cuerpo: “Los recién casados nada sabían del sexo. Él, en todo caso, del que le expendían exento, unidireccional y rápido, las meretrices; pero ella, nada, ella se enfrentaba a esa primera noche virgen de todo, particularmente de conocimientos. A menudo, el dolor producido por una desfloración poco dulce y poco diestra dejaba en la novia, que ya no era novia, una desagradable impresión que tardaba años en disiparse”.

A la cacería de opositores, a los campos de concentración, al trabajo esclavo, a la tortura, el fusilamiento y la desaparición de miles de cuerpos no era poco añadir la desdicha sexual de quienes no eran sospechosos de ideas políticas anarquistas o comunistas, sino simples españoles poseedores de cuerpos que el franquismo no quiso dejar librados al capricho de sus libidos, y los domesticó o los quiso domesticar como lo que fue y documenta Torres: una dictadura de ultraderecha que gritó “¡Viva la muerte!” en todos los sentidos, no sólo en el escupido por José Millán-Astray, uno de los generales adictos a Francisco Franco, el Generalísimo cuyo régimen no conoció, ni antes ni todavía, algún castigo.

miércoles, noviembre 19, 2025

Sobre la carta


 






En el diálogo que mantengo con Gerardo García y Fernando Fabio Sánchez, dos de mis corresponsales (así se les llamaba a las personas con las que dialogábamos epistolarmente antes de que la palabra fuera acaparada por el periodismo con el fin de designar al reportero encargado de cubrir, a lo lejos, los acontecimientos para un medio: corresponsal), nos referimos hace poco, aunque algo de pasada, a los libros que recogen cartas cruzadas entre escritores. Como soy medio fanático de tales compilaciones, generalmente abordadas por académicos que las prologan y anotan, he reseñado libros con correspondencia y he reflexionado también sobre la idea ceñida a estas preguntas: ¿qué pasará dentro de diez, veinte, treinta años o más con la correspondencia de los escritores? ¿Habrán dejado cartas que a la postre puedan convertirse en libros prologados y anotados?

Mi respuesta es que no, que el chat aniquiló la posibilidad. Los libros de este tipo son viables en función del soporte, del papel en el que quedaron asentados los diálogos epistolares. Alguien oportunamente dirá que su generación es posible con los mails, y tendrá razón. Todavía hasta 2010 o poco más, el mail servía como sustituto de la carta física, y allí uno, aunque menos que en la carta de papel, se extendía en consideraciones más o menos atendibles como narración. Lo malo de las cartas electrónicas es que muchas veces el usuario muere y no deja contraseñas, o si las deja, a veces es tanto lo que se guarda en las bandejas que torna casi sobrehumano meterse a indagar y reconstruir miles de mensajes. Este problema no es tan agudo en las cartas de papel, sobre todo porque no suelen ser tantas.

Doy une ejemplo breve de carta de mail. Con mi amigo David Lagmanovich (Huinca Renancó, Córdoba, 1927-Tucumán, 2010) me escribí mucho durante diez años. Parte cuantiosa, la primera, de esa correspondencia desapareció cuando perdí una cuenta de correo electrónico, pero queda mucho guardado en una bandeja de otra cuenta. Nos escribíamos cartas amplias, parecidas a las de papel. En el último mensaje que me envió, tres días antes de su muerte, comentó en uno de los párrafos una de mis columnas:

“Me gustaron tus referencias sobre el tango, aunque al fin no nos enteramos de cuáles son los cinco de tu preferencia. Y es que no sé si se puede elaborar tal lista sin dejar fuera a composiciones insignes. En ninguna lista elaborada por mí, por ejemplo, podría faltar ‘Naranjo en flor’ (de los hermanos Espósito); y no sabría cómo hacer entrar —sin perjuicio de otros textos literarios y musicales igualmente valiosos— ‘La casita de mis viejos’ (Cadícamo y Cobián), ‘Por la vuelta’ (ese inolvidable ‘Afuera es noche y llueve tanto...’), también de Cadícamo, pero con otro compositor, y hasta ‘El último café’, cuyos autores no recuerdo en este momento. ¿Y ningún Manzi, y ningún Gardel? Es muy difícil elaborar estas selecciones. Tal vez mejoraríamos un poco la actuación si habláramos de ‘los diez’, y no de ‘los tres’ o ‘los cinco’”.

Ya no pude responderle, pero es evidente que esta consideración parece (es) de carta de papel, no de chat, y podría, por qué no, rescatarse como la he rescatado aquí.

sábado, noviembre 15, 2025

Momentos de Martín Luis Guzmán


 











Se acerca el aniversario 115 de la Revolución Mexicana y siempre es tema de interés más allá de lo que quede vivo o muerto del movimiento encabezado por Madero. Uno de los personajes más atractivos de aquella coyuntura es Martín Luis Guzmán (Chihuahua, 1887-Ciudad de México, 1976), escritor que nos dejó una obra vasta y ahora por suerte reunida en dos obesos tomos del FCE. No sé si exagero al afirmar que es el mejor escritor adscrito en la saga conocida como “novela de la revolución mexicana”, pero sin duda es uno de sus imprescindibles.

Quien tenga interés por leerlo puede acercarse a la edición ya clásica de La sombra del caudillo, la intonsa (con las hojas de sus tres lados exteriores no cortadas) de Porrúa, o de plano buscar los susodichos tomotes del Fondo. También, como introducción biográfica, recomiendo conseguir el libro Martín Luis Guzmán (Nostra Ediciones, México, 2009, 87 pp.), de Julio Patán (Ciudad de México, 1968). Se trata de un recorrido veloz, de una mirada panorámica al escritor chihuahuense, pues en seis capítulos dibuja aquella vida a la que no le faltó acción ni pensamiento expresado en una escritura siempre filosa, severa y pulcra en lo estilístico.

Desde la introducción, Patán establece que hay dos grandes momentos en la vida de su biografiado: uno, que va de 1915 a 1940, en el que MLG escribe y publica frenéticamente, entre otros, sus libros esenciales: El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa. En este mismo periodo, el chihuahuense participa sin parar de la agitación política desatada tras la caída del Porfiriato, actividad en la que se acerca a los principales líderes, sobre todo a Villa, y también lapso caracterizado por largas radicaciones en Estados Unidos y en España, en ambos casos para ponerse a salvo, como exiliado trashumante.

El otro periodo significativo va de 1940 hasta 1976, cuando se acoge, por decirlo amablemente, al régimen postrevolucionario y goza de espacios laborales y reconocimientos importantes, lo que fue tomado como renuncia a sus juveniles banderas democráticas. Patán lo apunta así (se refiere al regreso de MLG tras el cercano triunfo del franquismo y su estacionamiento en el sistema político mexicano): “Las cosas, sin embargo, cambian dramáticamente con Guzmán desde que sale de la España en guerra para volver a México. Poco a poco, a partir de los años cuarenta, aquel disidente crónico se acerca al establishment posrevolucionario hasta acumular una cantidad difícilmente equiparable de reconocimientos y prebendas a cargo del Estado priísta: presidente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, senador de la República, embajador ante Naciones Unidas, Premio de Literatura Manuel Ávila Camacho. El final de este camino, famoso, imborrable, fue su apoyo al presidente Gustavo Díaz Ordaz ante los hechos del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas”.

Hijo de militar porfirista, MLG nació en Chihuahua por el oficio de su padre, asignado a tal estado del país. A los diez años cambió su radicación a la capital, donde ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria; allí se topó con Caso, Vasconcelos, Reyes y otros jóvenes de su edad influidos por el magisterio del dominicano Pedro Henríquez Ureña. En ese espaco se formaría el Ateneo de la Juventud, grupo que cuestionó el Positivismo oficial como única vía para acceder al conocimiento. Dictaron conferencias, hicieron sus primeras publicaciones, y en el camino los agarró la Revolución y después el asesinato de Madero.

Tanto Guzmán como Vasconcelos fueron quizá los ateneístas más contagiados de fervor político (los más acelerados, diríamos hoy) por lo que se vincularon con las bataholas que los mantuvieron a salto de mata. Lo asombroso es que Guzmán (y de hecho todos los miembros del Ateneo) logró crear una obra literaria vigorosa en medio del oleaje encrespado de la política nacional y los transterramientos. Para el chihuahuense, la década de los veinte fue, como ya se vio, la más productiva, tanto que, como lo consigna Patán, en la segunda etapa de su vida no volvió a producir una obra similar en calidad y cantidad.

Un pasaje muy interesante de la biografía guzmaneana es el que describe el papel de mediador que tuvo poco antes de la Decena Trágica. A petición de Madero, MGL habló con Reyes para que a su vez convenciera a su padre de abandonar la pelea contra el gobierno: “Madero le pide a Guzmán que a su vez le pida a Alfonso que se comunique con su padre y le transmita una oferta ciertamente atractiva: libertad a cambio de su compromiso de retirarse a la vida privada. Alfonso se niega: el padre simplemente se rehúsa a escucharlo a él, tan titubeante cuando de la sucia política se trata”. Más allá de estas tratativas, sabemos lo que pasó después, el baño de sangre en el que se convirtió la asonada antimaderista.

El gobierno usurpador de Huerta provoca la estampida de sus enemigos, lo que lleva a MLG a una primera salida forzada del país. Anota Patán: “Cercados por la policía secreta, deciden hacer un nuevo intento de fuga. Éste es el bueno. Llegan a Veracruz, saltan a La Habana, alcanzan Nueva Orleans y luego El Paso, donde los espera José Vasconcelos. Ya en la franja fronteriza, Guzmán no tiene mayores problemas para llegar a Ciudad Juárez, donde se encuentra con la figura más importante de sus días revolucionarios y una de las más importantes de su vida. En Ciudad Juárez está Francisco Villa”.

El ajetreo del escritor corre como sombra al lado de las coyunturas políticas. En otras palabras, a cada cimbronazo de la realidad mexicana corresponde un movimiento de MLG, sea para regresar o para irse, para acercarse a un caudillo o para romper con él. A alimón crece su obra, sobre todo en los periodos de su residencia en Madrid, donde se reencuentra con su amigo Alfonso Reyes y, entre otras actividades, quizá fundan la crítica cinematográfica para los diarios en español con la columna “Frente a la pantalla” firmada por un seudónimo común: Fósforo. Es de hecho, también, con el libro La querella de México, una especie de pionero en los estudios sobre el Ser mexicano que muchos años después provocaría libros importantes de Samuel Ramos (1934) y Octavio Paz (1950), entre muchos otros autores.

Tras el segundo exilio en España y el estallido de la Guerra Civil, Guzmán regresa a México y acá se encuentra con el gobierno de Cárdenas. Patán dibuja así la escena del regreso: “La última es la vencida. El aterrizaje de Guzmán en el México de Cárdenas es el definitivo. Al coronel, al diputado, al periodista, al ensayista, al conspirador, al novelista, al vendedor de aspirinas, al cónsul, al empresario periodístico, al asesor político lo esperan días de paz y abundancia, con Cárdenas y mucho después. La Revolución, para citar al propio Guzmán, termina de hacerse gobierno con la llegada del general de Jiquilpan al poder, y al escritor exiliado termina por hacerle justicia”. Los beneficios le llegan entonces sin obstáculos, es un escritor apapachado por el sistema y termina su vida en el ocaso del echeverriato.

Más que asomarnos a la segunda etapa de MLG, conviene, en resumen, que nos acerquemos a la primera, la de su obra más saliente. No es hiperbólico afirmar que fue y es el mejor prosista que tuvo nuestra narrativa revolucionaria.

miércoles, noviembre 12, 2025

Dictadura de la pedacería


 








Una pregunta de sociólogo: ¿cuál es el rasgo más saliente de la comunicación actual? La respuesta ha sido expresada desde hace varios años por pensadores byunchulhanescos del mundo contemporáneo, y puede resumirse en una palabra: infodemia. Es tanta la información actual, son tantos y tan torrenciales los mensajes que nada parece configurar cuerpos de contenido amplios y compactos, sino partículas sueltas que necesariamente crean la impresión de caos. En esta superabundancia de mensajes están detrás, entre otras sombras, el poder, el control social, el mercado y la incapacidad generalizada, social, para dar sentido congruente a cualquier idea, pues el conocimiento de la realidad se genera hoy a partir de flashazos que impiden la atención, la concentración y el análisis detenido de cualquier hecho. El exceso de oferta creó la inquietud por no perderse algo: queremos ver todo tan rápido como sea posible, y es aquí donde aparece la dictadura de la pedacería.

Podemos tener los satisfactores de nuestra urgencia apenas encendemos el celular. Enumero cuatro productos ya genéricos de la infodemia:

Películas: no hace muchos años no necesitábamos resignación para ver completa una película. Era lo lógico, entrar en la historia y recorrerla de la A a la Z, y ni siquiera éramos conscientes de nuestra paciencia. Hoy existe una variante del resumen que no es el trailer, como le llaman, sino una síntesis narrada por un locutor con escenas reales de las cintas. Con este método podemos “ver” diez o más películas al día.

Futbol: alguna vez escribí que, para no perder tiempo, incurrí en la costumbre de ver resúmenes de partidos, sistema que igualmente permite monitorear la jornada completa en poco más de una hora, pues cada partido dura en promedio diez minutos, no noventa.

Infografías: las universidades deberían ser defensoras del aprendizaje denso, sereno, moroso y hasta memorístico, como sostuvo George Steiner, pero hasta en ellas se ha puesto de moda el fomento de las infografías y los mapas conceptuales, herramientas ideales para convertir a los alumnos en herramientas ideales.

Tutoriales: creo que a todos nos ha pasado necesitar un tutorial y elegir el más corto. El apremio por resolver algo no pasa ni de lejos por el interés de dominar un oficio o un arte. No es el tedioso “hágalo usted mismo” de hace años.

sábado, noviembre 08, 2025

Schopenhauer como fondo

 












Terapeuta psicológico en San Francisco, California, Julius Hertzfeld es informado un día cualquiera, poco después de haber atravesado los sesenta años, que un cáncer de piel (melanoma) abreviará su vida. La crisis desatada por esa noticia lo apabulla, pero decide aprovechar el año que le queda de mediana salud en un proyecto casi irracional: buscar a uno de los pacientes con los que su metodología fracasó. El expaciente es Philip Slate, un tipo extraño, solitario, inteligente, bien parecido y adicto al sexo sin la cortapisa del amor estable. Más de veinte años después, el encuentro de Julius y Philip pone en juego un ping-pong de ideas hirientes y entrañables no sólo entre ambos personajes, sino entre todos los integrantes del grupo de asistidos por el terapeuta.

La novela Un año con Schopenhauer (Booket, 2004, Buenos Aires, 397 pp.), de Irvin D. Yalom, ha sido una sorpresa para mí. La percibí al principio como best seller y tal vez lo fue, pero la fluidez de su desarrollo no deja de conllevar una nutrida cantidad de ideas atendibles, inquietantes, todas relacionadas con el mundo del psicoanálisis, el budismo y, sobre todo, el pensamiento del filósofo alemán que nos recibe en el título. Yalom (Washington, D. C., 1931) es psicólogo, psiquiatra y autor de números libros sobre su profesión y literarios, cuentos y novelas con alto éxito de ventas (El problema de Spinoza, El día que Nietzsche lloró), subrayan sus semblanzas.

El reencuentro del terapeuta Julius con su expaciente presenta una novedad: Phillip ha cambiado, ya no es una bukowskiana máquina de follar, sino un tipo templado a marrazos por la filosofía, particularmente por las ideas de Schopenhauer y otro tanto de Epicteto. Además de haber renunciado a las correrías sexuales meramente satisfactorias en el plano biológico, de índole casi canina, Phillip admite el diálogo con su antiguo terapeuta porque, para mantener su entrega al pensamiento, necesita una nueva carrera, y elige la de terapeuta. Así, el interés tardío de uno, el moribundo Julius, coincide con el profesional del otro, el del schopenhaueriano Philip.

La novela se despliega en dos planos: en unos capítulos asistimos al presente de Julius, nuestro protagonista y, en otros menos frecuentes, a la realidad de Philip, el preterapeuta que se sacudió el cepo de la lujuria gracias a Schopenhauer; asimismo, también en el más cercano presente de la novela, asistimos in situ a las sesiones que despliega en círculo el poliédrico grupo de terapia conducido por Julius. En medio de tales pasajes se abren amplias retrospecciones biográficas sobre el filósofo de Dánzig, todas atractivas porque además de traer momentos significativos sobre la vida del pensador (sus viajes, su relación con sus padres, sus obsesiones, su misantropía, su pasión por la música, su fama tardía…), los comentan y nos acercan citas oportunas y no pocas veces terribles y hasta algo graciosas por lo que tienen, hasta hoy, paradójicamente, de malditas.

Un rasgo prominente de la novela es que más allá de su casi inexistente trama, por llamarle así, acerca una cuantiosa suma de sentencias espesas de significación psicológica y filosófica. De hecho, cada capítulo comienza con un epígrafe bien elegido, a veces implacable, como casi todo lo que escribió el pensador alemán: “La vida es deprimente. He decidido dedicar mi vida a meditar sobre eso”; “La alegría y el optimismo que tenemos en la juventud se deben en parte al hecho de que estamos ascendiendo la colina de la vida y no vemos la muerte que nos espera al pie de la otra ladera”. Prácticamente todo en este libro es impregnado por la mirada filosófica propuesta por Philip, eco en esta historia del pesimista alemán, de modo que este tipo de reflexión reaparece a la vuelta de cada página. El cáncer de Julius no se olvida a lo largo de la historia, es vuelto a mencionar varias veces y es un dato que se convierte en recurrente anuncio de su muerte y a su manera es la partitura en el tiempo objetivo de la novela, pero ciertamente no aflora ya como el sacudón de las primeras páginas.

El lector se desplaza pues de la expectativa inicial vinculada con la afección de Julius para pasar a ver, en el grueso del libro, el desarrollo del grupo de terapia que conduce. En su desesperación inicial, Julius decide pues buscar a uno de los pacientes con los que fracasó. Así reencuentra a Philip, quien da la casualidad de que debe obtener una licencia de terapeuta y pide la asesoría de Julius. Esta es la razón por la que Philip ingresa al grupo de terapia, un grupo cuya dinámica se convierte de facto en el eje de la novela. En tal espacio ingresamos al toma y daca de los participantes, todos afligidos por conflictos que en teoría deben superar luego del periodo que dure la terapia. El énfasis se desplaza a la relación del antisocial y schopenhaueriano Philip con Pam, una participante del grupo que alguna vez tuvo un affaire traumático precisamente con el aspirante a terapeuta. El reencuentro detona un conflicto que se desanuda, no sé si de manera demasiado optimista, al final del libro, casi como para señalar que la terapia de grupo tiene un efecto positivo hasta en los casos que arrancan con muy mal pronóstico.

Aunque a veces algo monótona por la reproducción al dedillo de las sesiones de terapia colectiva, Un año con Schopenhauer no deja de chisporrotear ideas muy interesantes sobre la compleja y entreverada condición humana, una condición que el autor de Parerga y paralipómena exploró pioneramente para influir en muchos que, como Freud, decidieron luego explorar en las simas del alma individual.