Creo recordar que hace muchos años, cuando recién tuve noticia sobre la Cartilla moral de Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959), timbró un prejuicio en el interior de mi cabeza. Lo motivó el adjetivo “moral”, palabra que ha corrido con mala suerte. Sacada del ámbito filosófico y usada por las buenas conciencias, pasó a tener un sentido restrictivo, dogmático, intolerante. O, en el más ñoño de los casos, pasó a significar lo que instruía el manual de Manuel Carreño: un conjunto de reglas que debemos seguir para ser percibidos como personas “educadas”, dúctiles a toda “etiqueta”.
Desde
1987 comenzó mi admiración casi filial por Reyes, pero esto no fue suficiente para
desactivar el prejuicio ante la famosa palabrita: allí donde aparece el
adjetivo “moral” es muy probable que se escondan consejos regañones para
asegurar la permanencia de valores burgueses, excluyentes, bobos y por ello
peligrosos. Obviamente no era así en el caso de Reyes, como pude comprobarlo al
navegar por las páginas del famoso libro. Tras leerlo, sé, por lo mismo que
conozco o creo conocer a su autor, que su eje es el humanismo, es decir, la más
alta mirada que se puede plantear al ser humano para vincularse con sus
congéneres en el complejo y por ello conflictivo enjambre social. Nada más
alejado del ánimo alfonsino que establecer, con intención despótica, camisas de
fuerza para la moral; al contrario, la de Reyes es una preceptiva cívica para,
sin perder nuestra libertad de juicio y de acción, pensar en las limitaciones
que ésta tiene con el objeto de construir colectivamente la mejor sociedad
posible, cualquiera que ésta sea. Su autor era, en síntesis, demasiado
inteligente para asimilarse al simplón Carreño.
Debo
tener al menos tres versiones impresas y una digital de la Cartilla. La he leído al menos tres veces y pienso que en esencia
sigue siendo útil y que además no es necesario tanto esfuerzo para añadir en
ella las adaptaciones pertinentes a los tiempos que corren, evidentemente espesos
de novedades. La mejor versión que conozco es la publicada por El Colegio
Nacional en su colección Opúsculos (México, 2019, 164 pp.), dado que contiene
un amplio y muy documentado estudio introductorio del maestro Javier Garciadiego.
En
los prolegómenos, el académico recorre pormenorizadamente la trayectoria de la Cartilla, desde que fue encomendada a
Reyes por Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública, hasta su recurrente
multiplicación en miles de ejemplares distribuidos en varios tirajes. En medio,
una historia plena de lagunas, estiras, aflojas, malentendidos, zancadillas,
piquetes de ojos, manitas de puerco y demás incidencias que el autor ya no pudo
ver. El gran estudio liminar, titulado “La Cartilla
moral: vicisitudes y posibilidades editoriales”, además del
apéndice documental, agrandan esta edición del Colnal, pues el texto en sí de
Reyes es brevísimo, de no más de treinta páginas.
Luego
de atravesar las razones concretas por las que nació la Cartilla y los malentendidos o lagunas que se dieron entre Torres
Bodet, el intermediario José Luis Martínez y Reyes, “Quince años después de
escrita, y a pesar del amplio tiraje de la edición de 1959 [del Instituto
Nacional Indigenista], al morir Reyes su Cartilla
moral no había tenido impacto alguno. En los círculos literarios era un
libro inexistente”, apunta Garciadiego.
Otras
ediciones ocasionaron polémica. Periodicazos fueron y vinieron sobre las
lecciones de Reyes. Uno de los defensores fue el dramaturgo Luis G. Basurto, quien
adujo que los argumentos de la Cartilla
“parecían indiscutibles: más que morales, las lecciones le parecían ‘cívicas’, escritas
con ‘claridad de estilo’ y ‘pureza de lenguaje’, con ‘profundidad’, pero con ‘sencillez
clásica’. La admiración de Basurto por la Cartilla
hizo que propusiera que fuera un ‘texto obligatorio en todas las escuelas desde
la primaria hasta la universidad’; más aún, aseguró que también debía ser ‘obligatorio
[…] para todos quienes ocupen puestos públicos o privados de importancia’”.
El
zipizape periodístico nació de una decisión del sindicato
magisterial: “una comisión de diez profesores del Sindicato Nacional de
Trabajadores de la Educación (SNTE) había rechazado la entrega del libro de
Reyes, alegando que era ‘moralista, anacrónico y fuera de contexto’”. Leo hoy
la Cartilla y pienso que al SNTE de
ayer y de hoy, y a todos los mexicanos, quizá nos sería de utilidad, para ejercer
una mejor ciudadanía, ese texto “moralista, anacrónico y fuera de contexto”.
Pero bueno, no podemos pedir peras al huizache, pues lo cierto es que, como
dice Garciadiego, “la Cartilla moral
no era un texto reducible al ámbito educativo; también podía servir para
mejorar la convivencia entre los mexicanos y para aumentar el respeto a las
leyes y las instituciones; esto es, el de Alfonso Reyes era visto como un texto
cívico y civilizatorio, al que ahora se le quería usar como un elemento
pacificador”.
El anacronismo de Reyes queda claro en esta pincelada de Garciadiego: “La Cartilla moral pertenece al género de la literatura sapiencial y de consejos, que se remonta a la época grecolatina, con autores como Plutarco, Epicteto y Marco Aurelio. Comprensiblemente, los pensadores humanistas de los siglos XV a XVII recuperaron aquella tradición. Pienso ahora en autores como Montaigne, Erasmo y Tomás Moro”.
Más
adelante, subraya: “Defino la Cartilla
moral como un texto didáctico, dividido en doce breves lecciones, que
incluye otras dos de síntesis. (…) son más sus referencias a los antiguos
griegos y, sin proponer una moral rígida, está más cerca de los estoicos que de
los epicúreos. (…) Es el libro de un humanista, aunque celebra los avances
científicos y tecnológicos. Siendo Reyes su autor, no podía ser de otro modo:
es un libro con perspectiva histórica y contemporánea, nacional y universal”.
No
quiero alejarme de este apunte sin compartir varias sentencias moralistas, anacrónicas y sacadas de contexto incluidas en la Cartilla. En ellas podremos apreciar la
obsolescencia de Reyes en estos tiempos de paz, equidad, respeto, justicia
material, tolerancia y armonía del ser humano en sociedad:
“El
bien es un ideal de justicia y de virtud que puede imponernos el sacrificio de
nuestros anhelos, y aun de nuestra felicidad o de nuestra vida. Pues es algo
como una felicidad más amplia y que abarcase a toda la especie humana, ante la
cual valen menos las felicidades personales de cada uno de nosotros”.
“Luego
se ve que la obra de la moral consiste en llevarnos desde lo animal hasta lo
puramente humano. Pero hay que entenderlo bien. No se trata de negar lo que hay
de material y de natural en nosotros, para sacrificarlo de modo completo en
aras de lo que tenemos de espíritu y de inteligencia”.
“Si
el hombre no cumple debidamente sus necesidades materiales, se encuentra en
estado de ineptitud para las tareas del espíritu y para realizar los mandamientos
del bien”.
“Ni
hay que dejar que nos domine la parte animal en nosotros, ni tampoco debemos
destrozar esta base material del ser humano, porque todo el edificio se vendría
abajo”.
“De
modo que estos dos gemelos que llevamos con nosotros, cuerpo y alma, deben
aprender a entenderse bien. Y mejor que mejor si se realiza el adagio clásico: ‘Alma
sana en cuerpo sano’”.
“el
progreso humano no siempre se logra, o sólo se consigue de modo aproximado.
Pero ese progreso humano es el ideal a que todos debemos aspirar, como
individuos y como pueblos”.
“Las
muchas maravillas mecánicas y químicas que aplica la guerra, por ejemplo, en
vez de mejorar a la especie, la destruyen”.
“el
fin de los fines es el bien, el blanco definitivo a que todas nuestras acciones
apuntan”.
“Esta
vigilancia interior de la conciencia aun nos obliga, estando a solas y sin
testigos, a someternos a esa Constitución no escrita y de valor universal que
llamamos la moral”.
“El
descanso, el esparcimiento y el juego, el buen humor, el sentimiento de lo cómico
y aun la ironía, que nos enseña a burlarnos un poco de nosotros mismos, son
recursos que aseguran la buena economía del alma, el buen funcionamiento de
nuestro espíritu. La capacidad de alegría es una fuente del bien moral”.
“Lo
único que debemos vedarnos es el desperdicio, la bajeza y la suciedad”.
“No
hay persona sin sociedad. No hay sociedad sin personas. Esta compañía entre los
seres de la especie es para el hombre un hecho natural o espontáneo”.
“De
modo que el respeto del hijo al padre no cumple su fin educador cuando no se
completa con el respeto del padre al hijo”.
“Hay
también personas a quienes sólo encuentro de paso, en la calle, una vez en la
vida. También les debo el respeto social”.
“Pues
bien: en torno al círculo del respeto familiar, se extiende el círculo del
respeto a mi sociedad. Y lo que se dice de mi sociedad, puede decirse del círculo
más vasto de la sociedad humana en general. Mi respeto a la sociedad, y el de
cada uno de sus miembros para los demás, es lo que hace posible la convivencia
de los seres humanos”.
“El
primer grado o categoría del respeto social nos obliga a la urbanidad y a la
cortesía. Nos aconseja el buen trato, las maneras agradables; el sujetar dentro
de nosotros los impulsos hacia la grosería; el no usar del tono violento y
amenazador sino en último extremo; el recordar que hay igual o mayor bravura en
dominarse a sí mismo que en asustar o agraviar al prójimo; el desconfiar
siempre de nuestros movimientos de cólera, dando tiempo a que se remansen las
aguas”.
“Estos
respetos conducen de la mano a lo que podemos llamar el respeto a la especie
humana: amor a sus adelantos ya conquistados, amor a sus tradiciones y
esperanzas de mejoramiento”.
“Pues
bien: el respeto a nuestra especie se confunde casi con el respeto al trabajo
humano. Las buenas obras del hombre deben ser objeto de respeto para todos los
hombres. Romper un vidrio por el gusto de hacerlo, destrozar un jardín,
pintarrajear las paredes, quitarle un tornillo a una máquina, todos éstos son actos
verdaderamente inmorales. Descubren, en quien los hace, un fondo de animalidad,
de inconsciencia que lo hace retrogradar hasta el mono. Descubren en él una
falta de imaginación que le impide recordar todo el esfuerzo acumulado detrás
de cada obra humana”.
“ciudades
en que la autoridad se preocupa de recoger todos esos desperdicios de la vida
doméstica que confundimos con la basura: cajas, frascos, tapones, tuercas,
recortes de papel, etc. Esto debiera hacerse siempre y en todas partes. No sólo
como medida de ahorro en tiempo de guerra, sino por deber moral, por respeto al
trabajo humano que representa cada uno de esos modestos artículos. De paso,
ganaría con ello la economía. Pues no hay idea de todo lo que desperdiciamos y
dejamos abandonado a lo largo de veinticuatro horas, y que puede servir otra
vez aunque sea como materia prima. Y el desperdicio es también una inmoralidad”.
“Dante,
uno de los mayores poetas de la humanidad, supone que, al romper la rama de un árbol,
el tronco le reclama y le grita: ‘¿Por qué me rompes?’ Este símbolo nos ayuda a
entender cómo el hombre de conciencia moral plenamente cultivada siente horror
por las mutilaciones y los destrozos”.
“El
amor a la morada humana es una garantía moral, es una prenda de que la persona
ha alcanzado un apreciable nivel del bien: aquél en que se confunden el bien y
la belleza, la obediencia al mandamiento moral y el deleite en la contemplación
estética. Este punto es el más alto que puede alcanzar, en el mundo, el ser humano”.
“El
respeto a la verdad es, al mismo tiempo, la más alta cualidad moral y la más
alta cualidad intelectual”.
“La
satisfacción de obrar bien es la felicidad más firme y verdadera. Por eso se
habla del ‘sueño del justo’”.
“El que tiene la conciencia tranquila duerme bien. Además, vive contento de sí mismo y pide poco de los demás”.

