Terapeuta
psicológico en San Francisco, California, Julius Hertzfeld es informado un día
cualquiera, poco después de haber atravesado los sesenta años, que un cáncer de
piel (melanoma) abreviará su vida. La crisis desatada por esa noticia lo apabulla,
pero decide aprovechar el año que le queda de mediana salud en un proyecto casi
irracional: buscar a uno de los pacientes con los que su metodología fracasó.
El expaciente es Philip Slate, un tipo extraño, solitario, inteligente, bien
parecido y adicto al sexo sin la cortapisa del amor estable. Más de veinte años
después, el encuentro de Julius y Philip pone en juego un ping-pong de ideas
hirientes y entrañables no sólo entre ambos personajes, sino entre todos los
integrantes del grupo de asistidos por el terapeuta.
La
novela Un año con Schopenhauer (Booket,
2004, Buenos Aires, 397 pp.), de Irvin D. Yalom, ha sido una sorpresa para mí.
La percibí al principio como best seller
y tal vez lo fue, pero la fluidez de su desarrollo no deja de conllevar una
nutrida cantidad de ideas atendibles, inquietantes, todas relacionadas con el
mundo del psicoanálisis, el budismo y, sobre todo, el pensamiento del filósofo
alemán que nos recibe en el título. Yalom (Washington, D. C., 1931) es psicólogo,
psiquiatra y autor de números libros sobre su profesión y literarios, cuentos y
novelas con alto éxito de ventas (El
problema de Spinoza, El día que Nietzsche lloró), subrayan sus semblanzas.
El
reencuentro del terapeuta Julius con su expaciente presenta una novedad:
Phillip ha cambiado, ya no es una bukowskiana máquina de follar, sino un tipo
templado a marrazos por la filosofía, particularmente por las ideas de
Schopenhauer y otro tanto de Epicteto. Además de haber renunciado a las correrías
sexuales meramente satisfactorias en el plano biológico, de índole casi canina, Phillip admite el
diálogo con su antiguo terapeuta porque, para mantener su entrega al
pensamiento, necesita una nueva carrera, y elige la de terapeuta. Así, el
interés tardío de uno, el moribundo Julius, coincide con el profesional del
otro, el del schopenhaueriano Philip.
La
novela se despliega en dos planos: en unos capítulos asistimos al presente de
Julius, nuestro protagonista y, en otros menos frecuentes, a la realidad de
Philip, el preterapeuta que se sacudió el cepo de la lujuria gracias a
Schopenhauer; asimismo, también en el más cercano presente de la novela, asistimos
in situ a las sesiones que despliega
en círculo el poliédrico grupo de terapia conducido por Julius. En medio de
tales pasajes se abren amplias retrospecciones biográficas sobre el filósofo de
Dánzig, todas atractivas porque además de traer momentos significativos sobre
la vida del pensador (sus viajes, su relación con sus padres, sus obsesiones,
su misantropía, su pasión por la música, su fama tardía…), los comentan y nos
acercan citas oportunas y no pocas veces terribles y hasta algo graciosas por
lo que tienen, hasta hoy, paradójicamente, de malditas.
Un
rasgo prominente de la novela es que más allá de su casi inexistente trama, por
llamarle así, acerca una cuantiosa suma de sentencias espesas de significación psicológica
y filosófica. De hecho, cada capítulo comienza con un epígrafe bien elegido, a
veces implacable, como casi todo lo que escribió el pensador alemán: “La vida
es deprimente. He decidido dedicar mi vida a meditar sobre eso”; “La alegría y
el optimismo que tenemos en la juventud se deben en parte al hecho de que
estamos ascendiendo la colina de la vida y no vemos la muerte que nos espera al
pie de la otra ladera”. Prácticamente todo en este libro es impregnado por la
mirada filosófica propuesta por Philip, eco en esta historia del pesimista alemán,
de modo que este tipo de reflexión reaparece a la vuelta de cada página. El
cáncer de Julius no se olvida a lo largo de la historia, es vuelto a mencionar varias
veces y es un dato que se convierte en recurrente anuncio de su muerte y a su
manera es la partitura en el tiempo objetivo de la novela, pero ciertamente no
aflora ya como el sacudón de las primeras páginas.
El
lector se desplaza pues de la expectativa inicial vinculada con la afección de
Julius para pasar a ver, en el grueso del libro, el desarrollo del grupo de
terapia que conduce. En su desesperación inicial, Julius decide pues buscar a
uno de los pacientes con los que fracasó. Así reencuentra a Philip, quien da la
casualidad de que debe obtener una licencia de terapeuta y pide la asesoría de
Julius. Esta es la razón por la que Philip ingresa al grupo de terapia, un
grupo cuya dinámica se convierte de facto
en el eje de la novela. En tal espacio ingresamos al toma y daca de los
participantes, todos afligidos por conflictos que en teoría deben superar luego
del periodo que dure la terapia. El énfasis se desplaza a la relación del
antisocial y schopenhaueriano Philip con Pam, una participante del grupo que
alguna vez tuvo un affaire traumático
precisamente con el aspirante a terapeuta. El reencuentro detona un conflicto
que se desanuda, no sé si de manera demasiado optimista, al final del libro,
casi como para señalar que la terapia de grupo tiene un efecto positivo hasta
en los casos que arrancan con muy mal pronóstico.
Aunque a veces algo monótona por la reproducción al dedillo de las sesiones de terapia colectiva, Un año con Schopenhauer no deja de chisporrotear ideas muy interesantes sobre la compleja y entreverada condición humana, una condición que el autor de Parerga y paralipómena exploró pioneramente para influir en muchos que, como Freud, decidieron luego explorar en las simas del alma individual.

