El pasado que recuerdo sobre Miel de Maple se remonta a la segunda época de Miguel Báez Durán en el taller literario de la UIA Laguna. Para hablar de él, por ello, primero debo comentar algo sobre la presencia de su autor en aquel espacio que durante casi diez años tuve bajo mi responsabilidad en la Ibero. Aquel taller literario surgió a mediados de los noventa. Laura Leal, coordinadora de asuntos culturales, me invitó un día a diseñar una serie de sesiones literarias para los jóvenes que dentro de la universidad tuvieran interés en escribir. Acepté. Para entonces, yo daba clases los martes y los viernes, así que colocamos el taller en el horario más viable dentro de la dinámica de la UIA: los miércoles, el día más despejado de actividades académicas. Batallé mucho al principio para pepenar alumnos: por mucho interés que tuvieran, pocos estaban dispuestos a echar una vuelta extra a la universidad, ya que su carga principal de materias estaba distribuida entre lunes-martes y jueves-viernes. Los miércoles, pues, servían para tareas, para deportes o simplemente para tomar aire a media semana.
Aquel taller logró sobrevivir, sin embargo, a su más difícil época: la primera. No tenía límite de alumnos, pero sólo asistían tres o cuatro; durante algunos meses, por ello, peligró ese pequeño oasis literario. Azucena Cárdenas, Alfredo Máynez, Alberto Rodríguez Román y otros pocos, uno o dos más, asistían con regularidad y le daban oxígeno de supervivencia a nuestro espacio. Fue por 1996, poco más o menos, cuando cayó por allí Miguel Báez Durán. Ya para entonces yo no creía en las vocaciones encendidas que muestran los recién ingresados a un taller, es decir, que ya en aquel momento yo escuchaba con respetuoso escepticismo a los jóvenes que afirmaban, con más seguridad que García Márquez, que lo suyo era este rollo de leer y escribir, que desde chicos habían borroneado miles y miles de cuartillas y que definitivamente, sin duda, sin discusión, duélale a quien le duela, su vocación estaba en la creación literaria. Muchas veces me pasó escuchar a esos jóvenes decididos que muy pronto se desinflaban, aguantaban dos sesiones y luego se largaban a ver si en teatro o en pintura o en taekwondo o en manualidades sí hallaban su vocación.
Por eso fue para mí muy llamativo que cierto día llegara un joven estudiante de derecho que se presentó como Miguel Báez Durán. Cuando le pregunte cuál había sido hasta el momento su experiencia literaria, Miguel dijo, sin aspavientos y con una mesura que después me pareció fina modestia, que le gustaba leer y escribir, y que lo hacía desde niño. Así nomás. No dijo “tengo ya diez novelas inéditas y he leído a todos los clásicos”, como suelen hacerlo muchos jóvenes un tanto desorientados. Dijo simplemente que le gustaba leer y escribir, es decir, lo básico, lo único que se requiere para trabajar en un taller literario.
La etapa inicial de Miguel Báez como tallerista cubrió los años que le faltaban para graduarse como abogado. Me mostró sus primeros cuentos y creo haber sido útil para orientar algunas de sus mejores virtudes. Fue de los pocos, recuerdo, que en verdad quiso tallerear su obra, que a medida que avanzaba la crítica de un cuento lo pulía y lo repulía tantas veces como fuera necesario. Recuerdo que a uno de ellos, un tanto chantajista en lo emotivo, jamás pudimos darle cuadratura y creo que mejor lo dejamos por la paz, que es lo mejor que un escritor puede hacer cuando un texto parece no tener remedio ni con cirugía mayor.
Aquel taller logró sobrevivir, sin embargo, a su más difícil época: la primera. No tenía límite de alumnos, pero sólo asistían tres o cuatro; durante algunos meses, por ello, peligró ese pequeño oasis literario. Azucena Cárdenas, Alfredo Máynez, Alberto Rodríguez Román y otros pocos, uno o dos más, asistían con regularidad y le daban oxígeno de supervivencia a nuestro espacio. Fue por 1996, poco más o menos, cuando cayó por allí Miguel Báez Durán. Ya para entonces yo no creía en las vocaciones encendidas que muestran los recién ingresados a un taller, es decir, que ya en aquel momento yo escuchaba con respetuoso escepticismo a los jóvenes que afirmaban, con más seguridad que García Márquez, que lo suyo era este rollo de leer y escribir, que desde chicos habían borroneado miles y miles de cuartillas y que definitivamente, sin duda, sin discusión, duélale a quien le duela, su vocación estaba en la creación literaria. Muchas veces me pasó escuchar a esos jóvenes decididos que muy pronto se desinflaban, aguantaban dos sesiones y luego se largaban a ver si en teatro o en pintura o en taekwondo o en manualidades sí hallaban su vocación.
Por eso fue para mí muy llamativo que cierto día llegara un joven estudiante de derecho que se presentó como Miguel Báez Durán. Cuando le pregunte cuál había sido hasta el momento su experiencia literaria, Miguel dijo, sin aspavientos y con una mesura que después me pareció fina modestia, que le gustaba leer y escribir, y que lo hacía desde niño. Así nomás. No dijo “tengo ya diez novelas inéditas y he leído a todos los clásicos”, como suelen hacerlo muchos jóvenes un tanto desorientados. Dijo simplemente que le gustaba leer y escribir, es decir, lo básico, lo único que se requiere para trabajar en un taller literario.
La etapa inicial de Miguel Báez como tallerista cubrió los años que le faltaban para graduarse como abogado. Me mostró sus primeros cuentos y creo haber sido útil para orientar algunas de sus mejores virtudes. Fue de los pocos, recuerdo, que en verdad quiso tallerear su obra, que a medida que avanzaba la crítica de un cuento lo pulía y lo repulía tantas veces como fuera necesario. Recuerdo que a uno de ellos, un tanto chantajista en lo emotivo, jamás pudimos darle cuadratura y creo que mejor lo dejamos por la paz, que es lo mejor que un escritor puede hacer cuando un texto parece no tener remedio ni con cirugía mayor.
Miguel se tomó muy en serio lo del taller. Creo que se sentía obligado a llevar un cuento por semana, así que me sentí obligado a contenerlo: nadie es capaz de hacer un cuento por semana. Al menos, de cuentos verdaderamente buenos. Pero como vi que tenía mucho impulso para escribir, le propuse una salida. ¿Te gustaría hacer algo de periodismo? Eso sí se puede trabajar más deprisa, más a la primera, de botepronto. Me respondió que sí. Le pregunté luego por sus gustos, por lo que leía. Yo tenía la idea de enrumbarlo por la reseña bibliográfica, por la escritura sobre libros. Miguel me dijo que le gustaba mucho el cine, y fue entonces que tuve la idea de comentarle lo que sigo creyendo: faltan buenos críticos de cine en este seco rincón del mundo. Como yo tenía bajo mi cargo el espacio cultural la tolvanera, ahí le abrí cancha a las reseñas de Miguel en una columna que titulamos “El bueno, el malo y el feo”, donde el autor se refería siempre a tres filmes: uno bueno, uno malo y otro feo. Esa era la idea, y Miguel la despachó con tanta solvencia que sigo creyendo, con pruebas a la mano, que ese momento fue el mejor que ha tenido la crítica de cine en La Laguna no sólo por la forma de la escritura, sino por el informado y agudo fondo de los comentarios.
Miguel egresó a finales de los noventa y se fue a estudiar la maestría en letras a la Universidad de Calgary, en Canadá. Tras dos o tres años, no recuerdo, de estancia en el aquellas heladas tierras, volvió a Torreón y se integró como maestro a la UIA. Para entonces (les hablo de 2000 o 2001, más o menos) yo seguía con el taller literario, pero ahora en su versión sobrepoblada. Por una de esas gratas casualidades que la vida nos pone en el camino, una generación importante de muchachos se acercó al taller y aunque los talentos eran desiguales, ninguno faltaba a las sesiones. Recuerdo que llegamos a tener reuniones con diez o doce comensales entre los que estaban o estuvieron Daniel Herrera, Enrique Sada, Édgar Salinas, René Orozco, Alberto de la Fuente, César Cano, Idoia Leal, Salvador Sáenz, entre los que más recuerdo. A ese grupo se integró Miguel Báez Durán en lo que ahora puedo llamar su segunda etapa como miembro del taller que yo coordinaba. Por supuesto, Miguel había madurado sobremanera. Su prosa era ya muy segura, había visto muchísimo más cine y sus lecturas habían crecido notablemente. Ocupaba un lugar en el taller, pero casi estoy seguro que ya no lo necesitaba, salvo quizá por lo grato de la convivencia.
En alguna de aquellas sesiones llevó un cuento con temática canadiense-mexicana. La anécdota transcurría, digamos, en Calgary, pero el protagonista era mexicano. El cuento era largo y eficaz, y por eso fue bien recibido por los lectores del taller, y me incluyo. Fue por eso que, delante de todos, le dije a Miguel: aquí está una veta, un libro de cuentos con unidad; ¿por qué no escribes una serie de relatos donde explores la relación entre México y Canadá? Traes muchas visiones, muchas anécdotas, y sobre todo traes un montón de referentes culturales, la posibilidad de hacer paralelismos entre los dos países. Miguel, para no variar, lo tomó en serio, demasiado en serio, y cada dos semanas, durante varios meses, nos sorprendió con sus cuentos hechos con águila y serpiente más hoja de arce. Todos eran buenos, y a la larga, en menos de un año debo decir, configuraron el libro que, siete u ocho años después, presentamos una noche: ésta.
Miguel egresó a finales de los noventa y se fue a estudiar la maestría en letras a la Universidad de Calgary, en Canadá. Tras dos o tres años, no recuerdo, de estancia en el aquellas heladas tierras, volvió a Torreón y se integró como maestro a la UIA. Para entonces (les hablo de 2000 o 2001, más o menos) yo seguía con el taller literario, pero ahora en su versión sobrepoblada. Por una de esas gratas casualidades que la vida nos pone en el camino, una generación importante de muchachos se acercó al taller y aunque los talentos eran desiguales, ninguno faltaba a las sesiones. Recuerdo que llegamos a tener reuniones con diez o doce comensales entre los que estaban o estuvieron Daniel Herrera, Enrique Sada, Édgar Salinas, René Orozco, Alberto de la Fuente, César Cano, Idoia Leal, Salvador Sáenz, entre los que más recuerdo. A ese grupo se integró Miguel Báez Durán en lo que ahora puedo llamar su segunda etapa como miembro del taller que yo coordinaba. Por supuesto, Miguel había madurado sobremanera. Su prosa era ya muy segura, había visto muchísimo más cine y sus lecturas habían crecido notablemente. Ocupaba un lugar en el taller, pero casi estoy seguro que ya no lo necesitaba, salvo quizá por lo grato de la convivencia.
En alguna de aquellas sesiones llevó un cuento con temática canadiense-mexicana. La anécdota transcurría, digamos, en Calgary, pero el protagonista era mexicano. El cuento era largo y eficaz, y por eso fue bien recibido por los lectores del taller, y me incluyo. Fue por eso que, delante de todos, le dije a Miguel: aquí está una veta, un libro de cuentos con unidad; ¿por qué no escribes una serie de relatos donde explores la relación entre México y Canadá? Traes muchas visiones, muchas anécdotas, y sobre todo traes un montón de referentes culturales, la posibilidad de hacer paralelismos entre los dos países. Miguel, para no variar, lo tomó en serio, demasiado en serio, y cada dos semanas, durante varios meses, nos sorprendió con sus cuentos hechos con águila y serpiente más hoja de arce. Todos eran buenos, y a la larga, en menos de un año debo decir, configuraron el libro que, siete u ocho años después, presentamos una noche: ésta.
Nota del editor: Texto leído en la presentación de Miel de maple celebrada el 17 de agosto de 2009; compartimos la mesa Miguel Báez, Daniel Lomas y yo. El libro está a la venta en las librerías Punto y aparte, del FCE del Teatro Martínez y de la Coordinación de la UAdeC).
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A continuación, la reseña de Daniel Lomas sobre Miel de maple:
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Jarabe de ácido
Daniel Lomas
Allá por finales de los años noventa, supe de oídas que Miguel Báez era un joven “lagunero” que andaba de viaje en Canadá. Que recién había egresado de las filas de la carrera en Derecho. Que escribía cuentos. O que era un escritor en cierne. Que momentáneamente había guardado en el clóset el traje y la corbata bien planchados del abogado litigante y en cambio había entintado su bolígrafo en esta sopa de letras que es la literatura, por cierto, no menos valiosa que la ciencia jurídica aunque tampoco más vital que la oncología, la ingeniería, la carpintería o la profesión que sea. Así pues, a Miguel Báez le había llegado su hora de empacar los sueños y los libros en una sola maleta y emigrar con un boleto de avión hacia a Canadá. La moneda de la suerte estaba en el aire y él apostaba su futuro en tierras extranjeras. Tiempo después lo conocí en persona, cuando él vino a pasar unas vacaciones aquí en Torreón, la capital del polvo. Y en principio de cuentas debo aclarar que aquel Miguel Báez a quien yo traté era alguien más bien callado, inteligente, reservado, que sabía mantenerse al margen observando todo con un ojo agudo, quizá de crítica, quizá de prudencia. Era más bien amigo del silencio, aunque no por eso estaba peleado con la risa ni la desdeñaba. Un Miguel Báez sin otro vicio mejor definido que el de la lectura voraz. Y además de todo, era un verdadero devoto del cine, de verlo en cantidades industriales y comentarlo después, por escrito, claro está. En fin, pido disculpas por este morbo mío de proporcionar la media filiación de las personas antes que comentar sobre el libro Miel de maple, que en realidad es para lo que fui invitado. Pido disculpas, mas sé que siempre es más importante el hombre que la letra.
Y bueno, no quiero soltar todavía este hilo del que vengo tirando. Me acuerdo de unos versos hermosos de Jaime Gil de Biedma que dicen: “eran los bellos tiempos de la juventud, cuando dejar atrás padres y patria es sentirse más libre para siempre”. O quién no recordará esa guitarra ronca de cuerdas lentas que canta: “No soy de aquí ni soy de allá”. Cierto, no somos más que turistas de paso por el mundo, no obstante que a veces es fácil olvidarlo. Cierto, alguna vez también nosotros hemos quemado las naves y zarpado hacia otros puertos. El viaje, en cierta forma, además de ser una fuga para los sentidos, además de virar en ciento ochenta grados nuestra existencia, el viaje nos vuelve poco a poco ciudadanos de ningún lugar, extranjeros de todos los sitios, sin más país que la conciencia encerrada entre las cuatro paredes de una habitación o bien entre las dos páginas del libro que sostenemos en las manos. El viaje es, por otra parte, sinónimo de nuestra fugacidad humana. Estamos de paso por el mundo, y en esta carne de hombre está inscrita una fecha de caducidad, somos perecederos.
No piensen ustedes que estoy hablando a tontas y locas, aunque tampoco estoy hablando de otra manera. En suma, lo que pretendo decir es que éstos y otros elementos se relacionan íntimamente con Miel de maple. Miguel Báez, allá en Calgary, Canadá, realizó una maestría en Letras Españolas y además de ese diploma regresó con un tomito de su autoría bajo el brazo, titulado Un comal lleno de voces, libro ensayístico sobre el gran Rulfo. Ahora bien, puedo afirmar casi categóricamente que Miel de maple es un fruto que maduró a partir de aquellas las primeras andanzas canadienses de Miguel. Nos pudo haber regalado una bitácora de viajero, o crónicas, o estampas del país de la bandera de arce, mas no fue así.
Miel de maple es una colección de doce cuentos. Y a pesar de que el título nos remite a ese jarabe empalagoso que guardamos entre los pomos de la alacena y que bien puede enviar al hospital a más de un paciente acometido por un coma diabético, paradójicamente, en el libro de Miguel nos encontramos con una escritura fuerte en cucharadas de ácido, en cucharadas de mordacidad, de ironía y de risa.
En términos generales, los personajes son tipos muy libres. Digamos que practican la libertad hasta el extremo de la rebeldía y a veces el cinismo. Son ciudadanos a los que no les interese mucho ser modelos ejemplares en conducta, ni sacar una calificación de diez en lecciones de civismo. No transigen con las mentiras de la sociedad, y en ese sentido son unos francotiradores que acechan la farsa, la corruptela íntima de sí mismos y de los otros. Ahora bien, uno de los denominadores comunes más marcados a lo largo del libro es que los personajes son seres que están de paso. Quiero decir, a veces son mexicanos radicados sobre el suelo de hielo de Canadá, o bien son canadienses que pasean por el suelo tricolor de México. O séase, son como plantas en el aire, fulanos cuya raíz se encuentra plantada lejos en otro sitio. Quizá eso mismo los vuelve más libres e intrépidos para no contemporizar con nadie, para no soportan la costra de mentiras que recubre a toda sociedad y a muchos seres humanos.
Por ejemplo, el cuento Tuertas nos cuenta la historia de una anciana viuda, de ochenta y pico de años, que vive en la más absoluta de las soledades. Una persona que ha quedado tan rotundamente sola que poco a poco va supliendo la falta de calor humano con la compañía de animales, pues en este caso, ella vive rodeada por una tropa inaudita de sesenta y siete gatos, en una atmósfera devastada por el caos y la inmundicia que defecan y orinan los pequeños felinos. Luego, la pestilencia que destila la vivienda de la anciana alerta a los vecinos, y la historia de su abandono es transmitida a través de un canal de televisión. Una brigada de samaritanos se ofrece entonces para ayudar a la anciana en las faenas de limpieza. Sin embargo, conforme avanza la trama descubrimos que detrás de ese acto humanitario, detrás de la buena fe aparente subyace una relación de enemistad y odio recrudecidos. Todo eso que en primera instancia parecía un acto de filantropía pura es más bien ganas de joder al prójimo, pues hay un sucio sentimiento entre vecinos mal avenidos con la anciana.
El cuento "Víctor, un Bórquez Trujillo" es la historia de un júnior irreverente, de un joven engreído, petulante, que ha crecido al amparo de los millones de sus padres y por tanto se cree dueño del mundo, con ganas de comérselo como si fuera una tajada de un pastel de fresas. Lo respaldan las malas notas y las quejas en la escuela. Es un adolescente mimado y prepotente. Por otra parte, es un ladrón sexual pues digamos que ya gozó de un devaneo con la muchacha de la limpieza y nada más la embarazó. Así que los padres se ven en el apuro de dar constantemente la cara por su hijo, de ser avales de sus fechorías. A pesar de todo, el padre le obsequia un automóvil de súper lujo, un jaguar, y Víctor Bórquez, al volante, fanfarronea con sus amigos hundiendo a fondo el zapato en el acelerador y el jaguar que ruge como un verdadero jaguar hasta que Víctor se estampa con otro vehículo y en el percance mata a otro joven. Pero él qué diablos le va a importar la muerte del otro, él se lamenta, llora y gimotea por la pérdida de su adorado jaguar. Así pues, como castigo a su pésima conducta, los padres deciden mandarlo lejos, muy lejos, a Canadá, a Vancouver, como quien mejor retira el arroz negro de un plato. Miguel Báez nos muestra aquí su mordacidad como narrador, su astucia para recrear personaje atractivo y odioso.
El cuento titulado "En ningún sitio del planeta" es quizá mi preferido dentro de esta colección. La médula de la historia radica en un hecho de sangre que como todos los hechos de sangre es estúpido y absurdo: un asesinato entre jóvenes al interior de una escuela secundaria. La cámara central con que está filmada y/o narrada la ficción, enfoca en primer plano al progenitor de un estudiante. Un padre que es un empleado canadiense pero de nacionalidad mexicana, y que un mal día, de pronto, inesperadamente, a través de la pantalla de la televisión se viene a enterar de que ha ocurrido un crimen en el plantel donde estudia su hijo, y lo peor de todo, el resultado: hay un chico muerto. Así que el padre, con el corazón desquiciado de angustia, se dirige de inmediato a la escuela del hijo y al mismo tiempo que es invadido por una sospecha: ¿qué tal si su hijo está involucrado en el suceso terrible? Como premonición, como un temor que habrá de resquebrajarlo interiormente, el padre empieza a intuir que sí, que en efecto su hijo está involucrado, pero aún se interroga sobre un detalle que ignora: ¿su hijo será la víctima o el victimario? Lo más grave de todo es que las sospechas del padre serán confirmadas más tarde. Pero en fin, no cuento más. Considero que a veces no es indispensable que el escritor sea un gran inventor historias. Quiero decir, basta con eche un vistazo a la realidad y se percate de que el mundo está plagado de huesos de cuentos, radiografías de cuentos, hilachas de cuentos o cuentos despedazados, y su tarea entonces será reconstruirlos pieza por pieza, transportarlos lo mejor posible al papel. Pensemos en Los cachorros de Vargas Llosa, que surgió de una nota periodística. O bien en la novela A sangre fría de Truman Capote, que de igual forma germina desde la realidad. El talento de Báez, en este último cuento que acabo de comentar, consiste en poseer un ojo sagaz para descubrir el hecho truculento y dramatizarlo, o literaturizarlo, por medio de la tinta impresa. En lo personal, me encantó la angustia que el relato deja caer sobre el personaje central, el padre, y que a la vez no es otra cosa que la angustia que despierta en el lector.
Asimismo, Miguel Báez explora el tema de la vida en pareja, como en los cuentos "La muda mano de Siona" o en "Blanco y rojo", y nos narra como el deterioro llega incluso a astillar el rato de placer. Recordemos que no se ha inventado aún una piedra de afilar capaz de afilar la pasión, y que por el contrario, el rechazo entre las parejas nace de la misma cotidianidad. En fin, estas son algunas muestras radiográficas de los cuentos de Báez.
Miguel Báez, decía y digo, es alguien que ha elegido que su camino sean las letras, esta sopa de letras en la que varios andamos empantanados. Pensemos que uno tiene la obligación ineluctable de inventarse un destino. Sí, el hombre nace con pies y piernas para caminar pero sin un camino trazado de antemano, y acaso por eso Miguel ha escogido este oficio juguetón y egoísta llamado literatura, este gran lujo. Miguel Báez va y viene de México a Canadá como un avión, como un péndulo, no es de aquí ni es de allá, o es de aquí y es de allá. Desertor de la ciudad del polvo, fugitivo, hijo pródigo de su familia y sus amistades. Miguel Báez, bienvenido a casa.
Allá por finales de los años noventa, supe de oídas que Miguel Báez era un joven “lagunero” que andaba de viaje en Canadá. Que recién había egresado de las filas de la carrera en Derecho. Que escribía cuentos. O que era un escritor en cierne. Que momentáneamente había guardado en el clóset el traje y la corbata bien planchados del abogado litigante y en cambio había entintado su bolígrafo en esta sopa de letras que es la literatura, por cierto, no menos valiosa que la ciencia jurídica aunque tampoco más vital que la oncología, la ingeniería, la carpintería o la profesión que sea. Así pues, a Miguel Báez le había llegado su hora de empacar los sueños y los libros en una sola maleta y emigrar con un boleto de avión hacia a Canadá. La moneda de la suerte estaba en el aire y él apostaba su futuro en tierras extranjeras. Tiempo después lo conocí en persona, cuando él vino a pasar unas vacaciones aquí en Torreón, la capital del polvo. Y en principio de cuentas debo aclarar que aquel Miguel Báez a quien yo traté era alguien más bien callado, inteligente, reservado, que sabía mantenerse al margen observando todo con un ojo agudo, quizá de crítica, quizá de prudencia. Era más bien amigo del silencio, aunque no por eso estaba peleado con la risa ni la desdeñaba. Un Miguel Báez sin otro vicio mejor definido que el de la lectura voraz. Y además de todo, era un verdadero devoto del cine, de verlo en cantidades industriales y comentarlo después, por escrito, claro está. En fin, pido disculpas por este morbo mío de proporcionar la media filiación de las personas antes que comentar sobre el libro Miel de maple, que en realidad es para lo que fui invitado. Pido disculpas, mas sé que siempre es más importante el hombre que la letra.
Y bueno, no quiero soltar todavía este hilo del que vengo tirando. Me acuerdo de unos versos hermosos de Jaime Gil de Biedma que dicen: “eran los bellos tiempos de la juventud, cuando dejar atrás padres y patria es sentirse más libre para siempre”. O quién no recordará esa guitarra ronca de cuerdas lentas que canta: “No soy de aquí ni soy de allá”. Cierto, no somos más que turistas de paso por el mundo, no obstante que a veces es fácil olvidarlo. Cierto, alguna vez también nosotros hemos quemado las naves y zarpado hacia otros puertos. El viaje, en cierta forma, además de ser una fuga para los sentidos, además de virar en ciento ochenta grados nuestra existencia, el viaje nos vuelve poco a poco ciudadanos de ningún lugar, extranjeros de todos los sitios, sin más país que la conciencia encerrada entre las cuatro paredes de una habitación o bien entre las dos páginas del libro que sostenemos en las manos. El viaje es, por otra parte, sinónimo de nuestra fugacidad humana. Estamos de paso por el mundo, y en esta carne de hombre está inscrita una fecha de caducidad, somos perecederos.
No piensen ustedes que estoy hablando a tontas y locas, aunque tampoco estoy hablando de otra manera. En suma, lo que pretendo decir es que éstos y otros elementos se relacionan íntimamente con Miel de maple. Miguel Báez, allá en Calgary, Canadá, realizó una maestría en Letras Españolas y además de ese diploma regresó con un tomito de su autoría bajo el brazo, titulado Un comal lleno de voces, libro ensayístico sobre el gran Rulfo. Ahora bien, puedo afirmar casi categóricamente que Miel de maple es un fruto que maduró a partir de aquellas las primeras andanzas canadienses de Miguel. Nos pudo haber regalado una bitácora de viajero, o crónicas, o estampas del país de la bandera de arce, mas no fue así.
Miel de maple es una colección de doce cuentos. Y a pesar de que el título nos remite a ese jarabe empalagoso que guardamos entre los pomos de la alacena y que bien puede enviar al hospital a más de un paciente acometido por un coma diabético, paradójicamente, en el libro de Miguel nos encontramos con una escritura fuerte en cucharadas de ácido, en cucharadas de mordacidad, de ironía y de risa.
En términos generales, los personajes son tipos muy libres. Digamos que practican la libertad hasta el extremo de la rebeldía y a veces el cinismo. Son ciudadanos a los que no les interese mucho ser modelos ejemplares en conducta, ni sacar una calificación de diez en lecciones de civismo. No transigen con las mentiras de la sociedad, y en ese sentido son unos francotiradores que acechan la farsa, la corruptela íntima de sí mismos y de los otros. Ahora bien, uno de los denominadores comunes más marcados a lo largo del libro es que los personajes son seres que están de paso. Quiero decir, a veces son mexicanos radicados sobre el suelo de hielo de Canadá, o bien son canadienses que pasean por el suelo tricolor de México. O séase, son como plantas en el aire, fulanos cuya raíz se encuentra plantada lejos en otro sitio. Quizá eso mismo los vuelve más libres e intrépidos para no contemporizar con nadie, para no soportan la costra de mentiras que recubre a toda sociedad y a muchos seres humanos.
Por ejemplo, el cuento Tuertas nos cuenta la historia de una anciana viuda, de ochenta y pico de años, que vive en la más absoluta de las soledades. Una persona que ha quedado tan rotundamente sola que poco a poco va supliendo la falta de calor humano con la compañía de animales, pues en este caso, ella vive rodeada por una tropa inaudita de sesenta y siete gatos, en una atmósfera devastada por el caos y la inmundicia que defecan y orinan los pequeños felinos. Luego, la pestilencia que destila la vivienda de la anciana alerta a los vecinos, y la historia de su abandono es transmitida a través de un canal de televisión. Una brigada de samaritanos se ofrece entonces para ayudar a la anciana en las faenas de limpieza. Sin embargo, conforme avanza la trama descubrimos que detrás de ese acto humanitario, detrás de la buena fe aparente subyace una relación de enemistad y odio recrudecidos. Todo eso que en primera instancia parecía un acto de filantropía pura es más bien ganas de joder al prójimo, pues hay un sucio sentimiento entre vecinos mal avenidos con la anciana.
El cuento "Víctor, un Bórquez Trujillo" es la historia de un júnior irreverente, de un joven engreído, petulante, que ha crecido al amparo de los millones de sus padres y por tanto se cree dueño del mundo, con ganas de comérselo como si fuera una tajada de un pastel de fresas. Lo respaldan las malas notas y las quejas en la escuela. Es un adolescente mimado y prepotente. Por otra parte, es un ladrón sexual pues digamos que ya gozó de un devaneo con la muchacha de la limpieza y nada más la embarazó. Así que los padres se ven en el apuro de dar constantemente la cara por su hijo, de ser avales de sus fechorías. A pesar de todo, el padre le obsequia un automóvil de súper lujo, un jaguar, y Víctor Bórquez, al volante, fanfarronea con sus amigos hundiendo a fondo el zapato en el acelerador y el jaguar que ruge como un verdadero jaguar hasta que Víctor se estampa con otro vehículo y en el percance mata a otro joven. Pero él qué diablos le va a importar la muerte del otro, él se lamenta, llora y gimotea por la pérdida de su adorado jaguar. Así pues, como castigo a su pésima conducta, los padres deciden mandarlo lejos, muy lejos, a Canadá, a Vancouver, como quien mejor retira el arroz negro de un plato. Miguel Báez nos muestra aquí su mordacidad como narrador, su astucia para recrear personaje atractivo y odioso.
El cuento titulado "En ningún sitio del planeta" es quizá mi preferido dentro de esta colección. La médula de la historia radica en un hecho de sangre que como todos los hechos de sangre es estúpido y absurdo: un asesinato entre jóvenes al interior de una escuela secundaria. La cámara central con que está filmada y/o narrada la ficción, enfoca en primer plano al progenitor de un estudiante. Un padre que es un empleado canadiense pero de nacionalidad mexicana, y que un mal día, de pronto, inesperadamente, a través de la pantalla de la televisión se viene a enterar de que ha ocurrido un crimen en el plantel donde estudia su hijo, y lo peor de todo, el resultado: hay un chico muerto. Así que el padre, con el corazón desquiciado de angustia, se dirige de inmediato a la escuela del hijo y al mismo tiempo que es invadido por una sospecha: ¿qué tal si su hijo está involucrado en el suceso terrible? Como premonición, como un temor que habrá de resquebrajarlo interiormente, el padre empieza a intuir que sí, que en efecto su hijo está involucrado, pero aún se interroga sobre un detalle que ignora: ¿su hijo será la víctima o el victimario? Lo más grave de todo es que las sospechas del padre serán confirmadas más tarde. Pero en fin, no cuento más. Considero que a veces no es indispensable que el escritor sea un gran inventor historias. Quiero decir, basta con eche un vistazo a la realidad y se percate de que el mundo está plagado de huesos de cuentos, radiografías de cuentos, hilachas de cuentos o cuentos despedazados, y su tarea entonces será reconstruirlos pieza por pieza, transportarlos lo mejor posible al papel. Pensemos en Los cachorros de Vargas Llosa, que surgió de una nota periodística. O bien en la novela A sangre fría de Truman Capote, que de igual forma germina desde la realidad. El talento de Báez, en este último cuento que acabo de comentar, consiste en poseer un ojo sagaz para descubrir el hecho truculento y dramatizarlo, o literaturizarlo, por medio de la tinta impresa. En lo personal, me encantó la angustia que el relato deja caer sobre el personaje central, el padre, y que a la vez no es otra cosa que la angustia que despierta en el lector.
Asimismo, Miguel Báez explora el tema de la vida en pareja, como en los cuentos "La muda mano de Siona" o en "Blanco y rojo", y nos narra como el deterioro llega incluso a astillar el rato de placer. Recordemos que no se ha inventado aún una piedra de afilar capaz de afilar la pasión, y que por el contrario, el rechazo entre las parejas nace de la misma cotidianidad. En fin, estas son algunas muestras radiográficas de los cuentos de Báez.
Miguel Báez, decía y digo, es alguien que ha elegido que su camino sean las letras, esta sopa de letras en la que varios andamos empantanados. Pensemos que uno tiene la obligación ineluctable de inventarse un destino. Sí, el hombre nace con pies y piernas para caminar pero sin un camino trazado de antemano, y acaso por eso Miguel ha escogido este oficio juguetón y egoísta llamado literatura, este gran lujo. Miguel Báez va y viene de México a Canadá como un avión, como un péndulo, no es de aquí ni es de allá, o es de aquí y es de allá. Desertor de la ciudad del polvo, fugitivo, hijo pródigo de su familia y sus amistades. Miguel Báez, bienvenido a casa.