domingo, agosto 02, 2009

Mil rutas



De chiquito aprendí muy bien a ser desorganizado; lo he sido en todo, pero cuando empecé la aventura casi infructuosa de escribir vislumbré, solo y a tientas, que este oficio de tinieblas requería un poco de orden, un mínimo hilo ariadnesco para no extraviar el rumbo en el laberinto de papeles convocados por el trato con las palabras. Así, a los 17 comencé la compra y el acomodo de mis libros; poco después, a los veinte, los primeros borradores de mis malacuchos cuentos quedaron penosamente (lo que significa con vergüenza, no con dificultad) ordenados en cuadernos que sólo yo me atrevo a escudriñar. Recuerdo que emprendí un conato de fichaje bibliográfico, pero casi de inmediato desistí; hice resúmenes de lecturas, acomodé por fechas suplementos y revistas culturales, rotulé carpetas para guardar originales y copias con tachaduras de corrección. Con el paso del tiempo y la llegada de obligaciones adultas, las oportunidades para seguir un orden escasearon y fue entonces cuando el caos se apoderó, por lapsos, de mi silenciosa labor. Incómodo por no tener control, esbocé un plan de autoadministración literaria y cada cierto tiempo ajustaba tuercas, abría carpetas, ordenaba un tanto el feo caos que devoraba mis quehaceres.
La llegada de la computadora me permitió, en 1993, una mejor organización gracias a la virtualidad. Fue un poco más sencillo y, con el paso de los años, considero que he alcanzado experiencia para coordinar sin ningún auxilio externo una vida literario/periodística, la mía. En 2005 recibí de Marcela Moreno la invitación para abrir esta columna que, como muchos espacios de su tipo, amenazaba con dos futuros: durar unas cuantas semanas o sobrevivir un buen rato. Eso forzó la creación de una carpeta especial y un boceto de administración en el que quedara registro, así fuera para mi sola ayuda, del número, el título y la fecha de cada entrega. Nomás por eso sé que hoy, con esta entrega, Ruta Norte llega a mil apariciones. Empezó el 6 de marzo del 2005, y desde entonces ha cumplido sin falla con su frenética periodicidad.
Llegar a mil no es heroico, lo digo con franqueza, pues muchos columnistas hay que despedazan ese número. No es heroico, pero me tranquiliza haber acatado en tiempo y extensión un compromiso de colaboración, y más bajo el entendido de que mi obligación principal está con la celosa literatura. Pues bien, ni con ella ni con el periodismo he quedado tan mal, pues con una mano ha salido la columna y con la otra varias cuartillas de diverso pelaje. En suma, estoy contento, tranquilo, seguro de que siempre puede ser mejor lo que uno entrega, aunque por las prisas inherentes a la frecuencia del periodismo uno escribe lo que puede y como puede, no lo que quiere y como quiere.
Durante los casi cinco años de vida rutanorteña he querido abrirle un espacio al cuidado de la palabra. Por falta de talento, lejos estoy del estilismo, de la exquisitez azorineana o arroeolista, pero en todo momento he sido conciente de que aquí la forma importa tanto como el fondo: los pobres resultados obedecen a mi incapacidad, no a mi desinterés. En este caso, creí desde el principio lo que siempre he creído: que los temas insinúan el tono, que la seriedad, la solemnidad, la frialdad es digna de ciertos asuntos; y la jácara, la parodia, el jugueteo, de otros. Tal vez no ha sido la mejor decisión, eso no lo sabré nunca con claridad, pero he trabajado conciente de que he escrito tal o cual texto en tal o cual registro con el fin de ofrecer a los lectores una miscelánea de efectos que dependen ora del ritmo sintáctico, ora de la adjetivación, ora de la ironía, ora del arrebato deliberado, ora de una burlona erudición fina o callejera, y ora, por qué no, de cierta picardía que tal vez pudo comunicar al lector mi enamoramiento de las voces coloquiales, esas que acuña la gente con espontánea belleza y que muchas veces no tienen buena acogida en los medios.
En la primera entrega de la columna afirmé lo que reitero en esta especie de profesión de fe: “¿De qué escribir cuando a uno lo invitan a escribir?, esta pregunta es la primera que debe plantearse quien asume la responsabilidad de alimentar una columna. Como así es, escribo en esta primera entrega de Ruta Norte que escribiré sobre libros y escritores, sobre medios de comunicación, sobre arte y política, sobre asuntos misceláneos con algún discreto tinte antropológico. No quiero, sin embargo, pecar de solemnidad, incurrir en el soliloquio bostezante, sino aprovechar el espacio que generosamente me convida La Opinión para campechanear ideas con el tono oscilatorio del —me atrevo a denominarlo así— ‘periodismo lúdico’, un periodismo que sin renunciar a su responsabilidad social y política, a su gesto militante, atreve en todo momento el chispazo desenfadado y festivo, satírico a veces, que le dé al lector la posibilidad de encontrar amable lo sacralizado y serio lo mordaz”. Tengo la impresión de que, con altibajos o momentos de cierta fatiga, he cumplido con el propósito expresado en aquella ruta inaugural.
La llegada a estas mil rutas coincide con un aniversario que guardo, hasta hoy, con íntimo orgullo: el 9 de septiembre de 1984 publiqué por primera vez; fue en La Opinión Cultural, suplemento que coordinaba Saúl Rosales. Han pasado entonces 25 años de publicar, un lapso ya razonable para pensar que entre la literatura y el periodismo se fue la mejor etapa de mi vida. No creo ahora que haya sido una mala decisión elegir esto, más si consideramos que todo partió nebulosamente, sin un programa preciso ni un estímulo exterior que afianzara o empujara lo que conocemos como “vocación”, si es que alguna tengo. Por ello, he pensado en un proyecto viable gracias al poderío del internet: trepar las mil columnas, y su lista, al blog de Ruta Norte y, en lo que queda del semestre, presentar mis libros pendientes (Leyenda Morgan y Parábola del moribundo) en La Laguna, México, Saltillo, Durango y en algún lugar de España que estoy por confirmar.
Como se podrá adivinar, tengo una selecta lista de acreedores intelectuales: Saúl Rosales, Gilberto Prado, Gerardo García, Sergio Antonio Corona, David Lagmanovich y Juan Pablo Neyret. De ellos he aprendido el amor a las letras y al conocimiento, la fe en leer y en teclear. Hoy, a casi 25 años de escritura y en esta Ruta Norte mil, les doy las gracias a ellos, a mis amigos y a los lectores que han tenido a mal asomarse a estos renglones. Como son pocos, ya habrá tiempo de saludar de mano a cada uno.