Lo he visto tres veces y las enumero: 1) en el bar Cantares, donde por primera vez me quedé chiva con su capacidad humorística; 2) en una posada del grupo Multimedios, donde confirmé su talento para el relato pícaro; y 3) el viernes pasado en un salón del hotel Crown Plaza, donde amenizó una actividad empresarial y dictó cátedra como etnógrafo del humor, nuestro etnógrafo del humor. Enfatizo el pronombre posesivo “nuestro” porque Rogelio Ramos es, evidentemente, nuestro observador cómico más agudo en el mundo del espectáculo, el humorista que con más filoso bisturí ha examinado y examina las tripas de la realidad social, económica y cultural de La Laguna. Es, en pocas palabras, el mejor ridiculizador de nuestra ridiculez, un humorista que como quien no quiere la cosa pasa su risueña aplanadora sobre los hábitos, las conductas, las aspiraciones y los miedos del grupo, de la época y del lugar que nos han tocado en suerte.
Aunque no sería malo que lo fuera, no es un cuentachistes, un memorizador de chascarrillos al estilo del imbatible Jojojorge Falcón, amo y señor del chiste y la fealdad facial en el reino del humorismo mexicano. Tampoco es un actor de comedia al estilo de Derbez, quien gracias a sus disfraces y sobre todo a sus guionistas ha logrado colocarse como mandoncillo del humor (en lo personal, casi todo lo que hace me parece fallido). Tampoco es, como Andrés Bustamante o Mr. Bean, un mago del sketch situacional. El más cercano referente que le puedo encontrar a Rogelio Ramos es el de Adal Ramones y sus monólogos, aunque en el caso del lagunero el discurso está muy bien aderezado con los ingredientes adicionales de la imitación paródica a cantantes y una mimesis corporal que no sobrexplota y siempre ejecuta con solvencia. En efecto, además de las historias narradas, Ramos conduce parte de sus rutinas hacia el terreno de la imitación: las de Chente Fernández, Juan Gabriel, Alberto Vázquez, Lupe Esparza y el Potrillo Fernández le salen perfectas, con voz suficientemente bien colocada e, insisto, con una gestualidad y un manejo corporal que sirven para ubicar a “los famosos” en el ámbito de la caricatura en vivo.
Pero no son ni los chistes intermedios (como ciertos gags en cine), ni las imitaciones, ni la gestualidad, ni el dominio corporal ni nada de eso lo que hace peculiar y grato el trabajo de Rogelio Ramos. Hay algo más profundo y novedoso, algo que puedo sintetizar en lo que, sospecho, es su principal fortaleza: una mezcla de pelangocho desenfado retórico y una profunda capacidad para observar (para observar con los ojos, claro, pero principalmente para observar con los oídos, si se me permite la quevediana expresión) los ritos de la sociedad en la que nos movemos. Puntiagudo, espina de cardenche al fin, Ramos da la impresión de que, como etnógrafo, se instala en los círculos sociales y mira, oye, huele, palpa, y con la experiencia recogida destila luego el sabroso veneno de su humor. Hay tanta materia prima que puede articular rutinas en las que va descabechando (¿el verbo “descabechar” es un lagunerismo?) a todo el que se le atraviesa en el camino. La etnografía, o sea, el “estudio descriptivo de las costumbres y tradiciones de los pueblos”, anda pues sutilmente incrustada en el trabajo que Ramos configura.
Es por eso que los espectáculos por él montados suelen ser largos discursos cuya estructura, en general, avanza por un tema eje o diégesis (por llamarlo de algún modo más o menos mamón). Mientras tal diégesis o historia eje es desarrollada, el humorista introduce subrelatos o metadiégesis, historias secundarias que parecen digresiones y que ayudan a enriquecer la historia principal, además de eliminar el posible tedio o la monotonía que pueda ir generando el asunto vertebral de la rutina. Así, en ese pespunte entre una historia matriz y varias ramas desprendidas, el show de Rogelio Ramos logra mantener atado al público, todo con el solo y poderoso recurso de la palabra, es decir, sin disfraces, sin luces, sin edecanes buenototas ni efectos de sonido. Lograr que eso dure más de una hora no es sencillo, pues cuántos cómicos hay (Ortiz de Pinedo) que al primer chistorete ya queremos que se larguen a ver si ya puso la marrana.
Nadie escapa a las rutinas de Rogelio Ramos, sobre todo el amplio sector social ubicable en la franja de la clase media baja, media media y media alta trepadoras. Ese es su público meta, el mismo que tiene los recursos para acceder a sus shows, además de la apertura y la necesidad de desahogar el estrés que provoca el rapelismo social. La mitología clasemediera es pasada por el carajo microscopio de Ramos, quien hilvana un discurso en el que se pueden apreciar el sinsentido, la banalidad y la mequez del mundillo arribista en el que todos queremos ser chingones sin importar a quién chinguemos.
El hombre, el macho, aparece en Ramos con toda su galería de tics sociales. Suele ser güevón y bruto, lambiscón, mediocre pero sobrado; si es joven, se quiere tragar el mundo de un bocado, es insolente, incrédulo, un burrazo en la escuela y echón hasta el asco. Si es cuarentón, anda en broncas económicas, toma kilos de Viagra porque ya no paraguas cuando está en la caja de bateo, ante sus amigos se siente Tarzán pero en corto, frente a su esposa, es un puto mandilón (mandil de la casa y oscuridad de la calle) que deja a Gutierritos en calidad de playboy. Si es viejo, padre de familia a la vieja usanza, es machote químicamente puro, no le da explicaciones ni a su madre y juzga que sus hijos (acaso con razón) son una sarta de pendejos que se deja maniatar al primer gruñido.
A la mujer le da por su lado. Ramos no se le va encima, a la yugular, de inmediato, pues sabe que, como público, las chicas superpoderosas aguantan menos la carrilla. Primero se las echa a la bolsa, les dice hermosas e inteligentes (más que los hombres), pero conforme avanza el espectáculo va aflorando toda la carcoma de las señoras y señoritas que son verdaderos paradigmas de darwinismo social. Son dominantes, berrinchudas, románticas a la antigua en un mundo pragmático y hojaldre, criticonas, macuarras, competidoras y obsesivas del estatus. Si son jóvenes, son algo taradas y por tanto presas fáciles de cualquier chabacana frivolidad.
En resumen, Ramos es a su manera un crítico certero de la chusca vida que se han (que nos hemos) hecho los clasemedianos. Entre las palabrotas y la aparente simplonería, detrás de un espectáculo que aparenta ser sólo eso, un espectáculo, hay un etnógrafo involuntario, alguien que nos mira, nos analiza y se carcajea. Es Rogelio Ramos, el mejor humorista de la comarca lagunera.
Aunque no sería malo que lo fuera, no es un cuentachistes, un memorizador de chascarrillos al estilo del imbatible Jojojorge Falcón, amo y señor del chiste y la fealdad facial en el reino del humorismo mexicano. Tampoco es un actor de comedia al estilo de Derbez, quien gracias a sus disfraces y sobre todo a sus guionistas ha logrado colocarse como mandoncillo del humor (en lo personal, casi todo lo que hace me parece fallido). Tampoco es, como Andrés Bustamante o Mr. Bean, un mago del sketch situacional. El más cercano referente que le puedo encontrar a Rogelio Ramos es el de Adal Ramones y sus monólogos, aunque en el caso del lagunero el discurso está muy bien aderezado con los ingredientes adicionales de la imitación paródica a cantantes y una mimesis corporal que no sobrexplota y siempre ejecuta con solvencia. En efecto, además de las historias narradas, Ramos conduce parte de sus rutinas hacia el terreno de la imitación: las de Chente Fernández, Juan Gabriel, Alberto Vázquez, Lupe Esparza y el Potrillo Fernández le salen perfectas, con voz suficientemente bien colocada e, insisto, con una gestualidad y un manejo corporal que sirven para ubicar a “los famosos” en el ámbito de la caricatura en vivo.
Pero no son ni los chistes intermedios (como ciertos gags en cine), ni las imitaciones, ni la gestualidad, ni el dominio corporal ni nada de eso lo que hace peculiar y grato el trabajo de Rogelio Ramos. Hay algo más profundo y novedoso, algo que puedo sintetizar en lo que, sospecho, es su principal fortaleza: una mezcla de pelangocho desenfado retórico y una profunda capacidad para observar (para observar con los ojos, claro, pero principalmente para observar con los oídos, si se me permite la quevediana expresión) los ritos de la sociedad en la que nos movemos. Puntiagudo, espina de cardenche al fin, Ramos da la impresión de que, como etnógrafo, se instala en los círculos sociales y mira, oye, huele, palpa, y con la experiencia recogida destila luego el sabroso veneno de su humor. Hay tanta materia prima que puede articular rutinas en las que va descabechando (¿el verbo “descabechar” es un lagunerismo?) a todo el que se le atraviesa en el camino. La etnografía, o sea, el “estudio descriptivo de las costumbres y tradiciones de los pueblos”, anda pues sutilmente incrustada en el trabajo que Ramos configura.
Es por eso que los espectáculos por él montados suelen ser largos discursos cuya estructura, en general, avanza por un tema eje o diégesis (por llamarlo de algún modo más o menos mamón). Mientras tal diégesis o historia eje es desarrollada, el humorista introduce subrelatos o metadiégesis, historias secundarias que parecen digresiones y que ayudan a enriquecer la historia principal, además de eliminar el posible tedio o la monotonía que pueda ir generando el asunto vertebral de la rutina. Así, en ese pespunte entre una historia matriz y varias ramas desprendidas, el show de Rogelio Ramos logra mantener atado al público, todo con el solo y poderoso recurso de la palabra, es decir, sin disfraces, sin luces, sin edecanes buenototas ni efectos de sonido. Lograr que eso dure más de una hora no es sencillo, pues cuántos cómicos hay (Ortiz de Pinedo) que al primer chistorete ya queremos que se larguen a ver si ya puso la marrana.
Nadie escapa a las rutinas de Rogelio Ramos, sobre todo el amplio sector social ubicable en la franja de la clase media baja, media media y media alta trepadoras. Ese es su público meta, el mismo que tiene los recursos para acceder a sus shows, además de la apertura y la necesidad de desahogar el estrés que provoca el rapelismo social. La mitología clasemediera es pasada por el carajo microscopio de Ramos, quien hilvana un discurso en el que se pueden apreciar el sinsentido, la banalidad y la mequez del mundillo arribista en el que todos queremos ser chingones sin importar a quién chinguemos.
El hombre, el macho, aparece en Ramos con toda su galería de tics sociales. Suele ser güevón y bruto, lambiscón, mediocre pero sobrado; si es joven, se quiere tragar el mundo de un bocado, es insolente, incrédulo, un burrazo en la escuela y echón hasta el asco. Si es cuarentón, anda en broncas económicas, toma kilos de Viagra porque ya no paraguas cuando está en la caja de bateo, ante sus amigos se siente Tarzán pero en corto, frente a su esposa, es un puto mandilón (mandil de la casa y oscuridad de la calle) que deja a Gutierritos en calidad de playboy. Si es viejo, padre de familia a la vieja usanza, es machote químicamente puro, no le da explicaciones ni a su madre y juzga que sus hijos (acaso con razón) son una sarta de pendejos que se deja maniatar al primer gruñido.
A la mujer le da por su lado. Ramos no se le va encima, a la yugular, de inmediato, pues sabe que, como público, las chicas superpoderosas aguantan menos la carrilla. Primero se las echa a la bolsa, les dice hermosas e inteligentes (más que los hombres), pero conforme avanza el espectáculo va aflorando toda la carcoma de las señoras y señoritas que son verdaderos paradigmas de darwinismo social. Son dominantes, berrinchudas, románticas a la antigua en un mundo pragmático y hojaldre, criticonas, macuarras, competidoras y obsesivas del estatus. Si son jóvenes, son algo taradas y por tanto presas fáciles de cualquier chabacana frivolidad.
En resumen, Ramos es a su manera un crítico certero de la chusca vida que se han (que nos hemos) hecho los clasemedianos. Entre las palabrotas y la aparente simplonería, detrás de un espectáculo que aparenta ser sólo eso, un espectáculo, hay un etnógrafo involuntario, alguien que nos mira, nos analiza y se carcajea. Es Rogelio Ramos, el mejor humorista de la comarca lagunera.