sábado, noviembre 29, 2025

El personaje Rulfo


 








Es imposible pensar en la repercusión de los dos famosos libros (El Llano en llamas y Pedro Páramo), y sobre todo de la novela que en este 2025 cumple 70 años, sin aproximarnos al enigma Rulfo. Como ocurre con todo lo que se refiere a él, hay muchos testimonios de quienes lo conocieron y lo trataron. Me ciño por ahora a dos: el de Elena Poniatowska en el libro ¡Ay vida, no me mereces!, y a la conferencia “La persona Juan Rulfo”, de su coterráneo Antonio Alatorre. Para empezar, es un hecho que Rulfo fue un sujeto tímido, retraído, callado y por ello enigmático. Carballo, en una entrevista de 2006, apunta que en esa manera de ser se basó buena parte del éxito alcanzado por el personaje Rulfo:

“Rulfo no se dedicaba a promoverse. Rulfo le tenía miedo a la fama. Al final le daba gusto, pero él no ayudó a hacer su fama, más bien se escondía de la fama y eso le cayó muy bien a la gente. El huir de la promoción fue lo que le cayó bien a la gente: el escritor humilde y talentoso. Era hábil, y con eso hizo más propaganda sin hacer propaganda. Muchas gentes, como Fuentes, como Paz, hacían mucha publicidad y no tuvieron la ventaja que tuvo Rulfo. El escritor sencillo, huraño, que escribió un libro”.

Poco antes de morir, a Poniatowska le hizo este comentario luego de que ella lo elogia:

“—Me refería a que tú eres un gran escritor.

—Pues yo siento que soy un pobre diablo, así es el sentimiento que yo tengo, soy todo deprimido y marginado.

—Eres más ocurrente que eso, Juan.

—Eso sí, tengo mis ocurrencias. Pero lo que no me gusta es la gente, hablar en público, no me siento bien, nada bien. Me entra el pánico, me deprimo mucho, por eso te digo que soy deprimido, me entra la depresión baja y siempre tengo la presión baja, entonces me entra una depresión más baja que la depresión”.

Alatorre, su paisano de Jalisco, describe en “La persona Juan Rulfo” algunos pasajes de su vida, incluso de su genealogía. Los abuelos y los padres fueron personas pudientes en su época. Lamentablemente, al nacer, las escaramuzas de la Revolución no se habían apagado y pronto, en su niñez y por su rumbo, se desató la revuelta cristera (1926-1928) donde su padre, Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, fue asesinado. Poco después murió María Vizcaíno, su madre, y el niño terminó, como sus hermanos, en un orfanato. En la frialdad de aquel espacio comenzó a leer, lo mismo que en el seminario, donde estuvo un tiempo hasta que lo enviaron a la ciudad de México a vivir con un tío militar. En la capital, el tío le consiguió un trabajo menor en Migración, donde coincidió con el escritor Efrén Hernández, quien detectó que su amigo Juan leía y escribía, y lo estimuló a mostrar sus cuentos. Con reticencia, Rulfo aceptó publicar un primer relato. Nuestro autor volvió a Guadalajara como empleado de Migración, y allí se encontró con sus paisanos Arreola y Alatorre, quienes le arrancaron otros dos cuentos. Al retornar a México, consiguió otra ocupación, el de la Goodrich Euzkadi, como vendedor de neumáticos de ciudad en ciudad por muchos lugares del país. Por entonces ya se había casado con Clara Aparicio, y ya tenía hijos. Al dejar esa empresa, agarró otro pequeño empleo en la Secretaría de Gobernación, y al entrar la década de los cincuenta obtuvo la beca del Centro Mexicano de Escritores, donde escribió Pedro Páramo.

En revistas publicó algunos adelantos de su novela aún no con el nombre definitivo. El título tentativo más famoso fue “Los murmullos”, e incluso hubo un momento en el que Comala no se llamó así, sino Texcacuesco, y Susana San Juan llevó un nombre distinto y muy extraño para el tono de la historia: Susana Foster. El 16 de marzo de 1985, Excelsior publicó un texto de Rulfo que recuerda detalles de la escritura de Pedro Páramo, cuando era becario del CME:

“En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que durante muchos años había ido tomando forma en mi cabeza. Sentí por fin haber encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules. Al llegar a casa, después de mi trabajo en el departamento de publicidad de la Goodrich, pasaba mis apuntes al cuaderno. Escribía a mano, con pluma fuente Sheaffers y en tinta verde. Dejaba párrafos a la mitad, de modo que pudiera dejar un rescoldo o encontrar el hilo pendiente del pensamiento al día siguiente. En cuatro meses, de abril a agosto de 1954, reuní 300 páginas. Conforme pasaba a máquina el original destruía las hojas manuscritas”.

Cuando la terminó y comprometió su edición con el Fondo de Cultura Económica, Rulfo tuvo que dar forma definitiva al libro. Se dice que le podó decenas de cuartillas, y que fue Arreola quien lo ayudó a organizar la versión definitiva. Al salir al mercado, poco a poco, la vida de Rulfo pasó al estrellato, a la visibilidad, pero él no pudo abandonar su personalidad huidiza y hasta apocada. Lo esperaban muchas entrevistas, el asedio de la crítica, los reflectores, los viajes, la molestia del asedio.

Nota. Fragmento de la conferencia titulada “Comala está de fiesta. Pedro Páramo cumple 70 años” que se celebró en la cafebrería La Tinta, Torreón, el 26 de noviembre de 2025.

miércoles, noviembre 26, 2025

Pájaros muertos


 









La metáfora del pájaro muerto atraviesa el libro Contra el progreso (Paidós, 2025, 169 pp.), de Slavoj Žižek (Liubliana, Eslovenia, 1949), quien la plantea en este impecable párrafo de arranque: “En la película de Christopher Nolan El truco final (El prestigio) [2006], un mago hace un truco con un pajarito que desaparece en una jaula aplastada en la mesa. Un chiquillo del público empieza a llorar, afligido por la muerte del pájaro. El mago se acerca a él y termina el truco haciendo aparecer suavemente un pájaro vivo de su mano; pero el niño no está convencido e insiste en que debe de tratarse de otro pájaro, el hermano del muerto. Después del espectáculo, vemos al mago solo, tirando un pájaro aplastado a la basura, donde hay otros muchos pájaros muertos. El muchacho tenía razón. El truco no podía hacerse sin violencia y muerte, pero su efectividad depende de la ocultación de los residuos rotos y escuálidos de lo que ha sido sacrificado, deshaciéndose de ellos donde nadie importante los vea. Ahí reside la premisa básica de la noción dialéctica de progreso: cuando llega una etapa nueva y superior, debe de haber un pájaro aplastado en algún lugar”.

Uno de los pájaros muertos del actual “progreso” (comillas tan horribles como necesarias en esta frase) es la noción de verdad. Ya sabíamos que de repente, con el auge de las nuevas tecnologías de la información, comenzamos a convivir con un maremagno de noticias falsas o fake news. Este tipo de noticias, claro, ya existía, pero no en la cantidad que nos invade ahora. En la era preinternética, digamos, una noticia falsa podría ser rastreada y desenmascarada por alguien, y el público podía sopesar, a veces demasiado serenamente porque le sobraba tiempo, los argumentos puestos a su consideración. Las cartas se apoyaban en una mesa con dimensión humana, podían analizarse sin apremio.

Hoy, ante la superabundancia de falsedades empujada además por el fentanilo de la IA, se ha creado en el público una especie de bloqueo: entre miles, llega una notica falsa más y nadie se dedica a desmontarla porque eso requeriría tiempo y paciencia, y si alguien lo hiciera y presentara el resultado, todo haría pensar que su indagación ha producido otra noticia falsa. La respuesta ante las fakes es pues, ahora, la indiferencia, pasar pronto de largo para que la verdad se reafirme como un pájaro muerto más de la infodemia que el progreso nos ha traído.

Hay una opinión que con frecuencia viene a cuento cuando se sobrevuela este problema. Es la formulada por Umberto Eco (Alessandria, 1932-Milán, 2016) en 2015, casi al final de su vida. Como alcanzó a ver la desprolijidad de las redes sociales, hizo al respecto una famosa declaración: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”.

Creo que el problema no está en que un “idiota” hable y diga lo que piensa, sino en el hecho de que sean legión y al mismo tiempo generen aluviones de “contenido” ni siquiera urdido discursivamente. Una imagen elaborada a la perfección y fácilmente con inteligencia artificial (Eco no vio esto), y una catarata de respuestas similares, crean algo más peligroso que el enojo o la confusión: crean indiferencia.

Me explico con un ejemplo. Esta semana circuló una foto falsa de Claudia Sheinbaum con Carlos Salinas de Gortari. Jóvenes, parece que ambos conversan informalmente. La imagen es técnicamente perfecta, hasta donde pude apreciar. De inmediato se viralizaron imágenes de Sheinbaum joven con otros personajes, aunque en el mismo contexto y con la misma postura en la que apareció con Salinas, todas igualmente bien logradas. La experiencia que queda en el usuario de las redes es de hartazgo, ya ni siquiera de risa. Si vemos una foto de este tipo, ¿tendremos paciencia y capacidad para indagar si es verdadera o falsa? Supongo que no, que la dejaremos pasar, e igual las noticias. Este sentimiento movedizo, inestable, viscoso frente a las novedades seudoperiodísticas, aleja de la información al ciudadano, lo torna indiferente, con las consecuencias que esto tiene para la formación crítica de los usuarios de las redes, víctimas sin filtros de la ultraderecha en su cruzada mundial por ¡la libertad!

Son tiempos de caos, y lo único que se me ocurre es, ya lo sé, una utopía: no reenviar lo que no estamos seguros de que cuenta con algún sustento verdadero. Reenviar es añadir basura a la basura, seguir matando pájaros. Pero insisto: es una utopía, seguiremos en la comodidad del caos.

sábado, noviembre 22, 2025

Todo fue demolición











 

El 20 de noviembre de hace cincuenta años murió Francisco Franco Bahamonde (Ferrol, Galicia, 1892-Madrid, 1975). Como sabemos, el dictador, apodado con el superlativo de Generalísimo, había hecho de las despóticas suyas desde el fin de la Guerra Civil española, es decir, desde 1939 hasta el mismo instante de su muerte. En ese prolongado lapso de su historia, España vivió aplastada por la bota del tirano, quien no desperdició ni un minuto para dar muestras de crueldad amparado en la sacrosanta bandera del nacionalcatolicismo. Secuestro, tortura, muerte, desaparición, despojo de propiedades, pésima calidad de vida, industricidio, censura y oscurantismo mental se convirtieron en el menú de la España franquista. La muerte del tirano fue una noticia celebrada en todo el mundo y dio inicio, no sin traumas, a lo que allá denominaron “transición”, un proceso que para empezar no tocó ni con el pétalo de una celda a ninguno de los represores.

Como las revoluciones francesa, mexicana y cubana, o los golpes en Chile y Argentina, el tema de la Guerra Civil es el Tema de España hasta nuestros días. Cientos de libros y miles de artículos llenan páginas y más páginas de referencias, y no es para menos si tomamos en consideración el cúmulo de horrores que el franquismo prohijó en tan dilatado lapso. Muchos de los profesionales de la escritura han sumado allá, por ello, estudios para documentar/explicar lo que ocurrió durante el medievo español del siglo XX.

Yo tenía once años cuando Franco emprendió su camino hacia el infierno. Era muy pequeño y España quedaba a años luz de mis intereses, pero el solo hecho de ver aquel apellido en los encabezados de los dos diarios locales me despertó una incipiente curiosidad. Pasados los años, España no se convirtió en centro de mi atención, pero debido a su literatura me atraía lo suficiente como para tender la mirada a su ser político e histórico, tanto que hoy, por ejemplo, con alguna frecuencia sigo los debates en la Cámara de los Diputados, tan intensos como los mexicanos aunque con mejor calidad discursiva.

Las entradas más frecuentes para acceder al tema del franquismo son, claro, las atañederas a lo político-militar, la mayoría. Tuve la suerte de encontrar, en una librería de viejo lagunera, un libro que leí hace como diez años y por su calidad he releído para alimentar este breve apunte. Se trata de La vida amorosa en tiempos de Franco (Temas de hoy, Madrid, 1996, 180 pp.), de Rafael Torres (Madrid, 1955), quien es periodista y escritor (o “escritor de periódicos”, como gusta definirse). Ha publicado numerosos libros de poesía, narrativa e historia, varios de ellos vinculados al tema de la Guerra Civil y su luenga secuela, como Ese cadáver, 1931: biografía de un año, Desaparecidos en la guerra de España (1936-?) y Los esclavos de Franco.

Acabar con la vida y desaparecer a miles de personas fue el terror extremo en el régimen encabezado por Franco, pero no el único que administraron sus soldados durante cuatro décadas. Para sostenerse fue creado un sistema de opresión en todos los ámbitos de la realidad, incluso en sus pliegues más íntimos, como la vida amorosa. Aunque ahora nos parezca una exageración, el gobierno emanado de la Guerra Civil decidió modelar la vida de los españoles a yunque y martillo: quien no se plegara a los designios del general gallego, se ponía con facilidad en la mira de un pelotón de fusilamiento, sin metáfora. Rafael Torres documenta y analiza los métodos de disciplinamiento blandidos por el franquismo para forjar ciudadanos con hormonas dóciles y familias apegadas a una matriz (también sin metáfora) católica, apostólica, romana y sólo disponible para la procreación, jamás para el juego y la libertad de los impulsos sexuales.

La vida amorosa en tiempos de Franco es entonces muestra de lo asfixiante que fue vivir en aquella época y en aquel lugar: además del pánico propiciado por la sola idea de ser pescado como sospechoso de “rojo” y terminar en una de las decenas de fosas comunes abiertas por los mandos castrenses, los españoles se las vieron a diario con el cercenamiento ubicuo de todo lo que pudiera vincularse con su sexualidad. Con prosa espléndida, Torres expone los detalles de la fiscalización en ocho capítulos. Advertimos en ellos que el Big Brother operó a dos bandas: vigilaba perrunamente los actos de la población, y para prevenir que ocurrieran irregularidades establecieron directivas concernientes a lo civil, lo educativo y lo religioso, reglas tan estrictas que hacían casi imposible la paz del alma metida en cuerpos aherrojados.

Una moral de monasterio se impuso a la sociedad, con las consecuencias para la vida que esto tiene en quienes no desean vestir hábitos ni hacer votos. Todo era prohibición, norma, límite, vigilancia, potencial castigo. Lo sufrieron todos, pero es obvio que el machismo del nacionalcatolicismo cargó la mano a las mujeres y a quienes tenían una condición distinta a la heterosexual, quienes ni en sueños podían imaginar el ejercicio libre de su sexualidad. España se protegía así ante un mundo erizado de acechanzas: “La nueva moral, la dictada por los reaccionarios sacerdotes y funcionarios de doble vida, establecía esa premisa inalterable: lo español era lo puro, lo decente, lo casto, lo virginal, lo grato a los ojos de la Providencia, en tanto que la desenvoltura, la expresión de los afectos, la curiosidad sentimental o sexual, el divorcio o el propio deseo eran torpedos colocados en la misma línea de flotación de España”, señala Torres.

Más adelante, recuerda que en la historia española había una deuda en lo carnal, deuda que se incrementó a cotas vesánicas con el régimen impuesto por el dictador y sus esbirros: “En lo relativo a la sexualidad, el español siempre anduvo con hambre, pero durante el franquismo, más. A lo largo de ese infausto y dilatado periodo, el español hizo, más o menos, menos que más, lo que pudo, lo que le dejaban, lo que estaba al alcance de su tradicional rusticidad al respecto, pero nunca como durante el régimen de Franco se le convenció de que sus más secretos deseos, sus ilusiones, sus ensoñaciones amorosas más íntimas eran una perfecta porquería. Y pecado. Y pecado antiespañol, para ser más exactos”.

La consecuencia más saliente de un sistema así de represivo en un planeta que no establecía ya las trabas españolas, fue la infelicidad, a veces la destrucción de la vida en vida. Para los hombres, claro, hubo escapes rápidos y venales, pero las mujeres eran condenadas a una relación casi de asco con su propio cuerpo: “Los recién casados nada sabían del sexo. Él, en todo caso, del que le expendían exento, unidireccional y rápido, las meretrices; pero ella, nada, ella se enfrentaba a esa primera noche virgen de todo, particularmente de conocimientos. A menudo, el dolor producido por una desfloración poco dulce y poco diestra dejaba en la novia, que ya no era novia, una desagradable impresión que tardaba años en disiparse”.

A la cacería de opositores, a los campos de concentración, al trabajo esclavo, a la tortura, el fusilamiento y la desaparición de miles de cuerpos no era poco añadir la desdicha sexual de quienes no eran sospechosos de ideas políticas anarquistas o comunistas, sino simples españoles poseedores de cuerpos que el franquismo no quiso dejar librados al capricho de sus libidos, y los domesticó o los quiso domesticar como lo que fue y documenta Torres: una dictadura de ultraderecha que gritó “¡Viva la muerte!” en todos los sentidos, no sólo en el escupido por José Millán-Astray, uno de los generales adictos a Francisco Franco, el Generalísimo cuyo régimen no conoció, ni antes ni todavía, algún castigo.

miércoles, noviembre 19, 2025

Sobre la carta


 






En el diálogo que mantengo con Gerardo García y Fernando Fabio Sánchez, dos de mis corresponsales (así se les llamaba a las personas con las que dialogábamos epistolarmente antes de que la palabra fuera acaparada por el periodismo con el fin de designar al reportero encargado de cubrir, a lo lejos, los acontecimientos para un medio: corresponsal), nos referimos hace poco, aunque algo de pasada, a los libros que recogen cartas cruzadas entre escritores. Como soy medio fanático de tales compilaciones, generalmente abordadas por académicos que las prologan y anotan, he reseñado libros con correspondencia y he reflexionado también sobre la idea ceñida a estas preguntas: ¿qué pasará dentro de diez, veinte, treinta años o más con la correspondencia de los escritores? ¿Habrán dejado cartas que a la postre puedan convertirse en libros prologados y anotados?

Mi respuesta es que no, que el chat aniquiló la posibilidad. Los libros de este tipo son viables en función del soporte, del papel en el que quedaron asentados los diálogos epistolares. Alguien oportunamente dirá que su generación es posible con los mails, y tendrá razón. Todavía hasta 2010 o poco más, el mail servía como sustituto de la carta física, y allí uno, aunque menos que en la carta de papel, se extendía en consideraciones más o menos atendibles como narración. Lo malo de las cartas electrónicas es que muchas veces el usuario muere y no deja contraseñas, o si las deja, a veces es tanto lo que se guarda en las bandejas que torna casi sobrehumano meterse a indagar y reconstruir miles de mensajes. Este problema no es tan agudo en las cartas de papel, sobre todo porque no suelen ser tantas.

Doy une ejemplo breve de carta de mail. Con mi amigo David Lagmanovich (Huinca Renancó, Córdoba, 1927-Tucumán, 2010) me escribí mucho durante diez años. Parte cuantiosa, la primera, de esa correspondencia desapareció cuando perdí una cuenta de correo electrónico, pero queda mucho guardado en una bandeja de otra cuenta. Nos escribíamos cartas amplias, parecidas a las de papel. En el último mensaje que me envió, tres días antes de su muerte, comentó en uno de los párrafos una de mis columnas:

“Me gustaron tus referencias sobre el tango, aunque al fin no nos enteramos de cuáles son los cinco de tu preferencia. Y es que no sé si se puede elaborar tal lista sin dejar fuera a composiciones insignes. En ninguna lista elaborada por mí, por ejemplo, podría faltar ‘Naranjo en flor’ (de los hermanos Espósito); y no sabría cómo hacer entrar —sin perjuicio de otros textos literarios y musicales igualmente valiosos— ‘La casita de mis viejos’ (Cadícamo y Cobián), ‘Por la vuelta’ (ese inolvidable ‘Afuera es noche y llueve tanto...’), también de Cadícamo, pero con otro compositor, y hasta ‘El último café’, cuyos autores no recuerdo en este momento. ¿Y ningún Manzi, y ningún Gardel? Es muy difícil elaborar estas selecciones. Tal vez mejoraríamos un poco la actuación si habláramos de ‘los diez’, y no de ‘los tres’ o ‘los cinco’”.

Ya no pude responderle, pero es evidente que esta consideración parece (es) de carta de papel, no de chat, y podría, por qué no, rescatarse como la he rescatado aquí.

sábado, noviembre 15, 2025

Momentos de Martín Luis Guzmán


 











Se acerca el aniversario 115 de la Revolución Mexicana y siempre es tema de interés más allá de lo que quede vivo o muerto del movimiento encabezado por Madero. Uno de los personajes más atractivos de aquella coyuntura es Martín Luis Guzmán (Chihuahua, 1887-Ciudad de México, 1976), escritor que nos dejó una obra vasta y ahora por suerte reunida en dos obesos tomos del FCE. No sé si exagero al afirmar que es el mejor escritor adscrito en la saga conocida como “novela de la revolución mexicana”, pero sin duda es uno de sus imprescindibles.

Quien tenga interés por leerlo puede acercarse a la edición ya clásica de La sombra del caudillo, la intonsa (con las hojas de sus tres lados exteriores no cortadas) de Porrúa, o de plano buscar los susodichos tomotes del Fondo. También, como introducción biográfica, recomiendo conseguir el libro Martín Luis Guzmán (Nostra Ediciones, México, 2009, 87 pp.), de Julio Patán (Ciudad de México, 1968). Se trata de un recorrido veloz, de una mirada panorámica al escritor chihuahuense, pues en seis capítulos dibuja aquella vida a la que no le faltó acción ni pensamiento expresado en una escritura siempre filosa, severa y pulcra en lo estilístico.

Desde la introducción, Patán establece que hay dos grandes momentos en la vida de su biografiado: uno, que va de 1915 a 1940, en el que MLG escribe y publica frenéticamente, entre otros, sus libros esenciales: El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa. En este mismo periodo, el chihuahuense participa sin parar de la agitación política desatada tras la caída del Porfiriato, actividad en la que se acerca a los principales líderes, sobre todo a Villa, y también lapso caracterizado por largas radicaciones en Estados Unidos y en España, en ambos casos para ponerse a salvo, como exiliado trashumante.

El otro periodo significativo va de 1940 hasta 1976, cuando se acoge, por decirlo amablemente, al régimen postrevolucionario y goza de espacios laborales y reconocimientos importantes, lo que fue tomado como renuncia a sus juveniles banderas democráticas. Patán lo apunta así (se refiere al regreso de MLG tras el cercano triunfo del franquismo y su estacionamiento en el sistema político mexicano): “Las cosas, sin embargo, cambian dramáticamente con Guzmán desde que sale de la España en guerra para volver a México. Poco a poco, a partir de los años cuarenta, aquel disidente crónico se acerca al establishment posrevolucionario hasta acumular una cantidad difícilmente equiparable de reconocimientos y prebendas a cargo del Estado priísta: presidente de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, senador de la República, embajador ante Naciones Unidas, Premio de Literatura Manuel Ávila Camacho. El final de este camino, famoso, imborrable, fue su apoyo al presidente Gustavo Díaz Ordaz ante los hechos del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas”.

Hijo de militar porfirista, MLG nació en Chihuahua por el oficio de su padre, asignado a tal estado del país. A los diez años cambió su radicación a la capital, donde ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria; allí se topó con Caso, Vasconcelos, Reyes y otros jóvenes de su edad influidos por el magisterio del dominicano Pedro Henríquez Ureña. En ese espaco se formaría el Ateneo de la Juventud, grupo que cuestionó el Positivismo oficial como única vía para acceder al conocimiento. Dictaron conferencias, hicieron sus primeras publicaciones, y en el camino los agarró la Revolución y después el asesinato de Madero.

Tanto Guzmán como Vasconcelos fueron quizá los ateneístas más contagiados de fervor político (los más acelerados, diríamos hoy) por lo que se vincularon con las bataholas que los mantuvieron a salto de mata. Lo asombroso es que Guzmán (y de hecho todos los miembros del Ateneo) logró crear una obra literaria vigorosa en medio del oleaje encrespado de la política nacional y los transterramientos. Para el chihuahuense, la década de los veinte fue, como ya se vio, la más productiva, tanto que, como lo consigna Patán, en la segunda etapa de su vida no volvió a producir una obra similar en calidad y cantidad.

Un pasaje muy interesante de la biografía guzmaneana es el que describe el papel de mediador que tuvo poco antes de la Decena Trágica. A petición de Madero, MGL habló con Reyes para que a su vez convenciera a su padre de abandonar la pelea contra el gobierno: “Madero le pide a Guzmán que a su vez le pida a Alfonso que se comunique con su padre y le transmita una oferta ciertamente atractiva: libertad a cambio de su compromiso de retirarse a la vida privada. Alfonso se niega: el padre simplemente se rehúsa a escucharlo a él, tan titubeante cuando de la sucia política se trata”. Más allá de estas tratativas, sabemos lo que pasó después, el baño de sangre en el que se convirtió la asonada antimaderista.

El gobierno usurpador de Huerta provoca la estampida de sus enemigos, lo que lleva a MLG a una primera salida forzada del país. Anota Patán: “Cercados por la policía secreta, deciden hacer un nuevo intento de fuga. Éste es el bueno. Llegan a Veracruz, saltan a La Habana, alcanzan Nueva Orleans y luego El Paso, donde los espera José Vasconcelos. Ya en la franja fronteriza, Guzmán no tiene mayores problemas para llegar a Ciudad Juárez, donde se encuentra con la figura más importante de sus días revolucionarios y una de las más importantes de su vida. En Ciudad Juárez está Francisco Villa”.

El ajetreo del escritor corre como sombra al lado de las coyunturas políticas. En otras palabras, a cada cimbronazo de la realidad mexicana corresponde un movimiento de MLG, sea para regresar o para irse, para acercarse a un caudillo o para romper con él. A alimón crece su obra, sobre todo en los periodos de su residencia en Madrid, donde se reencuentra con su amigo Alfonso Reyes y, entre otras actividades, quizá fundan la crítica cinematográfica para los diarios en español con la columna “Frente a la pantalla” firmada por un seudónimo común: Fósforo. Es de hecho, también, con el libro La querella de México, una especie de pionero en los estudios sobre el Ser mexicano que muchos años después provocaría libros importantes de Samuel Ramos (1934) y Octavio Paz (1950), entre muchos otros autores.

Tras el segundo exilio en España y el estallido de la Guerra Civil, Guzmán regresa a México y acá se encuentra con el gobierno de Cárdenas. Patán dibuja así la escena del regreso: “La última es la vencida. El aterrizaje de Guzmán en el México de Cárdenas es el definitivo. Al coronel, al diputado, al periodista, al ensayista, al conspirador, al novelista, al vendedor de aspirinas, al cónsul, al empresario periodístico, al asesor político lo esperan días de paz y abundancia, con Cárdenas y mucho después. La Revolución, para citar al propio Guzmán, termina de hacerse gobierno con la llegada del general de Jiquilpan al poder, y al escritor exiliado termina por hacerle justicia”. Los beneficios le llegan entonces sin obstáculos, es un escritor apapachado por el sistema y termina su vida en el ocaso del echeverriato.

Más que asomarnos a la segunda etapa de MLG, conviene, en resumen, que nos acerquemos a la primera, la de su obra más saliente. No es hiperbólico afirmar que fue y es el mejor prosista que tuvo nuestra narrativa revolucionaria.

miércoles, noviembre 12, 2025

Dictadura de la pedacería


 








Una pregunta de sociólogo: ¿cuál es el rasgo más saliente de la comunicación actual? La respuesta ha sido expresada desde hace varios años por pensadores byunchulhanescos del mundo contemporáneo, y puede resumirse en una palabra: infodemia. Es tanta la información actual, son tantos y tan torrenciales los mensajes que nada parece configurar cuerpos de contenido amplios y compactos, sino partículas sueltas que necesariamente crean la impresión de caos. En esta superabundancia de mensajes están detrás, entre otras sombras, el poder, el control social, el mercado y la incapacidad generalizada, social, para dar sentido congruente a cualquier idea, pues el conocimiento de la realidad se genera hoy a partir de flashazos que impiden la atención, la concentración y el análisis detenido de cualquier hecho. El exceso de oferta creó la inquietud por no perderse algo: queremos ver todo tan rápido como sea posible, y es aquí donde aparece la dictadura de la pedacería.

Podemos tener los satisfactores de nuestra urgencia apenas encendemos el celular. Enumero cuatro productos ya genéricos de la infodemia:

Películas: no hace muchos años no necesitábamos resignación para ver completa una película. Era lo lógico, entrar en la historia y recorrerla de la A a la Z, y ni siquiera éramos conscientes de nuestra paciencia. Hoy existe una variante del resumen que no es el trailer, como le llaman, sino una síntesis narrada por un locutor con escenas reales de las cintas. Con este método podemos “ver” diez o más películas al día.

Futbol: alguna vez escribí que, para no perder tiempo, incurrí en la costumbre de ver resúmenes de partidos, sistema que igualmente permite monitorear la jornada completa en poco más de una hora, pues cada partido dura en promedio diez minutos, no noventa.

Infografías: las universidades deberían ser defensoras del aprendizaje denso, sereno, moroso y hasta memorístico, como sostuvo George Steiner, pero hasta en ellas se ha puesto de moda el fomento de las infografías y los mapas conceptuales, herramientas ideales para convertir a los alumnos en herramientas ideales.

Tutoriales: creo que a todos nos ha pasado necesitar un tutorial y elegir el más corto. El apremio por resolver algo no pasa ni de lejos por el interés de dominar un oficio o un arte. No es el tedioso “hágalo usted mismo” de hace años.

sábado, noviembre 08, 2025

Schopenhauer como fondo

 












Terapeuta psicológico en San Francisco, California, Julius Hertzfeld es informado un día cualquiera, poco después de haber atravesado los sesenta años, que un cáncer de piel (melanoma) abreviará su vida. La crisis desatada por esa noticia lo apabulla, pero decide aprovechar el año que le queda de mediana salud en un proyecto casi irracional: buscar a uno de los pacientes con los que su metodología fracasó. El expaciente es Philip Slate, un tipo extraño, solitario, inteligente, bien parecido y adicto al sexo sin la cortapisa del amor estable. Más de veinte años después, el encuentro de Julius y Philip pone en juego un ping-pong de ideas hirientes y entrañables no sólo entre ambos personajes, sino entre todos los integrantes del grupo de asistidos por el terapeuta.

La novela Un año con Schopenhauer (Booket, 2004, Buenos Aires, 397 pp.), de Irvin D. Yalom, ha sido una sorpresa para mí. La percibí al principio como best seller y tal vez lo fue, pero la fluidez de su desarrollo no deja de conllevar una nutrida cantidad de ideas atendibles, inquietantes, todas relacionadas con el mundo del psicoanálisis, el budismo y, sobre todo, el pensamiento del filósofo alemán que nos recibe en el título. Yalom (Washington, D. C., 1931) es psicólogo, psiquiatra y autor de números libros sobre su profesión y literarios, cuentos y novelas con alto éxito de ventas (El problema de Spinoza, El día que Nietzsche lloró), subrayan sus semblanzas.

El reencuentro del terapeuta Julius con su expaciente presenta una novedad: Phillip ha cambiado, ya no es una bukowskiana máquina de follar, sino un tipo templado a marrazos por la filosofía, particularmente por las ideas de Schopenhauer y otro tanto de Epicteto. Además de haber renunciado a las correrías sexuales meramente satisfactorias en el plano biológico, de índole casi canina, Phillip admite el diálogo con su antiguo terapeuta porque, para mantener su entrega al pensamiento, necesita una nueva carrera, y elige la de terapeuta. Así, el interés tardío de uno, el moribundo Julius, coincide con el profesional del otro, el del schopenhaueriano Philip.

La novela se despliega en dos planos: en unos capítulos asistimos al presente de Julius, nuestro protagonista y, en otros menos frecuentes, a la realidad de Philip, el preterapeuta que se sacudió el cepo de la lujuria gracias a Schopenhauer; asimismo, también en el más cercano presente de la novela, asistimos in situ a las sesiones que despliega en círculo el poliédrico grupo de terapia conducido por Julius. En medio de tales pasajes se abren amplias retrospecciones biográficas sobre el filósofo de Dánzig, todas atractivas porque además de traer momentos significativos sobre la vida del pensador (sus viajes, su relación con sus padres, sus obsesiones, su misantropía, su pasión por la música, su fama tardía…), los comentan y nos acercan citas oportunas y no pocas veces terribles y hasta algo graciosas por lo que tienen, hasta hoy, paradójicamente, de malditas.

Un rasgo prominente de la novela es que más allá de su casi inexistente trama, por llamarle así, acerca una cuantiosa suma de sentencias espesas de significación psicológica y filosófica. De hecho, cada capítulo comienza con un epígrafe bien elegido, a veces implacable, como casi todo lo que escribió el pensador alemán: “La vida es deprimente. He decidido dedicar mi vida a meditar sobre eso”; “La alegría y el optimismo que tenemos en la juventud se deben en parte al hecho de que estamos ascendiendo la colina de la vida y no vemos la muerte que nos espera al pie de la otra ladera”. Prácticamente todo en este libro es impregnado por la mirada filosófica propuesta por Philip, eco en esta historia del pesimista alemán, de modo que este tipo de reflexión reaparece a la vuelta de cada página. El cáncer de Julius no se olvida a lo largo de la historia, es vuelto a mencionar varias veces y es un dato que se convierte en recurrente anuncio de su muerte y a su manera es la partitura en el tiempo objetivo de la novela, pero ciertamente no aflora ya como el sacudón de las primeras páginas.

El lector se desplaza pues de la expectativa inicial vinculada con la afección de Julius para pasar a ver, en el grueso del libro, el desarrollo del grupo de terapia que conduce. En su desesperación inicial, Julius decide pues buscar a uno de los pacientes con los que fracasó. Así reencuentra a Philip, quien da la casualidad de que debe obtener una licencia de terapeuta y pide la asesoría de Julius. Esta es la razón por la que Philip ingresa al grupo de terapia, un grupo cuya dinámica se convierte de facto en el eje de la novela. En tal espacio ingresamos al toma y daca de los participantes, todos afligidos por conflictos que en teoría deben superar luego del periodo que dure la terapia. El énfasis se desplaza a la relación del antisocial y schopenhaueriano Philip con Pam, una participante del grupo que alguna vez tuvo un affaire traumático precisamente con el aspirante a terapeuta. El reencuentro detona un conflicto que se desanuda, no sé si de manera demasiado optimista, al final del libro, casi como para señalar que la terapia de grupo tiene un efecto positivo hasta en los casos que arrancan con muy mal pronóstico.

Aunque a veces algo monótona por la reproducción al dedillo de las sesiones de terapia colectiva, Un año con Schopenhauer no deja de chisporrotear ideas muy interesantes sobre la compleja y entreverada condición humana, una condición que el autor de Parerga y paralipómena exploró pioneramente para influir en muchos que, como Freud, decidieron luego explorar en las simas del alma individual.

miércoles, noviembre 05, 2025

Desierto amor por Zoom


 











Hoy a las 12 del mediodía presentaremos Desierto amor, cuatro poetas torreonenses, libro de poesía compilado por iniciativa Jorge Valdés Díaz-Vélez y editado por el área de Literatura a cargo de Nadia Contreras en el Instituto Municipal de Cultura y Educación. Participaré en la mesa junto al compilador, quien reunió en este libro poemas de Marianne Toussaint, Édgar Valencia, Gilberto Prado y el mismo Jorge Valdés. Estaré allí en mi calidad de prologuista, invitación que me honra.

Dado que diré lo que diré en la transmisión por Zoom (Jorge radica en Madrid), adelanto aquí el arranque de mi prólogo y un puñado breve de versos de nuestros cuatro poetas. “La Laguna, y especialmente Torreón, Coahuila, México, es una tierra pródiga en escritores. Más allá de que su vida literaria (y en general artística) no ha desbordado las fronteras de cierto amateurismo, pues carece de escuelas de Letras, editoriales, exuberantes bibliotecas y grandes librerías, la región se las ha ingeniado no sé cómo para producir autores con talento y sensibilidad especiales, tantos que ya es posible medir su número con las varas de los premios nacionales o la calidad y cantidad de sus libros. Destacan los narradores, los ensayistas y, claro, los poetas. En este último género, nadie ha alcanzado hasta ahora la dimensión de la maestra Enriqueta Ochoa, pero podemos asumir que no es corta la cauda de paisanos que continúan la obra de nuestra más leída y celebrada poeta…”.

Vengan ahora unas muestras del contenido en orden de aparición dentro del libro:

De Gilberto:

Vemos solo la sombra, lo que existe

detrás de la cortina es invisible,

pero nos llega el mínimo reflejo,

la orilla de una letra, la prudente

distancia de lo solo presentido,

 y con esa asomada nadería

construimos el mundo,

tejemos nuestra fe, resucitamos

a los que se han dormido para siempre.

 

De Marianne:

El olvido es una orilla traicionera

donde permaneces

casi sin respirar después de la tormenta

 

Sueñas que has olvidado.

Y estás de nuevo frente a aquel deseo

 frágil y paralizada.

 

De Jorge:

Tus ojos, Lesbia, el agridulce

combate a ciegas de la lengua

que es tu victoria y mi derrota,

serán futuros himnos, trazos

en una lámina de mármol

de los altares de Afrodita.

Pero el sabor a campo abierto

en la batalla y, más aún,

este gemido que se escapa

tras el fragor de la contienda

me pertenece, aunque sea tuyo

su territorio al fin del día.

 

De Édgar:

Una mujer viajaba hacia Acapulco.

Yo me encontraba en la estación de Mérida,

nostálgico, de vuelta a Veracruz.

Ella había perdido su maleta

y algo extraño decía de la vida

y el destino, que era adverso como hoy.

 

Pregunté de inmediato: ¿la maleta

indica su destino, Acapulco,

en un papel? Alguien me dijo, hoy,

entre el calor de la ciudad de Mérida

que el equipaje que llevo a Veracruz

debía cuidarlo a costa de mi vida…

sábado, noviembre 01, 2025

Mirada civilizatoria de Reyes

 














Creo recordar que hace muchos años, cuando recién tuve noticia sobre la Cartilla moral de Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959), timbró un prejuicio en el interior de mi cabeza. Lo motivó el adjetivo “moral”, palabra que ha corrido con mala suerte. Sacada del ámbito filosófico y usada por las buenas conciencias, pasó a tener un sentido restrictivo, dogmático, intolerante. O, en el más ñoño de los casos, pasó a significar lo que instruía el manual de Manuel Carreño: un conjunto de reglas que debemos seguir para ser percibidos como personas “educadas”, dúctiles a toda “etiqueta”.

Desde 1987 comenzó mi admiración casi filial por Reyes, pero esto no fue suficiente para desactivar el prejuicio ante la famosa palabrita: allí donde aparece el adjetivo “moral” es muy probable que se escondan consejos regañones para asegurar la permanencia de valores burgueses, excluyentes, bobos y por ello peligrosos. Obviamente no era así en el caso de Reyes, como pude comprobarlo al navegar por las páginas del famoso libro. Tras leerlo, sé, por lo mismo que conozco o creo conocer a su autor, que su eje es el humanismo, es decir, la más alta mirada que se puede plantear al ser humano para vincularse con sus congéneres en el complejo y por ello conflictivo enjambre social. Nada más alejado del ánimo alfonsino que establecer, con intención despótica, camisas de fuerza para la moral; al contrario, la de Reyes es una preceptiva cívica para, sin perder nuestra libertad de juicio y de acción, pensar en las limitaciones que ésta tiene con el objeto de construir colectivamente la mejor sociedad posible, cualquiera que ésta sea. Su autor era, en síntesis, demasiado inteligente para asimilarse al simplón Carreño.

Debo tener al menos tres versiones impresas y una digital de la Cartilla. La he leído al menos tres veces y pienso que en esencia sigue siendo útil y que además no es necesario tanto esfuerzo para añadir en ella las adaptaciones pertinentes a los tiempos que corren, evidentemente espesos de novedades. La mejor versión que conozco es la publicada por El Colegio Nacional en su colección Opúsculos (México, 2019, 164 pp.), dado que contiene un amplio y muy documentado estudio introductorio del maestro Javier Garciadiego.

En los prolegómenos, el académico recorre pormenorizadamente la trayectoria de la Cartilla, desde que fue encomendada a Reyes por Jaime Torres Bodet, secretario de Educación Pública, hasta su recurrente multiplicación en miles de ejemplares distribuidos en varios tirajes. En medio, una historia plena de lagunas, estiras, aflojas, malentendidos, zancadillas, piquetes de ojos, manitas de puerco y demás incidencias que el autor ya no pudo ver. El gran estudio liminar, titulado “La Cartilla moral: vicisitudes y posibilidades editoriales”, además del apéndice documental, agrandan esta edición del Colnal, pues el texto en sí de Reyes es brevísimo, de no más de treinta páginas.

Luego de atravesar las razones concretas por las que nació la Cartilla y los malentendidos o lagunas que se dieron entre Torres Bodet, el intermediario José Luis Martínez y Reyes, “Quince años después de escrita, y a pesar del amplio tiraje de la edición de 1959 [del Instituto Nacional Indigenista], al morir Reyes su Cartilla moral no había tenido impacto alguno. En los círculos literarios era un libro inexistente”, apunta Garciadiego.

Otras ediciones ocasionaron polémica. Periodicazos fueron y vinieron sobre las lecciones de Reyes. Uno de los defensores fue el dramaturgo Luis G. Basurto, quien adujo que los argumentos de la Cartilla “parecían indiscutibles: más que morales, las lecciones le parecían ‘cívicas’, escritas con ‘claridad de estilo’ y ‘pureza de lenguaje’, con ‘profundidad’, pero con ‘sencillez clásica’. La admiración de Basurto por la Cartilla hizo que propusiera que fuera un ‘texto obligatorio en todas las escuelas desde la primaria hasta la universidad’; más aún, aseguró que también debía ser ‘obligatorio […] para todos quienes ocupen puestos públicos o privados de importancia’”.

El zipizape periodístico nació de una decisión del sindicato magisterial: “una comisión de diez profesores del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) había rechazado la entrega del libro de Reyes, alegando que era ‘moralista, anacrónico y fuera de contexto’”. Leo hoy la Cartilla y pienso que al SNTE de ayer y de hoy, y a todos los mexicanos, quizá nos sería de utilidad, para ejercer una mejor ciudadanía, ese texto “moralista, anacrónico y fuera de contexto”. Pero bueno, no podemos pedir peras al huizache, pues lo cierto es que, como dice Garciadiego, “la Cartilla moral no era un texto reducible al ámbito educativo; también podía servir para mejorar la convivencia entre los mexicanos y para aumentar el respeto a las leyes y las instituciones; esto es, el de Alfonso Reyes era visto como un texto cívico y civilizatorio, al que ahora se le quería usar como un elemento pacificador”.

El anacronismo de Reyes queda claro en esta pincelada de Garciadiego: “La Cartilla moral pertenece al género de la literatura sapiencial y de consejos, que se remonta a la época grecolatina, con autores como Plutarco, Epicteto y Marco Aurelio. Comprensiblemente, los pensadores humanistas de los siglos XV a XVII recuperaron aquella tradición. Pienso ahora en autores como Montaigne, Erasmo y Tomás Moro”.

Más adelante, subraya: “Defino la Cartilla moral como un texto didáctico, dividido en doce breves lecciones, que incluye otras dos de síntesis. (…) son más sus referencias a los antiguos griegos y, sin proponer una moral rígida, está más cerca de los estoicos que de los epicúreos. (…) Es el libro de un humanista, aunque celebra los avances científicos y tecnológicos. Siendo Reyes su autor, no podía ser de otro modo: es un libro con perspectiva histórica y contemporánea, nacional y universal”.

No quiero alejarme de este apunte sin compartir varias sentencias moralistas, anacrónicas y sacadas de contexto incluidas en la Cartilla. En ellas podremos apreciar la obsolescencia de Reyes en estos tiempos de paz, equidad, respeto, justicia material, tolerancia y armonía del ser humano en sociedad:

“El bien es un ideal de justicia y de virtud que puede imponernos el sacrificio de nuestros anhelos, y aun de nuestra felicidad o de nuestra vida. Pues es algo como una felicidad más amplia y que abarcase a toda la especie humana, ante la cual valen menos las felicidades personales de cada uno de nosotros”.

“Luego se ve que la obra de la moral consiste en llevarnos desde lo animal hasta lo puramente humano. Pero hay que entenderlo bien. No se trata de negar lo que hay de material y de natural en nosotros, para sacrificarlo de modo completo en aras de lo que tenemos de espíritu y de inteligencia”.

“Si el hombre no cumple debidamente sus necesidades materiales, se encuentra en estado de ineptitud para las tareas del espíritu y para realizar los mandamientos del bien”.

“Ni hay que dejar que nos domine la parte animal en nosotros, ni tampoco debemos destrozar esta base material del ser humano, porque todo el edificio se vendría abajo”.

“De modo que estos dos gemelos que llevamos con nosotros, cuerpo y alma, deben aprender a entenderse bien. Y mejor que mejor si se realiza el adagio clásico: ‘Alma sana en cuerpo sano’”.

“el progreso humano no siempre se logra, o sólo se consigue de modo aproximado. Pero ese progreso humano es el ideal a que todos debemos aspirar, como individuos y como pueblos”.

“Las muchas maravillas mecánicas y químicas que aplica la guerra, por ejemplo, en vez de mejorar a la especie, la destruyen”.

“el fin de los fines es el bien, el blanco definitivo a que todas nuestras acciones apuntan”.

“Esta vigilancia interior de la conciencia aun nos obliga, estando a solas y sin testigos, a someternos a esa Constitución no escrita y de valor universal que llamamos la moral”.

“El descanso, el esparcimiento y el juego, el buen humor, el sentimiento de lo cómico y aun la ironía, que nos enseña a burlarnos un poco de nosotros mismos, son recursos que aseguran la buena economía del alma, el buen funcionamiento de nuestro espíritu. La capacidad de alegría es una fuente del bien moral”.

“Lo único que debemos vedarnos es el desperdicio, la bajeza y la suciedad”.

“No hay persona sin sociedad. No hay sociedad sin personas. Esta compañía entre los seres de la especie es para el hombre un hecho natural o espontáneo”.

“De modo que el respeto del hijo al padre no cumple su fin educador cuando no se completa con el respeto del padre al hijo”.

“Hay también personas a quienes sólo encuentro de paso, en la calle, una vez en la vida. También les debo el respeto social”.

“Pues bien: en torno al círculo del respeto familiar, se extiende el círculo del respeto a mi sociedad. Y lo que se dice de mi sociedad, puede decirse del círculo más vasto de la sociedad humana en general. Mi respeto a la sociedad, y el de cada uno de sus miembros para los demás, es lo que hace posible la convivencia de los seres humanos”.

“El primer grado o categoría del respeto social nos obliga a la urbanidad y a la cortesía. Nos aconseja el buen trato, las maneras agradables; el sujetar dentro de nosotros los impulsos hacia la grosería; el no usar del tono violento y amenazador sino en último extremo; el recordar que hay igual o mayor bravura en dominarse a sí mismo que en asustar o agraviar al prójimo; el desconfiar siempre de nuestros movimientos de cólera, dando tiempo a que se remansen las aguas”.

“Estos respetos conducen de la mano a lo que podemos llamar el respeto a la especie humana: amor a sus adelantos ya conquistados, amor a sus tradiciones y esperanzas de mejoramiento”.

“Pues bien: el respeto a nuestra especie se confunde casi con el respeto al trabajo humano. Las buenas obras del hombre deben ser objeto de respeto para todos los hombres. Romper un vidrio por el gusto de hacerlo, destrozar un jardín, pintarrajear las paredes, quitarle un tornillo a una máquina, todos éstos son actos verdaderamente inmorales. Descubren, en quien los hace, un fondo de animalidad, de inconsciencia que lo hace retrogradar hasta el mono. Descubren en él una falta de imaginación que le impide recordar todo el esfuerzo acumulado detrás de cada obra humana”.

“ciudades en que la autoridad se preocupa de recoger todos esos desperdicios de la vida doméstica que confundimos con la basura: cajas, frascos, tapones, tuercas, recortes de papel, etc. Esto debiera hacerse siempre y en todas partes. No sólo como medida de ahorro en tiempo de guerra, sino por deber moral, por respeto al trabajo humano que representa cada uno de esos modestos artículos. De paso, ganaría con ello la economía. Pues no hay idea de todo lo que desperdiciamos y dejamos abandonado a lo largo de veinticuatro horas, y que puede servir otra vez aunque sea como materia prima. Y el desperdicio es también una inmoralidad”.

“Dante, uno de los mayores poetas de la humanidad, supone que, al romper la rama de un árbol, el tronco le reclama y le grita: ‘¿Por qué me rompes?’ Este símbolo nos ayuda a entender cómo el hombre de conciencia moral plenamente cultivada siente horror por las mutilaciones y los destrozos”.

“El amor a la morada humana es una garantía moral, es una prenda de que la persona ha alcanzado un apreciable nivel del bien: aquél en que se confunden el bien y la belleza, la obediencia al mandamiento moral y el deleite en la contemplación estética. Este punto es el más alto que puede alcanzar, en el mundo, el ser humano”.

“El respeto a la verdad es, al mismo tiempo, la más alta cualidad moral y la más alta cualidad intelectual”.

“La satisfacción de obrar bien es la felicidad más firme y verdadera. Por eso se habla del ‘sueño del justo’”.

“El que tiene la conciencia tranquila duerme bien. Además, vive contento de sí mismo y pide poco de los demás”.