sábado, enero 04, 2025

El cine de Ismael












 

Casi no hay mexicano mayor de cincuenta años que no haya sido tocado, o al menos rozado, por el cine de Ismael Rodríguez (Ciudad de México, 1917-Ídem, 2004). Obviamente me cuento entre ellos, ya que gracias sobre todo a la televisión, no tanto a la sala cinematográfica, vi Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, A toda máquina y varias cintas más que llegaron a convertirse en parte de la cultura popular mexicana.

Es muy probable que nuestros abuelos y nuestros padres las vieron cuando fueron estrenos, éxitos de taquilla que encumbraron sobre todo a Pedro Infante como ídolo del país. Mi generación llegó a ese viejo cine mediante la televisión, aparato que al extender sus horarios requirió de las películas para mantener al público atado a la pantalla. Fue, como digo, mi caso, de modo que parte de la educación sentimental que recibí fue similar a la de mis padres, una educación llena de “Amorcito corazón”, “Parece que va a llover” y “Te quero más que a mis ojos”, canciones que no podemos escuchar sin las imágenes ya conocidas dentro de la cabeza.

Memorias (Conaculta, México, 2014, 107 pp.) de Ismael Rodríguez es por ello un libro importante para conocer de cerca al más influyente cineasta mexicano. No lo escribió directamente, sino por medio del crítico Gustavo García, quien entrevistó al realizador y extrajo sus vivencias bien abultadas de guiones, actores, cámaras, luces y acción, el universo de la cinematografía que le cupo en suerte sobre todo durante la llamada —con chovinista hipérbole— “época de oro del cine mexicano”.

El libro es un largo relato en primera persona sólo entrecortado con “cabecitas de descanso” que fungen como capítulos, 25 en total. Aunque no explícitamente marcado con fechas, el desarrollo de la memoria es cronológico, y por ello abarca de la niñez del realizador hasta el fin de siglo, cuando él ya estaba en el ocaso de su vida. Es evidente que Rodríguez fue hiperactivo, una especie de workaholic, como denominan los gringos a quienes tienen el feo vicio de trabajar sin medida ni clemencia. Otra adicción tuvo, la del cigarro, a la que jamás pudo renunciar. La incapacidad del cineasta para permanecer quieto se deja apreciar en lo apretado de la actividad que desarrolló desde su niñez, relacionada en un principio con el negocio familiar, una panadería. Por un problema de sus padres en el contexto de la persecución religiosa emprendida en el callismo, los Rodríguez fueron a radicar en California, lugar en donde el jovencito Ismael tuvo acceso a una mejor tecnología de sonido, que fue lo primero en lo que se vinculó con el arte fílmico. Al volver a la capital de nuestro país, muchas salas habían sido abiertas y el cine se había convertido en un fenómeno de masas, en el entretenimiento público más popular. Los Rodríguez, no sólo Ismael, se relacionaron con esa incipiente industria, y fue así como, entre obstáculos y negativas, a codazos, el joven cineasta se abrió camino hasta la oportunidad de dirigir.

En las páginas de estas Memorias casi no hay nombre de la cinematografía nacional que no aparezca. Entre los ausentes conté muy pocos (Clavillazo, Silvia Piñal, el Santo…), pero uno puede pensar casi en cualquier actor, productor, director, fotógrafo, editor y demás, hasta en la maquillista Fraustita, y aquí aparecen. Algunos nombres son los más recurrentes, esto por la cercanía afectiva y profesional que Rodríguez tuvo con ellos. Es el caso de Frank Capra (el gran director ítalo-norteamericano), Pedro Infante (su principal creación) y Ricardo Garibay (autor de varios de sus guiones). Destaco estos tres nombres, pero un índice onomástico del libro podría arrojar sin duda más de 300 que el lector recordará haber leído ya en los muchos créditos de películas mexicanas rodadas entre 1940 y 1995, que fue la ancha etapa en la que el cineasta que nos ocupa trabajó sus filmes.

Como es de esperar en este tipo de libros, las Memorias de Ismael Rodríguez abundan en anécdotas, en la mención de quienes lo ayudaron y de quienes lo obstruyeron, en sus numerosos viajes, en sus líos con la absurda censura, en incontables chismes de la farándula y en la descripción de sus malicias para resolver asuntos técnicos. Sobre esto último destaca el logro no menor de Los tres huastecos, película en la que hizo figurar tres veces a cuadro, simultáneamente, como ya sabemos, al mismo actor, Pedro Infante. Y ya que menciono al actor sinaloense, queda claro que su principal “inventor” fue Rodríguez, quien lo llevó al estrellato que jamás, hasta la fecha, ha perdido y fue magnificado por el avionazo que segó su vida el 15 de abril de 1957.

Sólo por destacar tres pasajes de estas Memorias, menciono el caso de Buñuel y Los olvidados. El cineasta español recibió un guion muy parecido a Nosotros los pobres, de la urbe proletaria chilanga, y lo despojó de canciones y melodrama hasta dejarlo casi crudo, de una severidad colindante con lo cruel. Para Ismael Rodríguez fue verdad que se trató de una gran película: “Tiene un enorme mérito, pero es para un público reducido. Para hacerla taquillera le hizo falta todo lo que le quitó”.

Otra anécdota se relaciona con Ánimas Trujano, película mexicana cuyo protagonista fue el actor japonés Toshiro Mifune. Luego de los enredos para contratarlo, se rodó en Oaxaca y al final tuvo un gran reconocimiento de la crítica, tanto que fue nominada al Oscar. La voz del nipón fue doblada al español por Narciso Busquets, y cuando Rodríguez fue a ver su exhibición en Japón le pidieron que no mencionara el doblaje, pues allá la gente admiraba que Mifune la hubiera filmado con su voz en español. Esta cinta fue realizada por Rodríguez gracias a una recomendación de Juan Rulfo.

La última anécdota que cito no tiene gran relevancia, pero atañe a uno de los recuerdos más tercos de mi memoria como espectador de esas películas. Al rodar la tragedia del Camellito, aquella escena atroz en la que el tranvía cercena ambas piernas del jorobado con el mote apenas eufemístico, Rodríguez explica que hicieron un pozo al lado de la vía; allí metió sus piernas el Camellito para luego poner unas piernas falsas al otro lado del riel. El ingenio al servicio de la truculencia.

Para los amantes de nuestro viejo cine, las Memorias de Ismael Rodríguez son un viaje a su pasado, un pasado que gracias a los filmes también nos pertenece.

miércoles, enero 01, 2025

El gallo de oro otra vez


 








Un vagabundeo en la plataforma Prime me deparó el encuentro inesperado de El gallo de oro, película basada en un relato de Juan Rulfo. El texto, un cuento o novela corta, como queramos verlo, fue adaptado a guion por Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, y contaron para esto con la colaboración de Roberto Gavaldón, quien a su vez dirigió la cinta. De la historia hubo un remake, como le llaman, titulado El imperio de la fortuna, y recientemente una serie con la cantante Lucerito como protagonista, que por supuesto tengo toda la intención de no ver.

Para mí, El gallo de oro es y será siempre el primero que salió a la luz, el de 1964, con Narciso Busquets como Lorenzo Benavides, Lucha Villa como La Caponera e Ignacio López Tarso como Dionisio Pinzón (ver foto). En este triángulo de buenos actores baso mi querencia a la historia concebida por Rulfo sobre el mundo de las ferias y los galleros.

El argumento es sencillo, pero está lleno de interés. Pinzón es un pobre diablo que se dedica al hoy extinto oficio de pregonero, una especie de publicista antiguo. Vive con su madre, quien muere al principio de la historia mientras su hijo sueña con la feria próxima que le dará la oportunidad de ganar buen dinero como gritón de palenque. Tras el fallecimiento de su madre, Pinzón desea comprar una caja digna para enterrarla, pero como no tiene plata se conforma con envolverla en un petate, como taco.

Así llegan las peleas de gallos, y en una de ellas rescata de la muerte a un gallo perdedor, que queda lisiado. Lo reanima, lo cura y lo entrena hasta que lo presenta a una pelea. Para entonces, el don nadie Pinzón ya se ha enamorado secreta e imposiblemente de La Caponera, una cantante de feria y compañera del gallero y tahúr Lorenzo Benavides. La suerte de Pinzón es grande: su gallo gana varias peleas a Benavides, y atribuye los triunfos a su talismán, La Caponera. Con la intercesión de la cantadora, Pinzón se asocia entonces con Benavides, y ganan, se hacen incluso de una hacienda, lo que precipita el final, pues La Caponera es mujer de ferias, no una esposa convencional.

Cierto que la película exhibe todavía el lastre de cargar demasiadas canciones dentro del argumento (aunque en algo justificadas por el oficio de La Caponera), pero no deja de abordar dos temas que siempre han estimulado la imaginación de la humanidad: el de la fortuna y sus vaivenes, por un lado, y los flecos de la ambición y el triunfo, por otro.

Ha sido un grato accidente reencontrarla.

Que tengan un espléndido 2025.