Saúl Rosales pudo mandarme ya el texto que leyó en la presentación de Las manos del tahúr; lo agradezco infinitamente:
Las manos del tahúr premiado
Saúl Rosales
El libro Las manos del tahúr, de Jaime Muñoz Vargas, es una colección de cuentos ornada con los atributos propios de cualquier gran obra florecida en cualquier predio. La razón es simple: Jaime Muñoz es un gran escritor. Su estatura literaria no se achica por grande que sea el escenario.
La afirmación puede parecer temeraria pero la confirma el recuento de la presencia triunfal de este autor en los teatros de la narrativa nacional. Si para juzgar la calidad de las letras de un escritor se consideran necesarios no los juicios del lector común sino los testimonios fastuosos éstos sobrarían al recorrer la bibliografía de Jaime Muñoz. El podría parafrasear el lema de la UNAM para decir “por mi obra hablarán los premios”. Porque con sus libros de ficción, Jaime Muñoz, nacido en Gómez Palacio Durango en 1964 y radicado en Torreón, ha obtenido para su vitrina de trofeos el Premio Nacional de Narrativa Joven (1989), el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia (2001), el prestigiado y prestigioso Premio Nacional de Cuento de San Luis Potosí (2005) y otros varios reconocimientos importantes, entre ellos el de finalista en el Concurso Nacional de Novela Joaquín Mortiz (1998) y, por supuesto, el que correspondió a Las manos del tahúr, Premio Nacional de Cuento Gerardo Cornejo (2005), en Sonora. Quien quiera seguir la estela narrativa de Jaime Muñoz busque las novelas Juegos de amor y malquerencia y El principio del terror y su primera colección de cuentos, la reunida con el título de El augurio de la lumbre.
El libro que ahora comentamos se acreditó el premio nacional mencionado seguramente por las estrujantes sacudidas viscerales y anímicas de sus personajes y sus narradores y, por otra parte, por la manera en que miran su realidad los propios personajes y narradores. Pero consideremos que las pasiones y las visiones que de su mundo tienen no es toda la riqueza del libro, porque la engrosan la precisión mecánica con que han sido narradas las historias y la soltura del autor al usar la palabra “obscena” y la palabra “pulcra” —ambos adjetivos entre comillas—, la palabra de diccionario y la palabra que él inventa, la palabra libresca y la palabra de la lengua vulgar —este adjetivo en el sentido en que lo usa Dante.
Pero aparte de estos atributos que lo hacen un enjambre apetecible, Las manos del tahúr es un libro divertido. Aun en los pasajes sórdidos refulge un fogonazo de humorismo. Con donaire de mono araña, en los cuentos de Las manos del tahúr saltan el adjetivo chistoso, la situación risible, la imprecación que detona la hilaridad, el dato festivo por identificable. Los aguijonazos humorísticos disparados por la maestría literaria de Jaime Muñoz provocan la sonrisa interior, la exterior, la risa y hasta la carcajada.
Sin embargo podría parecer que los temas no se prestan para el humorismo. La lobreguez de una sociedad contrahecha desde sus orígenes, como lo es la sociedad capitalista, es un desafío para que la ira se convierta en jocosidad, para que en lugar de enojarnos por ella nos ríamos con ella. Pero justamente eso nos permite valorar el fulgor del ingenio de nuestro escritor porque él sabe vestir el reproche como befa, el reclamo como escarnio, la recriminación como mofa. De ese modo, con el filo del estilo, Jaime Muñoz flagela las ineptitudes del sistema social que padecen sus personajes. En la indigencia de un indio —la aliteración es dolosa—, en la lucha por el empleo asalariado, en el dolor por la prepotencia policiaca, en el patetismo de la ceguera en la soledad, en los filos del incesto, en el ninguneo al genio, en la sordidez familiar, en las desesperaciones de la creación artística, en la confrontación con la locura y en el vacío de las relaciones filiales Jaime Muñoz sabe colocar y hacer estallar el detonante de la eutrapelia, del humorismo.
En la enumeración anterior me he referido a cada una de las diez narraciones que ofrece Las manos del tahúr. En la mayoría de ellas hay un sordo enfrentamiento con la sociedad capitalista hostil contra los desposeídos que ignoran sus fuerzas irracionales o rechazan sumarse a ellas. Así, el relato “Diez años de ingenuidad”, primero del libro, recuerda lo estéril de la caridad y, sin mencionarla, remacha la sentencia de que los problemas sociales para su solución requieren de la eficiencia del Estado, no de la misericordia de las buenas conciencias.
En otro cuento, “Medio litro de vodka”, las chuscas desventuras eróticas del personaje son generadas por el desempleo y aparecen envueltas en la atmósfera del temor a quedarse sin trabajo. Para contrastar, “Historia del Gorila” narra cómo un empleo improductivo es la salida al problema de desocupación de un fortachón del lumpenproletariado. Otra lacra de la organización, o más bien desorganización social del capitalismo resalta en el cuento “Hacer Coca”. Abajo del título con juego escatológico de palabras viene una historia de ninguneo para el genio que es una historia de la incapacidad de esta sociedad para auspiciar el desarrollo de sus integrantes. En esta narración el modesto inventor de una bebida igual a la Coca Cola choca contra las imbatibles puertas de la burocracia que no lo deja avanzar con ese ni con otros de sus artificios. Al final, el protagonista-narrador expresa la falacia de las “oportunidades” del capitalismo que Georg Lukács denuncia como posibilidades abstractas, es decir, “oportunidades” que nunca llegan a ser tales, nunca se concretan. El protagonista-narrador de “Hacer Coca”, conmovido por el ninguneo que padece el modesto inventor se propone salvarlo de la marginación y el desdén cuando ha decidido irse de la ciudad (Gómez Palacio) y dice: “No hacerlo significaba comenzar a pudrirme, como casi todos en la jodida patria, por falta de una oportunidad, una maldita oportunidad. Una sola.”
El impulso quijotesco de ese narrador-protagonista que se empeña en la lucha por una causa ajena y difícil, no sin imprecaciones que deben sacudir las conciencias, reaparece en varias de las diez piezas de Las manos del tahúr. Es un protagonista-narrador al que le duele el dolor de sus semejantes y el conjunto de ellos abarcado en los conceptos de patria o sociedad. Es un átomo de la mejor conciencia social, la que expresa la necesidad de la transformación colectiva para alcanzar el bien común. La mayoría de los narradores-protagonistas del libro de Jaime Muñoz son escritores, aspiran a ser cuentistas o son periodistas. Y en todos el narrador es el mismo, lo identificamos porque el tono de su voz en cada narración es igual de grato porque es profundo y ligero, grave pero divertido. En realidad el más consistente personaje del libro es el narrador porque de uno a otro cuento lleva su tono festivo y su compromiso humano. Pensemos que el dueño de esa voz narradora de cada cuento es el autor de Las manos del tahúr, Jaime Muñoz, quien se aferra a su compromiso con el ser humano necesitado de redignificación y también con la obra literaria, expresión de la vocación estética y muestra de la capacidad del ingenio que eleva al hombre sobre las bestias.
Como cuentistas, los protagonistas-narradores de Las manos del tahúr sienten y expresan tambien la necesidad artística de ser originales en su obra. Se aplican a serlo. El resultado es no sólo la gracia de la lengua vulgar, sino algo más propio del oficio de escritor: el modelado de las piezas. De ese modo, mediante la interposición de sus personajes, el autor Jaime Muñoz, nos sorprende con la audaz arquitectura de “Medio litro de vodka”, “Luces del encierro” o “Narrar a media noche”. Por ejemplo, seguir las líneas arquitectónicas de “Luces del encierro” nos lleva a la paradójica sorpresa de leer un cuento que nunca leeremos. Esto es posible no por la magia, sino por el magistral oficio del gran escritor que es el cuentista nacido en Gómez Palacio.
Yo me enorgullezco de que Jaime Muñoz me haya invitado a comentar su libro Las manos del tahúr en esta ciudad, en esta región en la que fue gestado, aunque sé que mis palabras son apenas un miope atisbo a sus muchas calidades. Y Torreón debería enorgullecerse de tener a este escritor gomezpalatino como residente, igual que las ciudades italianas del Renacimiento se enorgullecían de haber sido cuna o residencia de hombre insignes. Pero además mostrar el orgullo en atención al dicho popular que dice que obras son amores. Por lo pronto, los lectores de Torreón pueden tener entre sus manos Las manos del tahúr premiado.