¿Cuánto dura el odio luego de una crítica literaria adversa? Esta pregunta me la he planteado en muchas ocasiones y su respuesta, la mejor que he hallado, es ésta: toda la vida. No tengo a la mano muchos ejemplos para demostrarlo, pero en estas vacaciones me topé con uno en el que soy destinatario de una tirria tan grande como duradera. Cuento los detalles en orden cronológico. Omito nada más los nombres propios, pues lo que me interesa es la bajeza literaria del asunto, no sus actores.
Hace quince años coordinaba yo un suplemento literario en el que, no sé si con fortuna o sin ella, intenté hasta donde pude proponer en La Laguna una manera distinta de difundir literatura, arte e historia. Tenía bajo mi laxo mando a un diseñador y a un capturista de textos, y entre los tres hacíamos el trabajo con las uñas, sin internet a merced (era 1992 y aun no se popularizaba) para tomar textos de contrabando ni dinero para pagar colaboradores. Los artículos, cuentos, poemas y entrevistas que conseguí cada quincena no dejaban de mostrar, en el fondo, algo de heroico: con sacacorchos, muchos los obtenía de mis amigos y no eran pocos los textos que obligadamente escribía yo: un editorial, dos columnas y a veces algo más. Esas precariedades aguzaron mi ingenio, me ensañaron a escribir a vuelatecla y sin pensarlo dos veces, lo que a la postre fue mi mejor universidad.
Orgulloso pese a la modestia de cada suplemento, fui siempre receptivo a los esporádicos aportes voluntarios. De vez en cuando alguien, motu proprio, me arrimaba un texto, y si pasaba mi aduana de brazos abiertos aparecía publicado con un lugar de privilegio en nuestras páginas. Entre los pocos casos que rechacé estaba el de un tipo con oscura fama de plagiario; de la dirección me recomendaron aceptarlo, sugerí mis reservas, y al final aquel “escritor” figuró en el espacio que estaba bajo mi responsabilidad. No recuerdo si fue en su segunda o tercera colaboración, pero el punto es que me entregó un ensayo firmado con su nombre pero no de su autoría. Lo conservo entre mis papeles (no a la vista en este momento), y recuerdo que trataba sobre la portentosa obra humanista de Fray Bartolomé. Pocos días después, alguien me acercó una revista española donde aparecía un texto esencialmente idéntico. Lo firmaba, si la memoria no me traiciona, el narrador español José Manuel Fajardo. Comparé párrafo tras párrafo los dos ensayos, el de mi suplemento y el de la revista hispana. Aquel ejercicio fue tristemente asombroso: mi flamante colaborador sólo había cambiado algunas palabras y con eso daba por suyo un producto intelectual ajeno.
Obviamente, lo denuncié brutalmente (con mi estilo nada cordial de aquellos años) y el tipo desapareció sin decir “esta pluma plagiaria es mía”. Su silencio fue elocuente, la mejor prueba de que no tenía armas para defenderse. Muchas veces, en varias ocasiones, he sabido que anda por allí de fanfarrón, apantallando a quien se deje. Pensé que el tiempo lo había pulido, que al menos vivía arrepentido de sus antiguas andanzas de saqueador literario. Pero no. En una posada familiar reciente, un sobrino mío me dijo que si conocía a Fulano de tal. Le respondí que sí y, por supuesto, exploré su curiosidad. “Es que me dio clases de español en la secundaria y me preguntó si yo era algo de Jaime Muñoz. Le dije sí, que es mi tío. Luego mi maestro contestó: pues él me cae muy mal, me dañó”.
Lo imaginé al pobre diablo: todos sus numerosos alumnos con el ordinario apellido “Muñoz” eran víctimas de la misma pregunta. Al fin halló a uno, y le dijo eso, “me dañó”. Reflexiono ahora sobre el caso y concluyo atónito: el odio literario puede durar toda la vida, cierto, pero también el cinismo y la total ineptitud autocrítica.