Unas horas después de su muerte, dejé volando esto en el blog: “Sé poco de esa música; lo digo con sinceridad, así como digo con sinceridad que si me aviento unas cervezas con amigos para mí no es repugnante oírla. Al contrario. Cierta ocasión, por ejemplo, me encontraba sumido en la ingesta de licores con amigos y uno puso un cd de banda narca; la voz que emergió del modular fue una revelación: era una voz fea, grave, con una leve entonación de borracho, pero al mismo tiempo atractiva, con un imán extraño y aseadamente populachero. Pregunté: ¿quién canta? La respuesta no tardó: Valentín Elizalde. Me encogí de hombres y aprobé, todavía desconcertado, la novedad de aquella voz. Ya no supe mucho sobre las canciones de Elizalde, sobre sus giras y su éxito. Una que otra vez lo vi de pasada en programas de espectáculos, pero no más.
Hoy me encuentro en los diarios que lo ejecutaron en Reynosa. ¿Qué caso tenía hacer eso? ¿A quién le sirve la muerte de un muchacho que se dedica, lo apreciemos o no, al canto popular? Mal. Muy mal. Las fuerzas siniestras de la muerte están indetenibles. La descomposición es infernal.No conozco el móvil del crimen, pero las motivaciones pueden ser tan estúpidas que pasan por el simple gusto: a un capo no le agradaba el cantante, o el cantante trabajó en una fiesta de los enemigos, y eso es razón suficiente para terminar con él. No puede ser. Se mata y se muere por insignificancias. Es la barbarie”.
Durante la semana, como para confirmarme la corazonada, la prensa nacional dejó ver que en efecto fue un asunto de narcos, una canción buscabullas, frívolas disputas de prestigio, algo así, pues poco se puede saber en realidad sobre el drenaje profundo de una industria tan hermética.
Luego del homicidio, el trágico efecto Selena convirtió al cantante de Sonora en un mártir ubicuo. Programas de espectáculos, de videorrolas, de radio, restaurantes, tiendas de lo que sea, en todas partes aparecía la imagen y/o la voz de Elizalde. El colmo fue lo que viví el jueves en mi terapia semanal budista de la lucha libre gomezpalatina: en cada intermedio nos recetaron dos o tres canciones del “Gallo de Oro”, lo cual me llevó a reflexionar en su curiosa estética, en la razón de su éxito pre y post atentado.
Como insinué en el blog, la fama de Elizalde obedece a la novedad de su voz. Esa peculiaridad me recuerda los versos de una canción interpretada por Alfredo Zitarrosa, acaso el cantor uruguayo más grande de la historia; no los retengo textuales en la memoria, pero me impresionaba que el genio charrúa dijera allí que algunas piezas lucen más cuando son interpretadas con cierta fealdad que “bien cantadas”. Siento ahora que en eso radica el curioso encanto de Elizalde. Su estética rompe con las voces atildadas, chillonas, agudísimas e inalcanzables de los vocalistas banderos (Julio Preciado sería su Caruso). La de Elizalde fue, es pues, una voz que bordea con descaro los predios del espanto, una voz que por cierto no correspondía con la imagen del prematuro galán que la articulaba, ya que parecía emerger de un gaznate cuidadosamente estropeado por los años, arenoso. Oí, por ejemplo, la versión elizaldeana de “Eslabón por eslabón” y el joven hizo la hombrada de superar a Lalo Mora, pues en su garganta luce, llevada al extremo, una especie de cínica borrachera, unos vibratos desvergonzados, una tesitura a la que sólo hipar le falta para ser la del hermoso tío pedote que canta en las pachangas del rancho.
He ahí, creo, el secreto de Elizalde: abrió un camino nuevo a esa música despatarrada, francota y por lo común harto vulgar, tanto que en ocasiones llega a parecer rupestremente bella.