El disco duro de mi lap es, como el beisbol, una cajita de sorpresas. Hoy encontré, perdida y de inmediato rescatada, una entrevista que me hizo el joven periodista Alejandro López para un tabloide llamado Azimuth, de Saltillo. No sé desde hace meses la suerte que ha corrido esa publicación, pero en su primer número tuvieron la amable idea de dialogar conmigo, lo cual siempre agradeceré. Esto fue lo que salió:
En casi toda escritura se adivina un tránsito en zig zag... en los terrenos de la creación ¿cuál fue tu primer pasmo?
Soy un escritor tardío, pues muchos a los diez o doce años ya saben, o al menos intuyen, que algo tendrán que ver con las letras. Yo, en cambio, hasta los 16 o 17 vi venir ese pálpito, la posibilidad de organizar palabras. No hay antecedentes artísticos en mi familia, no había biblioteca ni costumbre de leer, así que todo fue muy sorpresivo para mí. Un buen día, al final de la prepa, creo recordar, comencé a leer libros no obligatorios y eso me llevó directo a borronear indecisas, abominables cuartillas. Además, como ocurre en el caso de muchos jóvenes escritores, a mí la literatura me entró por la música. Crecí con el canto de protesta, con la nueva trova y esas cosas, y de allí pasé a la poesía y de allí a la narrativa y de allí al ensayo. De aquel pasado musical ya remoto lo único que sobrevive en mí es Atahualpa Yupanqui, don Ata.
¿Cuál la primera visión, la primera imagen, o el primer acorde que te agarró, dejándote aturdido de estupor o de belleza?
Cortázar primero, luego Carpentier, después Vargas Llosa y al final Borges. Esos son los cuatro soportes de mi techo literario. Todavía los releo y todavía me siento en los pupitres de sus aulas.
¿Cómo te percibes con relación a aquel muchacho que escribiera los cuentos de "El augurio de la lumbre"?
La juventud es ingenua. Yo creía que la literatura sólo eran palabras, y por ponerles demasiada atención fui escalofriantemente barroco y superficial cuando empecé a narrar. Hoy creo más en el fondo, y creo en un barroquismo menos formal en términos de léxico que de sintaxis. Soy de esos escritores que han aprendido a escribir más o menos bien a punta de años, de errores y de lectura. En el fondo creo que no se escribe con los ojos, sino con el oído y la razón. A diferencia de los escritores talentosos, yo he batallo el triple para dejar una cuartilla bien peinada, aunque al final no quiero decir lo que Marco Denevi en un microrrelato: “Lo sé —decía el escritor honrado—. He escrito la mitad de lo que quería escribir y publicado el doble de lo que debí publicar”.
Volviendo a tu comentario sobre los lamentables barroquismos juveniles, hay que recordar al extinto Roberto Bolaño y su juicio sobre Daniel Sada, citándolo como una de las escrituras más arriesgadas y propositivas de la narrativa actual, motejándolo de “barroco desértico”.
Creo que pasé (no digo “evolucioné”, pues no estoy yo para afirmar eso) del barroquismo por el barroquismo a una escritura donde la expresión es más transparente y económica debido a una razón simple: cuando uno es joven e inicia en el trabajo artístico, faltan experiencias que le den profundidad humana a lo que uno quiere expresar. Para llenar esa laguna muchas veces, como sucedió conmigo, se recurre inconcientemente a los más oscuros y laberínticos retorcimientos verbales. Luego el tiempo va enseñando, uno comienza a ganarse la vida, se casa, tiene hijos, responsabilidades, fracasos, frustraciones, módicas alegrías, pérdidas, pesimismos, leves ascensos y caídas bruscas, muertes cercanas, desengaños, en suma, la vida comienza a mostrar su verdadero rostro, que no es otro que el de una desdicha esencial. Tarde o temprano se da uno cuenta de esto: venimos a batallar, a padecer, y eso crea una conciencia de lo humano que pocas veces un joven puede tener hasta llegada cierta edad. Eso me ocurrió a mí: fui barroco, artificioso, cuando tenía poco qué decir; luego vinieron los golpes, la certeza de mi finitud, y aprendí que el barroquismo de las experiencias es más intrincado que el de las palabras, así que cambié el tono de mi expresión y caminé hacia rumbos, digámoslo así, más clasicistas. Eso no significa, sin embargo, que el hacer barroco me disguste. Al contrario, cada vez que releo a Carpentier, por ejemplo, encuentro en él una felicidad incomparable. De vez en cuando vuelvo, también, a ese estilo; lo hago sobre todo en periodismo.
¿Cómo incide la noción de desierto en tu obra?, esa infinidad aparentemente vacía donde cabe más de lo que supone la mirada.
Además de lo evidente, el calorón y el polvo inclementes y ubicuos, el desierto (o la estepa, más precisamente) se ha colado en mi obra y me ha provocado siempre la sensación de aislamiento. La Laguna, bien vista, es una especie de ínsula y tiene peculiaridades muy claras para mí, aunque describirlas puede ser algo difícil. Es tierra de trabajo, de gente entrona, fiestera, poco preocupada por los bienes del espíritu, muy trepadora y presuntuosa de sus posesiones, abierta a lo exterior, rutinaria, desapegada del pasado, bastante burlona, ruda, hedonista, informal. No sé. Mi amigo Sergio Antonio Corona Páez, doctor en historia, publicó un libro titulado La Comarca Lagunera, constructo cultural, donde atreve un desmenuzamiento de nuestra “laguneridad”. Yo lo prologué, y estoy seguro que es casi nuestro “laberinto de la soledad”. La idea vertebral de ese ensayo la puedo resumir en la ecuación desierto-trabajo-seguridad. El asunto es mucho más complejo, claro, pero las condiciones geográficas de La Laguna han creado un espíritu peculiar en sus habitantes, y desde que soy conciente de eso una de mis preocupaciones ha sido aprehender tal identidad por medio de relatos.
¿Te concibes como un narrador fronterizo?
No. Más bien, si me permites la autodefinición, soy un narrador interfronterizo. Vivo entre dos fronteras, la de EU y la del sur de mi país, principalmente la que delimita el DF y su ámbito de influencia. Cuando leo literatura chilanga o fronteriza me siento, por igual, ajeno a esos mundos. Ni el sueño americano y sus conflictos ni la asfixia existencial de la megaurbe. Como centronorteño me percibo diferente, ni peor ni mejor, simplemente distinto. Tal vez sólo sea una ilusión óptica, pero dejo a nuestros antropólogos la tarea de definir lo que somos.
Es significativo que menciones a Borges y Atahualpa Yupanqui, lo que me lleva a aquella anécdota cuando el payador, en presencia de Borges definía la amistad como "ser uno mesmo, en otro pellejo", y el elogio borgiano de "qué lindo, y cómo no se me ocurrió a mí...", ante lo que Yupanqui le contestó: "¿Sabe por qué?, porque usted es un erudito y no es paisano, y paisano es el que lleva el país adentro..." Como poeta, hemos atisbado algo de tu noción de país en Pálpito de la Sierra Tarahumara... ¿Cuál es tu noción de país como narrador? Como veta narrativa ¿Cuáles sus cumbres? ¿Cuáles sus miserias?
La principal miseria del país es su política, su gobierno. Eso ha impedido que crezca todo lo demás, incluida la capacidad de respuesta de la gente. Salvo nuestros exuberantes recursos naturales, no veo que seamos ricos en nada ni que seamos un tipo de sociedad excepcional o ejemplar. Elogiarnos es caer en el chovinismo y en la folcloratría. Por mucho menos de lo que hemos padecido, por ejemplo, otros países ya hubieran, o ya han, despertado. México prefiere el adormilamiento, el ahi se va histórico.
El augurio de la lumbre incluye un cuento maravilloso sobre los frustrados deseos de un “crack” de barrio; de alguna manera, aun incidental, el deporte atraviesa una parte de tu narrativa, ya sea como paisaje o en las gestas del futbol llanero o tardes de beisbol sobre un llano en llamas...
Es cierto, aunque nunca he puesto al deporte en el centro de mis relatos. Más bien lo he incorporado como pretexto para decir algo más. Hace años me propuse escribir historias que se relacionaran con los deportes que aprecio desde niño: tengo un cuento sobre fut, una novela con beis, un cuento de box, y me faltan relatos de lucha, de nado y quizá de campismo. Durante años jugué futbol callejero y sin afán de presumir sé que mucho sé de ese deporte. Es simplemente una cuestión de cercanía: al buscar temas encontré que debía escribir sobre lo que he vivido, y si el deporte, como practicante y como espectador, ha estado cerca de mi vida, no vi la razón para desdeñar esos temas en algunos de mis textos.
¿Qué relaciones estableces entre el ejercicio literario y la disciplina o el fervor deportivo?
Es casi lo mismo, sobre todo si pensamos en el deporte amateur. En ambos hay que contar con algo de facultades, en ambos hay que entrenar mucho, en ambos hay que perder demasiado para agarrarle después sabor al triunfo, en ambos hay que disciplinarse, en ambos hay que mostrarse ante la gente, en ambos hay que retirarse a tiempo y en ambos el éxito es menos frecuente que la derrota.
Juegos de amor y malquerencia, tu última novela publicada, ha tenido una excelente acogida, ¿cómo fue su gestación y cuáles significaron los mayores retos en su escritura?
Esa novela lleva mi firma y es cierto que la escribí yo, pero debo confesar que su escritura me provocó tanta felicidad que prácticamente siento que se escribió sola, como si alguien me la dictara. Lo único difícil fue amarrar el tono. Una vez que conseguí el tipo de voz que iba a contar la historia, todo caminó como impulsado por un motor. A partir de ese trabajo supe que lo más difícil en un libro es calcular su timbre, el sonido preciso que debe generar en la sensibilidad del lector. Esta la siento tan lagunera que me parece intraducible. Aunque simula ser un texto, es pura vil oralidad.