Finalmente, el salvajismo político visto con la imposición tiene que ceder su sitio a temas no sólo amables, sino enaltecedores. Estar otra vez en la FIL y no poder escribir sobre ella es como ir a Ciudad Lerdo y no aventarse una nieve de Chepo. Llegué el jueves en la mañana y desde muy temprano comencé el recorrido de los pabellones con el afán de ubicar los libros comprables no sólo por su interés, sino también por su precio. Otra vez, en esta edición veinte de la Feria, abundan las oportunidades para todos: desde los libros más ramplones de esoterismo, ufología y autoayuda, hasta las joyas académicas de universidades mexicanas y extranjeras. Un verdadero bufet de papel, una orgía de letras para todos los apetitos de lectura.
No sé sí me equivoco, pero de una manera esquemática se puede decir que la FIL está dividida en cuatro grandes vertientes: la exhibición y venta de publicaciones (libros, revistas, cds, suscripciones de diarios); la presentación de conferencias, mesas redondas y presentaciones de obras; los talleres para niños, jóvenes y profesionales de la edición y, por último, el ofrecimiento de espectáculos artísticos.
La FIL de Guadalajara es, para quien no la haya visto y quiera imaginarla, un monstruo. Esta es la cuarta vez que la visito y, como nunca, me da la impresión de que la concurrencia ha rebasado todas las expectativas demográficas. Es impresionante ver los ríos de visitantes que pueblan los pasillos, las conferencias y los espectáculos, como si de verdad existiera un México preocupado por el conocimiento y el arte, un México sin la bancarrota educativa de la que tanto habla, con razón, el premiado Monsiváis.
Ignoro si los índices de venta y lectura son elevados, si la gente no nomás mira y pasa de largo, pero tengo la impresión de que me equivocaría si pienso eso. Contra lo que vemos a diario en La Laguna, comparadas con las tres o cuatro librerías desoladas de nuestra pujante comarca, los pabellones de venta en la FIL lucen atestados y es siempre admirable que en las cajas de pago haya filas, sí, filas de gente formada para liquidar sus selecciones.
El menú de conferencias se cuece al margen. Todo el día, durante una semana, son incesantes las oportunidades de ver y oír a escritores de todo el mundo (incluidos a varios premios Nobel, como ocurrió esta vez con García Márquez y Saramago) y también pasma que se les tenga respeto, que no se les trate allí con las patas o con indiferencia, precisamente como tratamos en La Laguna a quien trabaja algún arte.
Vi ayer viernes, doy un ejemplo significativo para mí, al maestro argentino Roberto Fontanarrosa, dibujante y escritor que en México alcanzó notoriedad con la historieta de Boogie el Aceitoso publicada durante algunos años en la última página de la revista Proceso. Igual que sus monos, igual que su literatura, Fontanarrosa al hablar es la sutil combinación, la perfecta armonía, entre inteligencia, humor y desenfado. Verlo y oírlo fue un lujo, la oportunidad de estar con alguien que con su plumín y con su pluma ha caricaturizado al poder.
Salgo de la FIL convencido otra vez de que el libro y la palabra son un refugio, la casa donde uno puede vivir con libertad.