Aunque no sé para qué
Jaime Muñoz Vargas
No puedo evitarlo: cuando entro a una librería de las bien surtidas o cuando repaso alguna biblioteca personal inteligente y numerosa, los demasiados libros valiosos que allí abundan me arrastran al pantano de la depresión. Tal vez exagero, pues mi ánimo nunca decae tanto como para derivar en el grito lacrimoso. Lo que sí ocurre es que me ronda la pregunta más triste que se ha hecho mi vocación: ¿para qué más? ¿Qué puedo agregar a todo esto? No tengo respuesta, o la tengo contradictoria: hoy quiero escribir, publicar, ser leído; mañana quiero callar, huir, no escribir más, ahorrar papel al ya de por sí masacrado medio ambiente.
Hace unos días, el 15 de agosto de 2006, comí en la ciudad de México con un grupo de jóvenes becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas. Fue en un restaurante de comida dizque uruguaya, aunque en su sazón asomaba de más la oreja del ingrediente azteca. Estaban allí mi anfitrión Vicente Rodríguez, narrador y periodista de Torreón; Luis Jorge Boone, poeta y narrador de Monclova; Eduardo Saravia, poeta del DF; Alfredo Hinojosa, dramaturgo de Tijuana y Antonio Ramos, cuentista de Monterrey. Todos podían presumir ya, al menos, un libro édito. Se notaban alegres, optimistas, cordiales, como se supone deberían ser todos los jóvenes. Cuando nos hundimos en el tema de las ediciones personales más cercanas, todos apuntaron lo propio con justificado orgullo; Boone dijo, por ejemplo, que no falta mucho para que el Fondo de Cultura Económica publique su primer libro de cuentos.
Al llegar mi turno, ya con una pechuguita de pollo asado a mi merced, dije que si me iba bien este año podía cerrar con tres libros publicados; si mal, sólo con uno, “aunque no sé para qué”, dije con voz que no podía ocultar un aire de insatisfacción, como si con esa breve frase pretendiera anunciar alguna muerte. Los jóvenes becarios de la FLM me miraron algo desconcertados, con un brillo en los ojos donde no es improbable que anidara la sensación de estar oyendo a un esnob.
Así lo sentí. Luego de decir “aunque no sé para qué” me dio la impresión de que era la típica ocurrencia del artista embusteramente demolido, escéptico ante todo, incluso ante lo que el mundo considera infalible boleto a La Inmortalidad (publicar libros). Ya más tranquilo, ya en Torreón, ya sin la náusea que de inmediato imprime en mi ánimo el DF, repensé la respuesta y encontré que, a fuerza de ser sincero, si yo mismo, para mi coleto, sin poses, respondiera aquella pregunta terminaría en el mismo “aunque no sé para qué”.
Leo libros sentado y de pie (como decía Vasconcelos) y tanto la calidad como la cantidad de esos papeles acaban por remachar en mi conciencia que apenas puedo añadir nada, menos que nada, a lo que de infinitas maneras ya se ha escrito y se seguirá escribiendo sin fin. Pero algo ocurre, algo que quizá sea vanidad, o testarudez, o vocación, o simplemente inercia, pero cuando ya han salido en periódicos, revistas y libros las palabras que uno titubeantemente ha organizado, la adicción a seguirlas publicando se impone a cualquier noción de sinsentido. Y uno, cada vez más escéptico, vuelve, reincide, y cuando el libro está otra vez allí, cínico, reinicia el horror ante la vacuidad de lo expresado y esa amargura sólo puede ser exorcizada, al menos en mi caso, con más palabras, con otras páginas que a su vez serán aborrecidas más adelante.
Poco después de mi regreso a La Laguna, con la frase todavía fresca en el zurrón, busqué entre mis libros todavía no consumidos algo para despachar en la semana. Tomé la novela Los días de la paciencia, del colombiano Óscar Collazos, editada por el antiguo sello de Joaquín Mortiz (1976) en su colección Nueva Narrativa Hispánica; lo compré hace algunos meses en una librería de viejo, y mi ejemplar se conserva espléndido, como recién despojado del celofán. Lo primero que hice fue repasar su cuarta, sus solapas; allí leí, como refuerzo de lo que vengo afirmando, la lista de autores y de obras amparadas por la colección en la que ahora figuraba Collazos. Hay en esa nómina, claro, autores todavía frecuentados: Yánez, Castellanos, Leñero, García Ponce, Fuentes, Goytisolo, pero son más frecuentes los infrecuentados, al menos en nuestro país: Pedro Juan Soto, Enrique Lafourcade, Manuel Echeverría, Juan Ventura Agudiez, Jesús López-Pacheco, Roberto Ruiz y otros tantos más. Recordé a Roberto Bolaño, quien en uno de los hermosos artículos de Entre paréntesis, observa que “La respuesta a este reflujo de escritores, sin embargo, es muy sencilla. Así como el amor se mueve con una mecánica similar a la del mar, como decía el poeta nicaragüense Martínez Rivas, así también se mueven los escritores, y un día aparecen y luego desaparecen y luego, quién sabe, vuelven a aparecer. Y si no vuelven a aparecer tampoco importa tanto porque ellos, de alguna manera secreta, ya son nosotros”.
Y si no reaparecen, pregunto, ¿qué es de esos autores? ¿Habrá valido la pena todo el esfuerzo creativo? No digo si sus libros son buenos o son malos (de seguro es lo primero), pues de la mayoría no tengo ni un renglón, pero me da pena saber que allí están sus títulos, sus nombres, y sin embargo estoy convencido de que en todo México apenas tendrán uno o dos despistados lectores a lo sumo, si bien les va. Por eso la respuesta nada falsa, nada esnob, que me brotó aquella tarde frente a los lúcidos muchachos de la FLM: sí, tal vez publique esto y esto otro, “aunque no sé para qué”.
Comarca Lagunera, 24, agosto y 2006