Mi más reciente colaboración para Nomádica:
El edén lagunero y el agua del futuro
A veces uno es harto malagradecido. Vivimos en un lugar del mundo en el que jamás ha temblado, donde jamás habrá un tsunami ni un Vesubio ni un Chichonal, donde no pegan los ciclones ni amenazan los deslaves, donde las inundaciones son tan infrecuentes que ni las tememos y donde el clima fluctúa entre los 0 y los 40 grados con predominancia de los meses cálidos. Por si fuera poco, aquí nunca ha caído una bomba, no hay minas personales ni alambres de púas, nunca hemos padecido campos de concentración ni guerras bacteriológicas. Es, pese a la hostilidad del solazo que nos taladra la piel y de las tolvaneras que nos polvean el rostro hasta dejarlo dieciochesco, un lugar paradisíaco para vivir, el colmo de la tranquilidad. Lo único malo que nos puede pasar, curiosamente, no provendría de los elementos naturales ni de agentes exógenos que nos quieran agredir, sino de nosotros mismos.
Ese desastre lagunero llegará, si no cobramos conciencia, por nuestra desidia en relación al agua. El paraíso que recibimos de la naturaleza y la obra que le hemos añadido podrá ser un infierno si no le damos al agua el lugar protagónico que merece. Por ello me extraña, de entrada, que nunca en la historia de La Laguna se haya organizado un gran foro interdisciplinario y plural en torno al problema. Pienso en un espacio en el que, sin perder de vista la posibilidad de ver allí polémicas enconadas, no falte ninguna voz de peso: empresarios, ambientalistas, académicos, políticos, representantes de Conagua y de las dependencias municipales que administran el agua, medios de comunicación, personeros de la sociedad civil e incluso artistas. Pero no, eso no ocurre. Los empresarios lecheros evaden la confrontación de posturas, los políticos no se comprometen con nada, las instancias administradoras del agua sacan el bulto y los académicos dejan archivados sus estudios en el baúl de las propuestas que nunca nadie conocerá.
Me da gusto, por ello, saber que, así sea en lugares que no son La Laguna, se difundan trabajos donde la experiencia positiva (es decir, real, tangible) muestra la importancia de tomar tal o cual decisión respecto al uso y conservación del vital recurso. El doctor Francisco Valdés Perezgasga, en su generoso afán por ponerme al corriente, me hizo llegar el ensayo “Cuencas sanas, agua segura para beber”, de la especialista Sandra Postel. La traducción es del propio ambientalista lagunero, y aunque no me autorizó a difundirlo completo, nunca me indicó que no podía citar ciertos fragmentos. El eje del discurso ha sido espléndidamente resumido en el título, es decir, la estudiosa plantea en su artículo (nueve cuartillas con cuadros y rico suministro de notas) que el agua del futuro depende de las cuencas de los ríos, de su preservación y respeto. Cito textualmente tres párrafos que me parecen esclarecedores:
a) El agua que se usa para beber, cocinar y otros usos es apenas el 10 por ciento de toda el agua usada en el mundo. Sin embargo, esta demanda se concentra en ciudades densamente pobladas, y puede ejercer serias presiones sobre los ríos, lagos y humedales de una región dada. Además, el agua para consumo doméstico debe cumplir con altos estándares de calidad, cosa que no se exige al agua para usos agrícolas o industriales. Entre más contaminada esté la fuente de agua, más caro será su tratamiento para potabilizarla. En un caso extremo, la ciudad de Mombasa, Kenya, abandonó de plano su sistema de agua potable, tras de una década de operación, por los elevados costos de operación provocados por el deterioro de la calidad de su fuente de abastecimiento. Afortunadamente, un número creciente de ciudades y gobiernos en todo el mundo están descubriendo los beneficios de un hecho poco valorado hasta ahora: que las cuencas sanas son las fábricas naturales del agua y que protegerlas es rentable. Los bosques y los humedales pueden producir agua de gran calidad a un costo menor que las plantas potabilizadoras convencionales a la vez que suministran muchos otros beneficios valiosos, desde sitios para actividades recreativas hasta la conservación de la biodiversidad y la protección del clima.
b) Varias grandes ciudades de los Estados Unidos han evitado construir instalaciones costosas para tratar su agua invirtiendo en la conservación de sus cuencas para mantener la pureza de su agua potable. La Ley del Agua Potable Segura de los EUA (Safe Drinking Water Act) obliga a las ciudades que dependen de sus ríos, lagos u otras fuentes superficiales para proveer a sus habitantes de agua potable, a que construyan plantas potabilizadoras. Sin embargo, se puede eximir de esta obligación a las ciudades que demuestren que están protegiendo sus cuencas hidrológicas. Seattle y otras ciudades han tomado el camino de la protección de sus cuencas para ahorrarle a sus habitantes cientos de millones de dólares en gastos de capital.
c) Al reducir el desperdicio y motivar la conservación, las ciudades pueden dejar más agua en los ríos y lagos, construir menos presas y de menor tamaño, bombear menos agua del subsuelo y reducir la cantidad de energía y químicos necesarios para tratar y distribuir el agua. A pesar de todos estos beneficios, las ciudades suelen ver a la conservación solamente como una respuesta de emergencia ante la sequía en lugar de verla como un elemento central de la planeación del suministro de agua. Afortunadamente hay excepciones brillantes a esta regla. Copenhague, en Dinamarca, presume de unas pérdidas por fugas de tan solo un 3 por ciento, quizá la tasa más baja en el mundo. Fukuoka, Japón, no se queda atrás con una tasa de fugas de 5 por ciento. Pero ninguna ciudad iguala el éxito de la zona metropolitana de Boston en la conservación de su agua, donde se alcanzó el uso más bajo de agua per cápita en 50 años en 2004.
Vuelvo yo: ¿por qué no sentarnos pues a discutir si la experiencia ajena nos es útil? A final de cuentas el agua no es de nosotros los laguneros del presente: le pertenece al futuro. No matemos el terregoso paraíso —pero paraíso al fin— que todavía tenemos.