Esta es una bella historia de la vida real, uno de esos pasajes pinchísimos de la existencia provocados por los bancos: un cliente ha recibido crédito hipotecario. Él se sabe responsable, pues siempre ha sentido como un acto cuasirreligioso el compromiso mensual de pagar. En 2006, por ejemplo, de once abonos a su cuenta en sólo cuatro no ha podido liquidar a tiempo. En tales ocasiones, cuando por alguna razón se demoró para cumplir su compromiso, sabe con resignación (aunque también con íntimo enojo) que el banco lo sancionará con un “cargo por mora”, cantidad nada insignificante que se suma implacablemente al saldo mensual. Muy pocos días después, paga la mensualidad y añade la cantidad extra que el banco se echa a sus arcas porque el cliente tuvo el criminal descuido de no cumplir con total puntualidad.
Pese a que como cliente ha sido más regular que irregular, pese a que no ha pasado sin pagar más de veinte días en los pocos casos en los que se ha retrasado, pese a que nunca reclama el monto del “cargo por mora”, los bancos han adiestrado a unos pobres infelices para que, por teléfono y desde el DF, acosen al cliente que ha llegado a diciembre sin liquidar el monto correspondiente al mes anterior. El ágil y lenguaraz funcionario no sólo le recuerda al cliente que no ha pagado noviembre en la fecha estipulada (el día último del mes), sino que debe pagar ese adeudo, el cargo por mora y la nueva mensualidad, el 22 diciembre, ocho días antes del nuevo vencimiento. El cliente repara tibiamente: pagaré el saldo vencido el 22, pero el de diciembre creo que puedo pagarlo el día 30, pues ese día se vence. No, lo para en seco el falazmente amable funcionario chilango. Si usted no paga los diez mil pesos de las dos mensualidades (la vencida y la corriente), el día 23 ya deberá pagar 19 mil pesos. ¡19 mil!, dice el cliente, impactado por esa miserable noticia. Sí, 19 mil, le responde muy seguro el banquerastro. ¿Y por qué esa cantidad, es el doble? Porque, dice la gentil voz, dado su historial usted no ha pagado a tiempo cuatro veces en este año. Siendo así, si no paga el 22 ya no gozará del “beneficio” de que no se le cargue esa cantidad. El cliente sabe que puede pagar ya, en ese mismo instante si fuera posible, los diez mil pesos, pero queda intrigado por la amenaza de que, si por un descuido se pasara de la fecha, pagaría no diez mil, sino 19 mil pesos. Con fingida amabilidad, el cliente cambia de tono y acepta pagar el débito de noviembre el mismo 22, pero el otro adeudo, insiste, lo hará luego, en los días a los que tiene derecho. El hombre del poder, apaciguado por la mesura del cliente, se apiada: bueno, pague el 22 lo de noviembre y el 26 lo de diciembre. Ya metí estos datos al sistema. ¿Podemos contar pues con sus pagos para el 22 y el 26? El cliente acepta y termina la llamada.
Unos segundos después, el cliente recuerda el cordial tono de las palabras que exhiben los vendedores de tarjetas, los ejecutivos de cuenta y la publicidad bancaria. Pero cuando cobran, los banqueros, por medio de sus explotados peones con corbata de poliéster, son unos perros hipócritamente amables, persecutores intimidatorios, maestros del acoso velado o evidente. No es necesario deberles miles de millones, no es necesario no poder hacer un pago durante dos semanas. Si el cliente debe cinco mil pesos y pasa cinco días sin pagarlos, automáticamente, para el banco, es un delincuente y hay que amenazarlo servicialmente por teléfono, inventarle paredones. Como decían los clásicos españoles para referirse a cualquier patán: son unos hideputas.