jueves, marzo 06, 2025

Veinte años os contemplan


 








Conocí a un amigo que repetía con frecuencia esta frase: “Tuvo salida de pura sangre y llegada de burro”. Se refería a los entusiasmos efímeros, aquellos que prometen tragarse el mundo en un taco y al final se desinflan sin dejar un solo rastro de su fe inicial. Esto me pasó como editor de columnistas y articulistas sobre todo cuando tuve bajo mi responsabilidad la coordinación de un suplemento cultural. No faltó en aquellos noventeros años que de la nada me pidiera cita cualquier conocido o desconocido. Su idea era “colaborar”, escribir sobre “algo”, un “algo” que podría ser cine, teatro, literatura, música, historia… Antes de agarrar malicia, yo me emocionaba con esas propuestas, pues si algo alegra a un editor es la disposición ajena para escribir y colaborar.

Lo que venía inmediatamente después no requería ninguna espera, pues el potencial columnista o articulista, tras recibir la aceptación de su propuesta, desenfundaba el primer texto: una maravillosa colaboración de cinco cuartillas para nutrir su flamante columna. Allí mismo se acordaban los plazos de cierre, la extensión de los textos y todo lo que fuera necesario. Para la siguiente quincena, ante la demora, como editor debía llamar al columnista con el fin de recordarle la entrega de su texto. Por lo común, su respuesta era que lo estaba terminando y que me lo haría llegar en unas horas. En efecto, el texto llegaba, pero misteriosamente ya no sumaba las tres cuartillas convenidas, sino una y media. Y en fin, así se publicaba.

El desenlace habitual se daba en la tercera o cuarta colaboración: el columnista ya no respondía a las llamadas o, cuando lo hacía, de su ancha manga sacaba argumentos ciertos o ficticios, daba igual: “Se murió mi abuelita y anduve en los trámites”, “Me salió un viaje urgente y no pude escribir”, “No encontré tema, te lo debo para la próxima”. Así fue como obtuve la noción de los ya mencionados "entusiasmos efímeros" de muchos columnistas en cierne, colegas que a las dos o tres entregas notaban que una colaboración semanal o quincenal parece nada, pero como el tiempo tiene siempre la mala costumbre de avanzar hacia adelante y hacer que las fechas lleguen, pronto caían en la cuenta de que escribir para mantener un espacio recurrente no era enchilar sopes. Inevitablemente, el género periodístico llamado columna supone al menos la sencilla exigencia de vislumbrar sin pausa temas en la mente y sentarse a escribir antes de los cierres de edición.

Toda esta explicación sirve de intro al recordatorio de que hoy, 6 de marzo de 2025, la columna Ruta Norte cumple veinte años de ininterrumpida existencia. Nació gracias a la invitación que me hizo Marcela Moreno, responsable editorial de Milenio Laguna, para colaborar como columnista del diario. Acordamos el nombre, la frecuencia y las características del espacio. Yo ya colaboraba mucho como articulista en el matutino, pero jamás había sido columnista fijo. Acordamos que serían tres cuartillas publicadas de miércoles a domingo, cinco entregas a la semana. Durante varios años, creo que cinco o seis, cumplí sin falla con el propósito, pero obviamente fue agotador, desgastante. La búsqueda de ideas terminó por obligarme a tomar una decisión: cambiar las frecuencias. Propuse entonces dos colaboraciones a la semana, miércoles y sábados, y con esta regularidad ya tengo cerca de quince años.

Como se podrá advertir, no fue un entusiasmo efímero. Lo que ya sabía antes de asumir la columna era que un espacio de esta índole no podía tener como sostén la inspiración (si es que tal cosa existe) o el entusiasmo, sino el oficio. Oficio para tener presente las fechas de cierre, oficio para aprovechar los tiempos muertos en la elección de un tema, oficio para sentarse a teclear en cualquier circunstancia, oficio para tratar siempre de urdir algo digno pese a la premura inevitable del periodismo, oficio para no fallar ni enfermo con la colaboración. El oficio, no el entusiasmo, es pues la base de sustentación de cualquier espacio fijo en un diario, y sólo el tiempo dirá si el trabajo ha rendido algún fruto meritorio o fue un esfuerzo digno de mejores causas.

A lo largo de los veinte años que hoy se cumplen, he publicado alrededor de tres mil textos. La mayoría trata sobre libros y asuntos literarios, medios de comunicación, rollos de la vida cotidiana y miscelánea histórica, política, cinematográfica y hasta deportiva. Muy al tanteo, calculo en doce mil las cuartillas producidas, la mayoría disponibles gratuitamente en este espacio digital, recipiente último de la columna. Sé bien que la cantidad no es sinónimo de calidad, pero también sé que todo trabajo de escritura extenso al menos tiene el mérito de las horas-nalga. En cuanto al blog, no lo he sobrepoblado de imágenes y menos de videos, esto para destacar que su interés es la palabra, la austera pero indispensable palabra. Más de un amigo me he dicho que le imprima movimiento, videos, audios (podcasts), incluso más fotos, pero les he rerspondido que creo en las palabras y creo que las palabras se defienden con palabras. Ya otros millones de sitios ofrecen en la web abundante confeti audiovisual; yo aquí ni siquiera he cambiado la plantilla verdiblanca con la que nació esta modesta aventura.

Me despido con agradecimiento a quienes han leído lo que comparto; les hago la promesa de seguir hasta que el cuerpo y la creatividad aguanten. También, convido el acta de nacimiento de Ruta Norte, el texto inaugural de este espacio, un texto inaugural con el que, pese a los veinte años transcurridos, coincido hasta esta fecha.

De qué escribir

¿De qué escribir cuando a uno lo invitan a escribir?, esta pregunta es la primera que debe plantearse quien asume la responsabilidad de alimentar una columna. Como así es, escribo en esta primera entrega de Ruta Norte que escribiré sobre libros y escritores, sobre medios de comunicación, sobre arte y política, sobre asuntos misceláneos con algún discreto tinte antropológico. No quiero, sin embargo, pecar de solemnidad, incurrir en un soliloquio bostezante, sino aprovechar el espacio que generosamente me convida La Opinión Milenio para campechanear ideas con el tono oscilatorio del —me atrevo a denominarlo así— “periodismo lúdico”, un periodismo que sin renunciar a su responsabilidad social y política, a su gesto militante, atreve en todo momento el chispazo desenfadado y festivo, satírico a veces, que le dé al lector la posibilidad de encontrar amable lo sacralizado y serio lo mordaz. Agradezco, pues, a La Opinión Milenio la oportunidad de colocarme en su importante alineación, el feliz chance de saltar a su cancha de papel.

Ruta Norte sirve ahora como título de una columna que me ronda desde hace años. Obviamente, como lo saben muy bien quienes viven en La Laguna, esas dos palabritas las plagié de la realidad, pues forman el nombre de una línea de camiones caracterizada por hacer sus recorridos por o hacia el norte de Torreón. Desde que recuerdo, decir, pensar, leer “ruta norte” era para mí como una afirmación de nuestra condición geográfica, de nuestra norteñidad, si se me permite el sufijo filosoficoide.

Por razones de identidad y de querencia al terruño local, aunque sin chovinismos que cierren las compuertas de mi afecto a lo foráneo, he insistido por todos los medios a mi alcance que los laguneros debemos enfatizar nuestro orgullo por lo propio. Como lo ha demostrado el doctor Corona Páez en sus ensayos históricos (y ya habrá tiempo para desmenuzarlos con calma), la noción de “lo lagunero” nos viene de muy lejos, desde tiempos de la conquista, y no precisamente desde que se cruzaron unas vías de tren muy cerca del cerro de las Noas.

De ahí pues Ruta Norte, una línea de camiones, un rumbo preciso, una posición en la geografía del país, un nombre hermoso para esta columna periodística que se lanza a recorrer las calles de La Laguna con el único fin de repensar, a botepronto, algunas ideas. Trataré de añadir, cuando sea posible, cualquier imagen que roce lo que aquí vaya expresando, como ocurre en el caso de estas palabras inaugurales, lujosamente aderezadas con una foto (“La nave de los Guerreros”) obtenida gracias a mi asombrosa Fuji digital.

Aquí quedo, y espero que Ruta Norte sea un espacio digno de quienes quieran invertir tres minutos de su tiempo en estas líneas. Si no es así, envíe cualquier reclamación a mi Departamento de quejas instalado en la terminal de rutanortelaguna@yahoo.com.mx

miércoles, marzo 05, 2025

Dialogo en el TIM

 












Hoy miércoles 5 de marzo a las 19:00 horas, en la Sala principal del Teatro Isauro Martínez, se llevará a cabo una conversación sobre la historia de este recinto indispensable de Torreón a propósito de su aniversario número 95. El diálogo será entablado por la historiadora Laura Orellana Trinidad y el firmante de estos párrafos.

El Teatro Isauro Martínez suma esta actividad a los festejos por su nonagésimo quinto aniversario. Fue fundado en marzo de 1930, y desde entonces conserva su valor intrínseco como obra arquitectónica y como espacio ideal para la exposición de las artes y otras manifestaciones del espíritu humano. A lo largo de su existencia, el TIM ha sido escenario de obras de teatro, conciertos, espectáculos de danza, presentaciones de libros, conferencias, informes de gobierno y, desde hace algunas décadas, ofrece también la Galería de Arte Contemporáneo y promueve actividades de formación artística en diferentes disciplinas.

Este miércoles tendré entonces dos honores; por un lado, ser parte de los festejos por los 95 años de vida de un emblema torreonense y, por otro, compartir mesa con una persona a la que admiro, la doctora Laura Orellana. Tengo con la institución y la persona una relación entrañable. Sin programarlo, desde que comencé a trabajar en el contexto público de la literatura local, el TIM ha estado cerca de mis empeños, tanto que ya no recuerdo cuántas veces he podido ser público y participante de sus actividades; con Laura mantengo una amistad que en mi caso está mediada, como ya dije, por la admiración.

Laura Orellana Trinidad (Torreón, 1962) es socióloga, maestra y doctora en Historia por la Ibero Ciudad de México. De 1990 a 2022 colaboró en la Ibero Torreón como profesora, coordinadora de la Licenciatura en Comunicación, responsable del Archivo Histórico y directora general académica, entre otras funciones. En 1999 obtuvo el primer lugar en el certamen nacional de ensayo Susana San Juan. Es autora de Hermila Galindo, una mujer moderna (Conaculta) y Teatro Martínez, patrimonio de los mexicanos (Fineo), además de artículos académicos y de divulgación que han llegado a un público amplio. Actualmente asesora proyectos de investigación de forma independiente.

La entrada al diálogo es libre.

sábado, marzo 01, 2025

Un espaldarazo al caos

 













El galicismo boutade es definido por el diccionario académico como “Intervención pretendidamente ingeniosa, destinada por lo común a impresionar”; otro diccionario establece que es una “Afirmación chocante más o menos paradójica e ingeniosa”. Así pues, una boutade es lo que en términos coloquiales podemos denominar “ocurrencia” con el sentido de frase ingeniosa. Un ejemplo podría ser éste: “Las personas muy ordenadas en realidad son flojas para buscar”. Hay ingenio aquí, claro, aunque sólo sirva para respingar cuando nos regañan por desordenados, por caóticos.

La antinomia orden-desorden está presente en todos lados, tanto en las creaciones de la naturaleza como en las del ser humano. Para mí es obviamente más visible en el plano del homo sapiens: nuestras obras creativas, las obras que conforman nuestra civilización, tienden al orden pero en el fondo han sido gobernadas por el caos. Se da pues en ellas una oscilación que podemos reducir a la fórmula sarmentina “civilización y barbarie”, donde la primera busca el orden, la sujeción, la previsibilidad, mientras la segunda tiende a lo contrario.

El libro La obsesiva realidad del caos (Ayuntamiento de Torreón, 2024, Torreón, 87 pp.), de Raúl Blackaller Velázquez (Torreón, Coahuila, 1977) reflexiona sobre el caos y su envés durante ocho ensayos hermanados por el tema, el tono y la extensión. Si alguien se asoma al índice sentirá que son diez las piezas que lo configuran, pero en realidad noto que el primero y el último tienen espíritu de prólogo y epílogo, respectivamente, aunque no estén encabezados por estos rótulos.

Es, si no me equivoco, el primer libro de este autor lagunero, de ahí que sea pertinente compartir su semblanza. Blackaller es licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Coahuila y maestro en Educación por la Universidad Iberoamericana. Tiene más de 25 años de experiencia docente, en la que ha impartido clases de literatura, historia, ciencias sociales y filosofía. A lo largo de su trayectoria ha compartido artículos y ensayos en diversos medios, como la plataforma digital Substack, donde explora temas educativos, estrategias de aula y experiencia como docente.

De entrada debo consignar que La obsesiva realidad del caos es un libro multidisciplinario, convocante de saberes misceláneos relacionados con la ciencia, la lingüística, la educación, la filosofía, la sociología, la antropología, la tecnología, la economía, la política y aún de otros menos rigurosos y más bien creativos como el cine, el periodismo y en general los divulgados por los medios de comunicación. Una de sus virtudes radica en que, ceñido a la mejor tradición del ensayo, esencialmente antidogmática, no se plantea como respuesta, sino como dinamo de peguntas e inquietudes, como sacudimiento de nuestra adormilada y acomodaticia percepción de la realidad frente a un caos que debería infundirnos una permanente curiosidad por ver lo que hay del otro lado de las costumbres, los hábitos, las inercias y, en suma, la educación que recibimos para encincharnos en sistemas que nos malacostumbran a la pereza analítica que es el otro nombre de la alienación y el sometimiento. Por esto, debo decir que La obsesiva realidad del caos es un libro exigente y muy difícil de compendiar por su rica enciclopedia. Con un repaso a los ocho ensayos intentaré espigar, necesariamente a vista de pájaro, su contenido.

“La anémona y el niño” plantea la diversidad caótica de la naturaleza en contraste con la tendencia humana a ceñirnos a la clasificación y al orden. Frente al imperativo dieciochesco y decimonónico de poner ataduras a la realidad, propósito caro sobre todo al positivismo y su devoción por el orden y el progreso, la realidad se fuga y se torna tan caprichosa como un ornitorrinco, animal que escapa a las clasificaciones, a la categoría de lo previsible. Otro buen ejemplo de afán ordenador es el de la frenología que con Gall y Lombroso quiso establecer la conducta delincuente a partir del tamaño y la forma de la cabeza y otros rasgos físicos. Habita también en este ensayo una crítica de la estadística y la clasificación como métodos de ordenamiento, las que en efecto suelen fallar porque siempre habrá excepciones que escapan a la sujeción (en el caso de la clasificación recordé el del ajedrez, los toros y el billar, actividades que en los programas de la vieja televisión incluían, estoy seguro que con dudas, en el rubro “deportes”). Este primer ensayo marca una pauta central del libro: el caos convive con nosotros y debe estimularnos a pensar, no a forzar a rajatabla iniciativas de ordenamiento y clasificación.

En “La magia del Pi”, el autor escudriña de nuevo las posibilidades del caos como dinamo de la creatividad. El ejemplo del juguete Lego es puntual, e igual sus planteos sobre el símbolo como representación de la coherencia que buscamos al desorden. Sobre el famoso juego, comparte que cuando era niño las piezas abrían la posibilidad de armar cosas distintas, pues “el caos te permite la creatividad y la emoción. Hoy, armas el Batman, el coche, la tienda de helados, lo pones en tu librero y se acabó. El mundo ha terminado siendo así, determinado, concreto, simple, demasiado simple”.

El ensayo titulado “El universo cinematográfico o la otra realidad” nos plantea que la complejidad de lo real es sometida a simplificaciones que hacen sumariamente entendible y acaso soportable el caos. El planteo de que el entendimiento actual de la realidad, incluso el científico, puede ser una mera conjetura aspira a decirnos que todo está en permanente cambio, que lo que hoy tenemos subrayado como certeza mañana puede ser superado tal y como pasa con nuestra consideración del saber primitivo. ¿En el futuro seremos vistos como nosotros vemos hoy a los prehomínidos? En suma, no debemos tener miedo a la complejidad (al caos) en contraposición a la idea de vivir encapsulados en realidades minúsculas que nos tranquilizan, es verdad, pero que asimismo no son la realidad o en todo caso son la realidad petrificada del orden.

Blackaller critica el facilismo de las pseudociencias en “Los determinismos dan miedo”, estancia en la que reflexiona sobre la tendencia a establecer conclusiones sobre el comportamiento humano asimilándolo al de la máquina: si A resultó B en diez personas, quiere decir que A siempre resultará B. Todo es, dice el autor, complejo, dinámico, y no debemos encuadrarlo en tablas o incisos estancos, por lo que observa: “Entonces, ¿estamos determinados o no? Como siempre defenderé: sí y no. Definitivamente estamos determinados por el sistema, el lenguaje. Pero hay mucho espacio para el indeterminismo en nuestro contexto, incluso en nuestro cuerpo y en el Universo”.

“Odio el color rojo de Mazda” plantea algunas preguntas y posibles respuestas sobre la obsesión, que en general tiene mala prensa y sólo asociamos con terquedades destructivas. El autor no concluye que esto sea positivo o negativo, sino, como en sus otros ensayos, nos mueve a reflexionar que una obsesión puede tener caras tan diversas como descuartizar a un ser humano, pintar un gran cuadro o tener un amor irreductible por la matemática.

Un acercamiento al maniqueísmo es observado en “Destruyendo Mazdas rojos”. Apela aquí, como disparador, al caso de la película El rey león y su esquematización —reiterada en miles de películas— de los buenos contra los malos. De nuevo, las preguntas son acaso más importantes que las respuestas: ¿quiénes son los buenos y quiénes son los malos y por qué los buenos son buenos y los malos, malos, se pregunta, nos pregunta. Entre otros ejemplos, para desarrollar su sobrevuelo recuerda el caso de Najib Bukele y su tabula rasa, un caso bienvenido en el mundo de los simplificadores de la mano dura que aplauden la aniquilación de un plumazo contra todo aquel que, si parece malo, seguramente lo es y por ello hay que eliminarlo.

Uno de los ensayos más breves, aunque no menos interesantes, es “Contemplación de la impureza”, donde Blackaller observa el proceso mediante el cual acopiamos conocimiento. Todo comunica, en todo está escondida la complejidad, no hay nada simple. Nos invita pues a pensar en lo que nos rodea siempre con preguntas en ristre, para aprender y para asombrarnos, como lo supuso Neruda en las “odas elementales” que nos convidan a sopesar lo asombrosas que son todas las minucias de la vida cotidiana, incluidas las ingratas. “Un instante cualquiera es más diverso y profundo que el mar”, dijo Borges, y advertimos que esto es cierto cuando reparamos en lo más simple; una taza de café, por ejemplo, supone agricultura, física, antropología, química, economía…

Basado en su trabajo como profesor, el ensayista encara el tema de la confianza, el miedo y la forja de comunidad. En “Al maestro con confianza” explica que la base para que los lazos comunitarios se refuercen no radica en la propagación del miedo, sino en enfatizar la confianza que permita establecer relaciones sanas y constructivas.

El último ensayo es una especie de epílogo sin este nombre; su título es “Destruyamos todo”, y es un llamamiento hiperbólico cuya traducción menos alarmante sería “Cuestionemos todo” y no nos resignemos a fórmulas ni científicas, ni seudocientíficas ni mágicas. Pensemos, dudemos, cuestionemos una realidad que siempre se ofrece como mesa de bufet para nuestro apetito. El caos, pese a que de entrada insinúa una noción terrible, puede ser más bien una invitación permanente al asombro de la imaginación y la busca de sentido.

Una idea global de La obsesiva realidad del caos, harto simplista pero creo que eficaz si nos atenemos a los alcances de esta reseña, puede articularse en el párrafo que comenta el ya mencionado juego de los legos, que por cierto tuve la suerte de practicar con mis hijas. A propósito de lo expuesto por Blackaller, allí no queda duda de que el caos de las piezas incita nuestro ingenio, las infinitas posibilidades de la creatividad humana frente al mecanicismo de los sistemas atornillados a un solo orden.

En suma, vuelvo en el cierre de mi recorrido a la boutade con la que arranqué estos párrafos: el orden ilusorio en el que vivimos es sólo una coartada de nuestra resignación y nuestra flojera para pensar. Destruyamos, cuestionemos todo y que el caos sea un permanente e imaginativo motor de la creatividad.

Nota. Texto leído el 26 de febrero de 2025 en la presentación del libro La obsesiva realidad del caos celebrada en la Casa Mudéjar de Torreón. Participamos Mariana Ramírez, el autor y yo, y fue organizada por Nadia Contreras, coordinadora del área de Literatura del Instituto de Cultura y Educación de Torreón (IMCE).