sábado, octubre 11, 2025

Cincuenta de Miguel Báez

 









Miguel Eduardo Báez Durán (Monterrey, Nuevo León, 12 de octubre de 1975) es mi amigo desde hace aproximadamente treinta años. Lo conocí cuando frisaba la veintena, poco más o menos, y era estudiante de la carrera de Derecho en la Universidad Iberoamericana Torreón. No recuerdo si fue mi alumno en alguna materia curricular o sólo del taller literario que propuse abrir allá por 1995. Procedo con la sola herramienta de la memoria, por eso la inseguridad de algunas fechas. No importa. Lo que importa es que Miguel mañana cumple cincuenta años y durante treinta de ese medio siglo lo he sentido cerca como amigo, un amigo al que estimo y admiro.

Cuando Miguel llegó a mi taller literario no pasó mucho tiempo para que llevara uno de sus cuentos. En un contexto (más ahora) de escritura deshilachada, sin respeto por el aseo y la claridad ni siquiera entre personas con títulos académicos, aquel joven fue una inmediata sorpresa para mí: escribía con una pulcritud que no correspondía con su corta edad. Sus cuentos se dejaban leer fluidamente, sin los accidentes habituales en las cuartillas de quienes escriben sin saber que escriben mal. La forma de su escritura tenía mucho de intuitivo, de puesta en acto del talento natural, es verdad, pero pronto me di cuenta de que tal pulcritud tenía otro soporte: Miguel había leído vorazmente, tanto que ya era posible hablar con él como si se tratara de un escritor maduro.

Luego de las primeras sesiones en el taller literario ocurrió un hecho que jamás olvidé. Miguel era un tallerista disciplinado y receptivo a los consejos. Su perfeccionismo y su elevada idea de la responsabilidad lo forzaban a llevar un cuento a la semana, casi como si fuera un desacato no llevar algo cada que concurríamos a la sesión. Nos veíamos los miércoles, y durante ocho o nueve oportunidades llevó un cuento distinto por semana. Fue allí cuando le dije que en un taller no era forzoso que los participantes llevaran obra nueva en cada sesión, y que incluso escribir un cuento a la semana ni siquiera era habitual en los cuentistas consumados. “Los escritores deben diversificar su escritura, tratar de manejarse bien en varios géneros”, le dije, y agregué una pregunta: “Además de leer y escribir literatura, ¿qué más te apasiona?” Miguel, sereno como siempre, con la mesura presente en todas sus respuestas, me confesó que le encantaba el cine.

Al revelarme esa otra pasión de su vida, le recomendé escribir reseñas de cine como complemento de su escritora literaria. Le di una mínima orientación sobre la forma general de la reseña y le propuse alimentar una columna en el suplemento La Tolvanera, que yo editaba y aparecía dentro de la revista Brecha. Miguel, muy joven, aceptó el reto y mucho antes de los 23 años se convirtió en el mejor comentarista de cine que a mi juicio ha tenido La Laguna. Tanto fue así que pasados unos pocos años, ya en el 2001, nos coordinamos para que publicara Vislumbre de cineastas, trece ensayos biofilmográficos, libro sobre directores importantes de la cinematografía mundial (Hitchcock, Buñuel, Bergman, Kubrik, Gutiérrez Alea, Malle, Arcand, Greenaway, Ripstein, Wenders, Lynch, Almodóvar y Campion) obra que hasta la fecha sigo considerando la más acabada de su tipo publicada entre nosotros. Un año después, en 2002, publicó Un comal lleno de voces, minucioso ensayo sobre el inagotable Rulfo.

Miguel egresó de su carrera con las mejores notas, siempre fue buen estudiante, y poco después emprendió una maestría en Letras Hispánicas en Calgary, Canadá. Al volver a Torreón comenzó su trabajo como profesor en la misma Ibero Torreón, y a la par siguió en la confección de reseñas de cine. En 2007, con el sello de la Universidad Autónoma de Coahuila, apareció Miel de maple, racimo de cuentos atravesado por las culturas canadiense y mexicana. Poco después, reemprendió el vuelo a Canadá, esta vez a Montreal. Perfecto bilingüe español-inglés, para su radicación montrealense había sumado el francés como tercera lengua. En aquel país se dedicó de lleno a la docencia en varias universidades, siguió con la escritura sobre cine y en el armado casi secreto de una obra narrativa consistente, escrupulosamente vigilada.

Volvió en 2017 a la docencia en las aulas de la Ibero Torreón, y en 2023 publicó, por la Universidad Autónoma de Nuevo León, Encuentros fortuitos, libro de cuentos en los que delata un domino del género que he visto en pocos escritores de nuestro país, y lo digo tanto por el aliento de sus historias como por el cuidado de la forma y la agudeza irónica de su mirada, una mirada que destaza convencionalismos y absurdos de la convivencia humana. Sé que tiene inéditos al menos dos libros de cuentos, tres novelas y, si reuniera el excelente material escrito en torno a películas y series, daría fácilmente para armar cuatro libros más.

Tranquilo, sencillo, respetuoso, ajeno a los ruidosos escaparates del mundillo literario local y nacional, Miguel Báez Durán, con quien orgullosamente comparto el “Eduardo” como segundo nombre, es un amigo, lo reitero, al que aprecio y admiro mucho, de allí que me dé gusto celebrar su medio siglo de vida, de amistad y, en su caso, de lúcida e inteligente vinculación con la escritura.

miércoles, octubre 08, 2025

A 40 del “Nunca más”

 







Tras la caída de la dictadura se dio el triunfo en las urnas de Raúl Alfonsín. La tarea para recuperarse de la ruina económica se presentaba ardua, muy difícil de sortear, y en efecto lo fue. Al mismo tiempo, mientras el gobierno se las arreglaba en el plano económico, en el plano político se impuso una urgencia: ¿sería el nuevo gobierno capaz de hacer algo con los genocidas o meterá sus crímenes debajo de la alfombra? La experiencia en otros países con pasajes semejantes no ha sido buena. Regímenes totalitarios han ejercido su poder y tras sus caídas no ha habido castigo para los represores. En Argentina, pese a la cercanía, pese al poder nada residual de los militares, el gobierno de Alfonsín acometió el Juicio a las Juntas, un complejo desfile de declarantes, de acusadores y acusados. Los juicios duraron del 22 de abril al 9 de diciembre de 1985, y recogieron cerca de 300 casos en interrogatorios de todas las partes; al fin, el fiscal Julio César Strassera hizo la acusación en un discurso que incluyó la famosa frase “Nunca más”. Apenas unos pocos meses después de que habían ejercido el poder sin otros límites que los dictados por el más caprichoso sadismo, los militares de primer rango que secuestraron a miles de argentinos, que los mataron vivos, que los desaparecieron y (cuando se daba el caso) cambiaban el destino a los bebés apropiados y hundieron la economía a lo que Walsh denominó “miseria planificada”, fueron condenados por crímenes de lesa humanidad.

Vale traer aquí parte de la acusación final del fiscal Strassera: “Por todo ello, señor presidente, este juicio y esta condena son importantes y necesarios para la Nación argentina, que ha sido ofendida por crímenes atroces. Su propia atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad. Salvo que la conciencia moral de los argentinos haya descendido a niveles tribales, nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato constituyan ‘hechos políticos’ o ‘contingencias del combate’. Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el gobierno y control de sus instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre que el sadismo no es una ideología política ni una estrategia bélica, sino una perversión moral. A partir de este juicio y esta condena, el pueblo argentino recuperará su autoestima, su fe en los valores sobre la base de los cuales se constituyó la Nación y su imagen internacional severamente dañada por los crímenes de la represión ilegal. (…) Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.

Hace cuarenta años fueron dichas estas dos palabras.

sábado, octubre 04, 2025

El boom según Donoso

 











Nunca entendí el imperativo freudiano de acabar con el padre boom, de matarlo y orientar la escritura por caminos supuestamente distintos, como si la literatura, el arte, la vida toda no fuera una permanente y nunca acabada mezcla (dialéctica, dirían algunos) de tradición y ruptura. Más, pues, que aniquilarlo (aniquilar significa etimológicamente “convertir en nada”), siempre he creído que es mejor integrarlo sin traumas a nuestra tradición, en percibirlo como parte constitutiva de nuestra cultura, en asumirlo como un momento notable/perdurable de la narrativa latinoamericana. Matar al boom es un empeño que creo no ha prosperado, pues todavía hoy es más que frecuente encontrar reediciones de sus autores más visibles. Por algo será.

Una de las inquietudes que siempre brincan cuando se habla de esta generación es la referida a la nómina de sus integrantes. ¿Quiénes fueron y quiénes no fueron parte del grupo? La pregunta es de respuesta imposible, y creo que esto se debe a que, más allá de los encuentros en fiestas, mesas redondas, oficinas de editores y demás, los autores del boom nunca configuraron un bloque homogéneo debido sobre todo a la disparidad de sus edades y al inmenso espacio geográfico que supieron abarcar: toda América Latina. A diferencia de otras generaciones, cuyos integrantes tenían más o menos la misma edad y radicaban en una ciudad o al menos en un solo país, los escritores del boom nacieron en fechas algo distantes y se movieron por todo el contexto hispánico y más allá, pues no faltó que radicaran en distintos periodos en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, lo que añadió una suerte de inevitable dispersión. Basta ver el índice de los entrevistados en el canónico Los nuestros, libro de entrevistas de Luis Harss, para advertir lo que trato de explicar. Lo mismo aparecen allí Carpentier (Cuba, 1904) que Vargas Llosa (Perú, 1936), o Borges (Argentina, 1899) que García Márquez (Colombia, 1927), es decir, autores geográfica y cronológicamente alejados, lo que dificultó la noción de compacidad espacio-temporal que suele demandar el concepto de generación.

Según el crítico que aborde el tema, uno de los integrantes que entra y sale de la lista es José Donoso (Santiago de Chile, 1924-1996). Cuentista y novelista, autor de títulos celebrados como Coronación, El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche, compuso además una especie de memoria titulada Historia personal del ‘boom’ (Alfaguara, 2018, 166 pp.). Su primera edición apareció en el amanecer de los setenta, en 1972, cuando la ola boomística, perdón por el ingrato adjetivo, ya venía de bajada. Pese a esto, el fenómeno sesentero seguía fresco, y el abordaje de Donoso es el de un testigo que duda, forzado quizá por el buen gusto de la modestia, en darse a su vez el estatus de participante.

El chileno plantea de entrada que durante la primera mitad del siglo XX la novela latinoamericana obedeció a un rasgo chovinista de nuestros países: cada uno valoraba con énfasis lo nacional, lo relacionado estrechamente con el contexto local, de modo que las novelas resultantes eran apreciadas como buenas en función de su arraigo verbal y temático en cada terruño. Es, grosso modo, lo que luego sería calificado como “novela telúrica”: que el autor “escribía para su parroquia, sobre los problemas de su parroquia y con el idioma de su parroquia, dirigiéndose al número y a la calidad de lectores —muy distinta, por cierto, en Paraguay que en Argentina, en México que en Ecuador— que su parroquia podía procurarle, sin mucha esperanza de más”. Una prueba de que no andaban en lo correcto, dice Donoso, es que “los grandes nombres de la novela ‘literaria’, de la primera mitad de este siglo escrita en castellano, tanto hispanoamericanos como españoles, se han desvanecido en comparación con sus contemporáneos alemanes, norteamericanos, franceses e ingleses, sin dejar gran huella en la formación de los novelistas actuales”.

La década de los sesenta fue para él un parteaguas, un momento en el que algo pasó: “En un período de apenas seis años, entre 1962 y 1968, yo leí La muerte de Artemio Cruz, La ciudad y los perros, La casa verde, El astillero, Paradiso, Rayuela, Sobre héroes y tumbas, Cien años de soledad y otras, por entonces recién publicadas”. En esta afirmación ya tenemos una lista de autores, cierto, pero es importante resaltar que Donoso fija su atención en cuatro nombres casi como si fueran las patas de una mesa: Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar y García Márquez. Anota el rol, algo ambiguo, que él juega en el libro: “No quiero erigirme en su historiador, cronista y crítico. Nada de lo que digo aquí pretende tener la validez universal de una teoría explicativa que asiente dogmas: es probable que en muchos casos mis explicaciones, mis citas, la información que manejo, no sean ni completas ni precisas, e incluso que estén deformadas por mi discutible posición dentro del boom de marras: hablo aquí aproximadamente, tentativamente, subjetivamente, ya que prefiero que mi testimonio tenga más autenticidad que rigor”, y observa con precaución que se siente ligado a lo que describe: “cual fuere la posición y categoría de mi obra dentro de la novela hispanoamericana contemporánea, mis libros han aparecido en y alrededor de la década del sesenta, y así me siento ligado a, y definido por, las corrientes y mareas del ambiente literario de nuestro mundo, cambios determinados por la publicación de ciertas novelas que incidieron poderosamente en la visión y en el quehacer de este escriba”.

La falta de padres literarios y la influencia de escritores no hispánicos (Kafka, Sartre, Faulkner) generó en Latinoamérica, dice, obras en las que “aceptar los requerimientos de lo fantástico, de lo subjetivo, de lo marginado, de la emoción, hizo que la novela nueva tomara por asalto las fronteras o las ignorara, saliéndose del ámbito parroquial: el chileno necesitaba escribir ahora de modo que lo entendieran y que interesara no sólo en Talca y Linares, sino también en Guanajuato y en Entre Ríos”.

El recorrido de Donoso por los cuatro escritores más visibles del boom se rinde ante la obra y la personalidad de Fuentes, y apunta que La región más transparente fue para él un mazazo. Del mexicano también destaca su erudición, su cosmopolitismo, su generosidad y su ansia de abrazarlo todo. Algo parecido, aunque un tanto cuanto más atenuado, subraya de Vargas Llosa y La ciudad y los perros. Con García Márquez no se rinde igual, aunque sí reconoce que es el primero y quizá el único a quien le cupo entera la palabra “éxito” popular y comercial, y a Cortázar es a quien ve más alejado en ese pequeño grupo signado también por los encuentros y la amistad. Ya en el 72 Donoso sabía que el boom perdía su efervescencia, pero presintió algo que en efecto se ha cumplido, que “al pasar de moda el boom como totalidad no dejará el esqueleto de teorías, sino quizá media docena de novelas que no se apaguen”.

En esta Historia personal… no faltan las confesiones personales, las vicisitudes del propio autor para encontrar su voz en el aislamiento chileno. Tampoco, claro, los temas extraliterarios, como el punto de reptura que significó el “caso Padilla” o la presencia de la chismografía y las envidias en torno a los notables del boom.

Además de lo anterior, la edición de Alfaguara contiene “El ‘boom’ doméstico”, de María del Pilar Serrano, esposa de José Donoso, sobre los encuentros con los escritores del boom y sus parejas, incluidas, en dos momentos distintos de la crónica, Rita Macedo y Silvia Lemus, las esposas de Fuentes. A esto se suma una especie de continuación titulada “Diez años después” (o sea, en 1982), donde Donoso suma el reciente Nobel de GGM como culminación.

Historia personal del “boom” es un libro ya viejo, es verdad, pero con él podemos acceder a un momento de la literatura latinoamericana que produjo obras muchas veces dadas por muertas pero que todavía gozan, por suerte, de buena salud.

miércoles, octubre 01, 2025

No son excluyentes

 









Ahora que releo el Quijote ha ocurrido un hecho extraño: gracias a la prosa de Cervantes he sentido la cosquilla de volver también a otras queridas páginas de otros queridos autores de su época. Por lo pronto, y sin soltar la mano al caballero de la triste figura y a su fiel escudero apellidado Panza, pasé a dar un llegue (esta expresión mexicana es hermosa y muy precisa en su populachera vaguedad) a Jorge de Montemayor y a Góngora. O sea, tres monstruos del Siglo de Oro al alimón para no dejar margen a la duda sobre la calidad literaria que siempre está a merced de las pupilas y el espíritu.

A propósito de este simultaneo (así, sin tilde) de los clásicos españoles pensé de nuevo en un hábito de la humanidad: poner en competencia lo que es posible disfrutar sin amargarse la vida con podios olímpicos. Pasa en todo, y más ahora, en estos tiempos en los que competir es un valor, una virtud apreciada principalmente en la literatura de autoayuda. Tan lo es que si decimos en público que no deseamos competir, de inmediato los hipotéticos interlocutores ya nos están clasificando de mediocres y conformistas. La mentalidad del “emprendedurisno”, horrible palabra incrustada en el español desde hace dos días, ahora lo atraviesa todo, incluso los espacios en los que no es necesario poner en competencia ni armar cuadriláteros para peleas improcedentes.

¿Quién es mejor, Mozart o Beethoven, Picasso o Dalí, Caballé o Berganza, Fuentes o Paz, Messi o Ronaldo? La pregunta abre falsas disyuntivas, pues es posible disfrutar a los diez por igual, además de que las disciplinas no son excluyentes, porque sería como preguntar ¿qué es mejor, la música o la pintura? Obviamente no es necesario responder.

Todo lo bien hecho, todo lo grande, todo lo difícil, todo lo estimulante para el alma es mejor, no excluye lo demás. Puede uno tener alguna inclinación (yo a Messi sobre Ronaldo y a Picasso sobre Dalí, por ejemplo), pero eso no significa que lo demás quede arrumbado en el rincón de los desdeñados. Así, prefiero a Cervantes sobre Góngora y Montemayor, ciertamente, pero cuando se me antoja leer a Góngora o a Montemayor ellos son en ese momento los mejores. Los mejores que además no excluyen a los otros que en su momento serán eso, también los mejores.