miércoles, octubre 29, 2025

Tres respuestas sobre Saúl







Saúl Rosales recibió ayer martes un reconocimiento por sus 85 de su edad, que cumple hoy. Parejamente nos hicieron tres preguntas sobre él; esto es lo que anoche respondí:

Iba a escribir un comentario sobre el homenajeado porque nunca he confiado en la espontaneidad, de allí la distancia que he mantenido con los medios electrónicos en los que surgen las preguntas y, al responderlas de volea, siempre me queda la sensación de desorden. Es probable que también sea poco persuasivo aquello que escribo frente al sosiego de mi teclado, pero sin duda las cuartillas me infunden una pizca de tranquilidad, tal y como ocurría con los acordeones ante los espantosos exámenes de la preparatoria. Dado que el pasado domingo llegaron las preguntas, lo que haré es responderlas según mi insana costumbre: por escrito.

¿Cómo conocí a Saúl Rosales?

En agosto de 1982 entré a simular que estudiaba la carrera de Comunicación sólo porque en el programa había muchas materias de literatura, pues ya entonces era lo que más me interesaba. Sin que yo lo supiera, poco tiempo antes, en 1981, se había dado la coincidencia de que Saúl regresó a La Laguna luego de su radicación de veinte años en la Ciudad de México. Acá, además de conseguir una pequeña chamba como corrector de estilo en el diario La Opinión, Saúl se hizo de unas clases de literatura en la escuela donde yo estudiaba, así que el azar me lo asignó como maestro. Por esos mismos años ocurrieron dos hechos importantes: Saúl comenzó a coordinar el suplemento Opinión Cultural, donde publiqué por primera vez unos poemas de cuyo contenido no quiero acordarme, y además me regaló su primera publicación, una plaquette titulada Vestigios de Eros, el primer libro que me obsequió un escritor. En ese momento comenzó nuestra amistad, hace poco más de cuarenta años. Yo tenía 19; Saúl, 43. Lo que sucedió entre aquellos años y este día ha sido una vida: muchos libros, muchas conversaciones, muchos amigos comunes, muchas mesas como ésta, muchos malabares para la supervivencia, muchos fracasos de todo tipo y una matriz ideológica similar.

Háblenos de un libro, obra de teatro o artículo que desee destacar de Saúl Rosales.

Tengo y he leído casi entera la obra de Saúl y creo que nadie ha escrito más que yo sobre sus libros y su gravitación en el alma de La Laguna. Incluso he editado al menos siete u ocho títulos de su producción. Por razones distintas, en todos ellos encuentro aciertos, belleza e inteligencia, tanto que me resulta muy difícil decidir qué libro de Saúl podría destacar para no malgastar esta pregunta. Sólo porque lo edité y porque en él están implícitos algunos rasgos que me hermanan ideológicamente con Saúl (su ateísmo, su filiación de izquierda, su horror patológico ante la desigualdad y la explotación, su anticlericalismo, su admiración a Marx, entre otras afinidades), menciono el libro que decidimos trazar en el cincuenta aniversario del asesinato perpetrado contra Raúl Ramos Zavala, torreonense y fundador ideológico de la Liga Comunista 23 de septiembre.

¿Por qué Saúl Rosales es importante para la cultura en La Laguna?

Porque su obra (y por “obra” me refiero a sus libros y a su magisterio) a muchos nos hizo ver la importancia de la literatura como vehículo conductor de dos valores: el manejo de la palabra para generar belleza, en primer lugar, y, en segundo, el poder que la literatura tiene para humanizarnos, para despiojarnos el espíritu, para ayudarnos a conocer mejor la viscosa condición humana.  Esto es, creo, el mejor aporte de Saúl a nuestra cultura.

Ahora bien, en lo estrictamente personal mi gratitud tiene muchas vertientes, pero la que más aprecio de Saúl es su ininterrumpida amistad. Alguna vez le pidieron a Yupanqui que diera una definición de amigo, y el poeta y cantor respondió de una manera inmejorable: dijo que un amigo es uno mismo en otro pellejo. Puedo afirmar entonces que mucho de mi maestro y amigo Saúl habita en mí, que de alguna misteriosa forma y al menos parcialmente yo soy él, nomás que en otro pellejo.

Nota. Gracias a Jorge Luis Gaytán por la foto que encabeza este post. En la mesa participamos Saúl Rodríguez, Nadia Contreras, Ruth Castro, Arcelia Ayup, el homenajeado y yo. La sede del homenaje fue la biblioteca municipal José García Letona, Torreón.

sábado, octubre 25, 2025

Asedios de Antonio Alatorre


 











Alguien, no sé quién, le prestó o le regaló a Gilberto Prado Galán la voluminosa edición de lujo, no venal y publicada por Bancomer (1979), de Los 1,001 años de la lengua española, de Antonio Alatorre (Autlán, Jalisco, 1922-Ciudad de México, 2010).  Era entonces, cuando Gil me lo mostró, esto hacia mediados de los ochenta, un libro inencontrable, fuera de comercio, así que nomás pude verlo un instante aquella vez. Recuerdo que mi amigo lo manejaba con veneración, como se trata a los libros que de alguna manera cambian la vida.

Varios años después me topé con la primera edición ya comercial publicada por el FCE (México, 1989). Como nunca olvidé los elogios de Gilberto al magnífico trabajo del maestro Alatorre, lo compré, lo leí y lo reseñé como lo que es: acaso el mejor libro de divulgación escrito por un mexicano sobre la historia de nuestra lengua. Es, desde que pude leerlo, una obra entrañable para mí tanto como sentí que lo fue para Gilberto, y con el correr de los años lo he recomendado machaconamente sobre todo a mis alumnos de talleres literarios para que conozcan, muy bien contada, la historia de su herramienta de trabajo: el español. Y algo más: luego conseguí una edición más del mismo libro publicada por la SEP y la original en una librería de viejo, la lujosa edición destinada a los clientes de Bancomer, aquélla que sólo vi por encimita y me anotició sobre la existencia de este documento espléndido.

Por lo anterior, desde hace casi cuarenta años tengo respeto por la figura de don Antonio Alatorre. Además del libro capital ya mencionado, de él he leído ensayos sueltos en revistas académicas, la mayoría sobre literatura barroca y autores del Siglo de Oro, su especialidad. Recién sumé Ensayos sobre crítica literaria, libro publicado por El Colegio de México en 2012 (México, 193 pp), y me parece que sus nociones sobre el acto crítico son más que atendibles por quienes además de leer aspiran a enhebrar algún comentario o idea sobre lo leído o respetan tanto la creación literaria como la crítica que sobre ella se ejerce.

Contiene una docena de asedios a otros tantos problemas de la crítica literaria, varios de los cuales fueron escritos para ser presentados en congresos, coloquios o mesas redondas, de modo que para bien acusan, pese a la densidad de algunas ideas allí planteadas, dejos de la exposición oral que les dio origen. Al parecer, y esta sensación se reafirma varias veces en el libro (“no quiero aumentar el ya enorme cerro de lo prescindible”), Alatorre no asigna gran valor a estas páginas, pero sin duda son esclarecedoras si pensamos en la excelencia de su labor crítica. Apenas abre, comparte esta idea: “Para mí, por ejemplo, si se trata de un soneto de Garcilaso de la Vega, lo importante es entenderlo, y entenderlo no así como así, sino en su ser mismo, en su todo y en sus partes, con su sustancia y su ornamento, su mensaje y su estructura; entenderlo como lo entendían los contemporáneos de Garcilaso, y aun Garcilaso mismo”. Comprender íntegramente lo que un texto fue para su autor y sus contemporáneos es uno de los ejes de la crítica, y esto es ya una noción muy de tener en cuenta.

Asimismo, Alatorre sabe que su trabajo como docente y enjuiciador de obras literarias tiene la función de enlace: “El buen crítico no estorba, sino ayuda, y su misión, entre otras cosas, es de índole pedagógica”, ya que “El crítico es un lector, pero un lector más alerta y más ‘total’, de sensibilidad más aguda: las cualidades de recepción del lector corriente están como extremadas y exacerbadas en el lector especial que es el crítico”, y “Las impresiones que en el lector ordinario son difusas e imprecisas, se dan organizadas, coherentes y luminosas en el crítico”. Por todo, “La crítica es la formulación de la experiencia del lector. Pone en palabras lo que se ha experimentado con la lectura”.

Alatorre despliega en la mesa el papel fundamental de la lectura atenta, base del ejercicio crítico que se convierte a su vez en escritura y luego se vuelca a los lectores: “el crítico literario es un lector que no se guarda para sí mismo su experiencia (…) la pone a la luz, la hace explícita, la examina, la analiza, se plantea preguntas acerca de ella”. Uno de los temas salientes de este libro es la discordia entre las herramientas críticas de Alatorre y las que irrumpieron con las nuevas corrientes del análisis. Esto lo puso en aprietos, pues por iniciativa propia o ante la inquisición de los demás, tuvo que opinar aunque no lo quisiera: “que el diccionario de términos imprescindibles que un foco neo-académico preparaba no hace mucho para uso de críticos modernos rechace ‘emoción’, ‘imaginación’, ‘belleza de lenguaje’, ‘coherencia’, ‘fuerza de convicción’ o ‘sensación de vida’ y en vez de eso incluya ‘intertextualidad’, ‘red actancial’, ‘red actorial’, ‘reducción accional’ y cosas por el estilo, ya no me es tan indiferente”. Lo resolvió tratando de demostrar que aunque a veces quedaba lejos de ese tipo de expresión nueva, era viable discernir entre los nuevos críticos brillantes de los charlatanes que se valieron, ignoro si todavía es así, de jergas intragables para descifrar textos literarios.

Entre los temas de Ensayos sobre crítica literaria más interesantes están tres: su análisis sobre Menéndez y Pelayo (“es doloroso ver a Menéndez Pelayo aceptar el punto de vista católico retardatario y no el punto de vista católico ilustrado”), imperdible por lo que significó para la lengua española el crítico santanderino; su debate contra nuestro paisano Evodio Escalante para esclarecer los valores o antivalores de la nueva crítica, y su crítica a la comisión para la defensa del español creada sexenios ha, pues “el español se defiende solo” (“Yo dediqué dos de mis conferencias del Colegio Nacional a cuestionar los presupuestos y las metas de esa Comisión, y aun su ser mismo, y las habría publicado si la cruzada nacionalista hubiera seguido adelante, con ganas de que sus organizadores, Fernando Solana y Eliseo Mendoza Berrueto, se dieran tiempo para dialogar conmigo, aunque fuera para reducir a polvo mis críticas. Pero no: la campaña no traspuso la frontera del sexenio”).

Hace una semana comenté a las carreras un libro de la gran Margit Frenk. Hoy comparto aquí este otro sobre un libro de su marido, don Antonio Alatorre, uno de los críticos literarios, filólogos e historiadores del español al que debemos tener siempre en la mira, leerlo.

Nota. Como dato curioso y postreseña, la relación Antonio Alatorre-Gilberto Prado Galán que ocupa anecdóticamente el primer párrafo de este comentario se extendió a una coincidencia en sus cronologías: ambos murieron un 21 de octubre; Alatorre del 2010 y Prado Galán del 2022. Que este apunte sirva un poco para recordarlos con la admiración que me merecen.

miércoles, octubre 22, 2025

Fichte deja los gansos












La anécdota más famosa sobre el filósofo Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) describe una casualidad providencial. Adolescente y miembro de una familia pobre, el joven Fichte trabajaba en lo que seguramente sería su destino: cuidar ocas (o gansos, como los conocemos en este lado del Atlántico). Andaba en eso cuando llegó un señor pudiente, el barón Von Miltiz, quien de un lugar alejado asistió a la aldea donde vivía Johann para escuchar la misa. Lamentablemente llegó tarde, y lo lamentó. Fue allí cuando un tipo cualquiera le hizo la recomendación: “Vaya con el joven Johann; él le repetirá el sermón tal y como lo pronunció el cura”. El hombre buscó al joven cuidador de gansos y, en efecto, a su pedido le repitió el sermón con total fluidez, lo que revelaba una memoria poderosa.

La anécdota continúa en lo que ya imaginamos: el acaudalado vio la capacidad del cuidador de gansos y decidió auspiciar sus estudios. Luego, el patrocinador murió y se acabó la beca, lo que puso al pupilo, de nuevo, en una situación precaria. Pero ya no era lo mismo: Johann se había capacitado y se dedicó a dar clases para sobrevivir, trabó contacto con su ídolo Kant y terminó siento Fitche, el célebre filósofo que inventó la tríada dialéctica “tesis, antítesis y síntesis”, de ordinario atribuida a Hegel.

La inquietud que me asalta al recordar la anécdota es ésta: ¿qué hubiera pasado si no llega a tiempo el auspicio económico a los estudios del cuidador de ocas? Alguien dirá que tarde o temprano el joven iba a demostrar su talento, pero me atrevo a creer que no, que el apoyo a las capacidades de Johann llegó oportunamente, cuando la cabeza se encuentra en su mejor estado de receptividad, la juventud.

Pienso asimismo que, vista por encima, la anécdota sólo serviría para alimentar los ejemplos habituales del discurso meritocrático: si le echas ganas, todo se puede, incluso ser un gran filósofo. Pero este es, exactamente, mi disgusto con la meritocracia. Por más mérito o talento o ganas que se tengan, lo ideal no es que unos pocos exploten sus potencialidades o que dependan de la caridad para evidenciarse, y es por tal razón que resulta necesario insistir siempre en la equidad de las oportunidades, que se conviertan en política de Estado y no es venturosa casualidad: la de haber nacido en una familia con recursos o la de recibir la inesperada visita de un mecenas salvador. En este momento hay cientos, miles de Johannes talentosos pero sin oportunidades. En lugar de esperar la aparición providencial del barón Von Miltiz, es mejor que haya una estructura dispuesta a brindar las oportunidades para que los niños y los jóvenes sean lo que mejor pueden ser, sin milagros ni migajas, sino como política social obvia.

martes, octubre 21, 2025

Conferencia sobre literatura lagunera

 













Este martes 21 a las 7 pm tendré el gusto de compartir una conferencia sobre el medio siglo más reciente de la literatura lagunera (1975-2025), una literatura que en silencio, siempre a los tumbos y muchas veces sin más recursos que el entusiasmo y las uñas, ha proseguido la edificación de carreras diversas, dispares y siempre empeñosas, muchas veces obligadas a la autogestión porque, pese a ciertos avances, La Laguna sigue siendo tierra árida para el ejercicio de las humanidades, espacio donde todavía no vencemos al desierto de la insensibilidad —por ignorancia o simple desdén— ante los productos del espíritu. No abundo aquí. Quien guste asomarse a La Tinta cafebrería (Morelos entre Leona Vicario e Ildefonso Fuentes, Torreón) para escuchar mi alocución, tiene las puertas abiertas como brazos en espera de dar la bienvenida. La entrada es absolutamente libre y sólo se solicita algún módico aporte voluntario, no obligatorio, para apoyar a Palestina mediante el Comité de acción por Palestina en La Laguna.

sábado, octubre 18, 2025

El Quijote de Margit Frenk

 












Margit Frenk cumplió cien años el 21 de agosto pasado. Nació hacia 1925 en Hamburgo, Alemania, y desde hace muchas décadas tiene la nacionalidad mexicana. Por la amplitud y profundidad de sus saberes y por su dilatada carrera sobre todo en la UNAM y El Colegio de México, se trata de lo que habitualmente calificamos como “eminencia”. En su larga trayectoria, la doctora Frenk acumula libros de crítica, compilaciones y traducciones que le han granjeado los más altos reconocimientos que es posible otorgar en México al quehacer académico. Fue, lo digo como dato lateral, esposa del maestro Antonio Alatorre, también notable estudioso de la literatura.

En su libro Cuatro ensayos sobre el Quijote (FCE, Lengua y estudios literarios, México, 2013, 58 pp.), Frenk pone en juego su agudeza para analizar aspectos de suyo atractivos sobre la novela de Cervantes. Lo hace con profundidad, pero sin ubicarse lejos del lector no especializado. Son, pues, asedios que sin renunciar a la hondura en el tratamiento del tema permiten al lector de a pie vislumbrar recovecos no tan evidentes del Quijote, libro que jamás agotará su capacidad de sugerencia.

Los ensayos refuerzan el deseo de claridad desde sus títulos: “El prólogo de 1605 y sus malabarismos”, “El imprevisible narrador en el Quijote”, “Alonso Quijano no era su nombre” y “Don Quijote ¿muere cuerdo?”. Insisto en que la explícita promesa encerrada en los títulos se cumple en cada pieza. Así en el primero, donde Frenk focaliza su reflexión en el más que famoso prólogo cervantino a la primera parte del Quijote. Y lo digo desde ya: creo que un común denominador en los tanteos de este libro radica en el examen de rasgos que hacen a la ambigüedad en todo lo que se relaciona con la novela sobre el esmirriado caballero andante.

El prólogo no es la excepción, y de hecho es en donde arranca el juego de Cervantes con la casa de espejos narrativa en la que ninguna afirmación puede ser entendida como certeza completa. Cada párrafo es terreno movedizo, incluso en el paratexto prólogo, habitualmente tenido como no ficcional: “Cervantes se ha encargado de que la voz que habla en el prólogo sea la suya y, a la vez, no lo sea. Al mencionar varias veces a don Quijote como si fuera un ser real, está ya con un pie metido en la por él inventada historia del caballero manchego y ‘ficcionalizándose’ a sí mismo”. En efecto, no sabemos desde allí si quien escribe las páginas liminares es el autor mismo o un personaje inventado por el autor mismo que simula ser el autor mismo: “Cervantes ha introducido en su prólogo a un personaje ficticio, con el cual finge dialogar. Así, por vía doble, ese que creíamos ser ‘Cervantes’ se nos convierte en un ente de ficción”. Este recurso no es un mero pasatiempo para desesperar al lector, sino algo más entrañable, como lo consigna Frenk: “en el Quijote nada es de manera definitiva, sino que todo está en movimiento, en una fluctuación constante, que da fe de que la realidad es inestable, cambiante, contradictoria, como lo somos los seres humanos. Por eso la ambigüedad consustancial de la obra, desde el ‘Desocupado lector’ del primer prólogo hasta las últimas palabras de la segunda parte. Ambigüedad inquietante, sí, pero que nos está trasmitiendo una idea liberadora: que no existe en este mundo una sola verdad”.

El segundo momento del libro trabaja en la misma orientación, la de la ambigüedad, en este caso sobre el narrador de la historia. ¿Quién es?, nos preguntamos a cada rato: “¿de quién es la voz del narrador en el Quijote, si no es la de Cervantes? Es de una entidad que se basta a sí misma, independiente de su autor. La crítica cervantina de las últimas décadas lo ha llamado ‘supranarrador’, ‘narrador externo’ y, más técnicamente, “narrador extradiegético-heterodiegético’”, un narrador que “entra y sale de la escena y vuelve a entrar, caprichosamente, cuando se le antoja”, de suerte que “Son infinitas las situaciones sobre las que el narrador proyecta sus dudas, con expresiones como quizá, al parecer, debía de, se cree que, dicen que, es opinión que, parece ser que…”, y otra vez parece que salimos de un mundo de certezas estables para ingresar a otro espacio igualmente incierto: “Las frecuentes expresiones dubitativas de ese narrador supuestamente omnisciente nos enfrentan a una realidad inestable, insegura”.

Los dos ensayos finales, ya lo adelanté, aran el mismo territorio: Cervantes, con malicia y no por descuido, construyó una historia en la que la realidad es como la realidad, no una, sino varias, tantas como subjetividades la perciban. Por eso la suma de dos ambigüedades más: la del nombre del Quijote, que nunca sabemos bien a bien cuál es (“no ha faltado quien se refiera a este nombre como uno más de los que se adjudican en la novela al hidalgo. Habla Laín Entralgo de ‘un hidalgo manchego del que nunca sabremos si se llamaba Alonso Quijano, o Quijana, o Quijada, o Quesada’”) y el hecho de que tampoco tengamos total certidumbre acerca de la condición en la que murió, si cuerdo o loco: “Pienso que Cervantes no sería Cervantes si en ese final de su obra hubiera renunciado a la ambigüedad, si no hubiera proyectado sobre la afirmación de la cordura de su héroe un gran signo de interrogación”, así que “cuando don Quijote habla de caballerías, enloquece; cuando habla de otras cosas, está cuerdo. Y esta antítesis perdura hasta el final”.

Dado todo lo anterior, la almendra del libro (de Frenk) está en sus énfasis sobre la inestabilidad del Quijote, el permanente coruscar de señas que llevan a un lugar que a su vez emite señas que nos traen de regreso al sitio de donde partimos o a otro distinto. Lo dicho: el Quijote es inagotable y los cuatro ensayos de la centenaria Margit Frenk han colocado cuatro piezas más en el infinito rompecabezas cervantino.

miércoles, octubre 15, 2025

Potencias de la duda


Reencontré este apunte inédito desde hace trece años, cuando todavía era padre de tres pequeñas que ya son adultas. Sirve aún:

A veces, muy a veces, menos seguido de lo que deseo pero sí a veces, cada mucho tiempo más bien, me siento medianamente complacido por una respuesta a mis hijas. Me pasó ayer, y cuento.

No sé por qué razón ni en qué materia, el libro de Formación cívica y ética de sexto grado viene insistiendo en asuntos relacionados con la personalidad y la consciencia de esa personalidad en los pequeños. Supongo que es por la edad que atraviesan: como están al borde de la adolescencia, lo que equivale a decir que están al borde de una zanja, algunos capítulos de su libro han planteado tareas específicas a mi pequeña: escribir su autobiografía, autorretratarse a lápiz, anotar sus rutinas y todo eso. Supongo, reitero, que esos planteos sirven para afirmar al niño, para hacerle ver su condición de individuo excepcional y amacizar su autoestima.

En la tarea de ayer había tres encomiendas: 1) describir las virtudes que el propio niño percibe en sí mismo; 2) describir igualmente sus deficiencias; y 3) comentar cómo pueden sus virtudes ayudar a subsanar sus defectos. El inciso más difícil para mi hija fue el primero, tanto que se acercó a pedirme ayuda. Ella es, creo, un ser humano extraordinario, atiborrado de capacidades y sensibilidad; no lo digo sólo yo (aunque para mí sea fácil declararlo): sus notas y sus maestras me ahorran la incomodidad de elogiarla. Como niña conciente ya de sus potencialidades, sabe que es dueña de virtudes importantes, y una de ellas, la modestia, es la que sirvió para alertarla: sintió que algo andaría mal si se soltaba como si nada describiendo que es puntual, responsable, disciplinada, respetuosa, amable, sensible, cordial, sincera, sencilla y algo más. Me dijo: "Papá, no me gustaría decir eso, se oye mal".

Hace poco, dos semanas antes de lo que narro, me preguntó el significado de la palabra "soberbia", así que lo aplicó en este caso: "Lo que escriba parecerá... ¿soberbio?". Pensé de botepronto en las dos posibles salidas: 1) La de la confianza absoluta, sin titubeos, la del orgullo convencido sin átomo de duda; decirle: "Escribe lo que sabes que eres con total seguridad. Si sabes que eres eso, no dudes en asumirlo". Marginé esa respuesta porque me parece inhumana, no da margen a la equivocación. Opté entonces por la salida 2) La de la precavida incertidumbre: "Escribe ‘creo que soy responsable, aspiro a ser educada, procuro respetar a los demás, me gusta ser puntual y trato siempre de ser solidaria...'". Le hice ver que había allí muchas palabras que suponen un deseo, una aspiración, un propósito, y que el solo hecho, por ejemplo, de querer ser responsable era ya, en sí mismo, una virtud. La niña sonrió, no requirió más explicaciones y de inmediato comenzó a escribir sobre los renglones disponibles de su cuaderno de trabajo.

Algunos me dirán, lo supongo, que sembrar dudas en su "camino al éxito" no es lo más recomendable. Pienso luego, para tranquilizarme y sin afán didáctico, sólo para mí, que el "éxito" que ahora tanto nos preocupa y es tan socorrido en los manuales de autoayuda, no está en alcanzar “el éxito” en sí, sino en sobrevivir a todas las dudas que nosotros mismos nos imponemos y vamos resolviendo con humildad, sin creer jamás del todo en las fachendosas virtudes que a veces nos suponemos y por lo general son meras ilusiones, vanos pedestales para instalar nuestra autoestimita.

Por último, a mi hija le fue bien en su tarea.

sábado, octubre 11, 2025

Cincuenta de Miguel Báez

 









Miguel Eduardo Báez Durán (Monterrey, Nuevo León, 12 de octubre de 1975) es mi amigo desde hace aproximadamente treinta años. Lo conocí cuando frisaba la veintena, poco más o menos, y era estudiante de la carrera de Derecho en la Universidad Iberoamericana Torreón. No recuerdo si fue mi alumno en alguna materia curricular o sólo del taller literario que propuse abrir allá por 1995. Procedo con la sola herramienta de la memoria, por eso la inseguridad de algunas fechas. No importa. Lo que importa es que Miguel mañana cumple cincuenta años y durante treinta de ese medio siglo lo he sentido cerca como amigo, un amigo al que estimo y admiro.

Cuando Miguel llegó a mi taller literario no pasó mucho tiempo para que llevara uno de sus cuentos. En un contexto (más ahora) de escritura deshilachada, sin respeto por el aseo y la claridad ni siquiera entre personas con títulos académicos, aquel joven fue una inmediata sorpresa para mí: escribía con una pulcritud que no correspondía con su corta edad. Sus cuentos se dejaban leer fluidamente, sin los accidentes habituales en las cuartillas de quienes escriben sin saber que escriben mal. La forma de su escritura tenía mucho de intuitivo, de puesta en acto del talento natural, es verdad, pero pronto me di cuenta de que tal pulcritud tenía otro soporte: Miguel había leído vorazmente, tanto que ya era posible hablar con él como si se tratara de un escritor maduro.

Luego de las primeras sesiones en el taller literario ocurrió un hecho que jamás olvidé. Miguel era un tallerista disciplinado y receptivo a los consejos. Su perfeccionismo y su elevada idea de la responsabilidad lo forzaban a llevar un cuento a la semana, casi como si fuera un desacato no llevar algo cada que concurríamos a la sesión. Nos veíamos los miércoles, y durante ocho o nueve oportunidades llevó un cuento distinto por semana. Fue allí cuando le dije que en un taller no era forzoso que los participantes llevaran obra nueva en cada sesión, y que incluso escribir un cuento a la semana ni siquiera era habitual en los cuentistas consumados. “Los escritores deben diversificar su escritura, tratar de manejarse bien en varios géneros”, le dije, y agregué una pregunta: “Además de leer y escribir literatura, ¿qué más te apasiona?” Miguel, sereno como siempre, con la mesura presente en todas sus respuestas, me confesó que le encantaba el cine.

Al revelarme esa otra pasión de su vida, le recomendé escribir reseñas de cine como complemento de su escritura literaria. Le di una mínima orientación sobre la forma general de la reseña y le propuse alimentar una columna en el suplemento La Tolvanera, que yo editaba y aparecía dentro de la revista Brecha. Miguel, muy joven, aceptó el reto y mucho antes de los 23 años se convirtió en el mejor comentarista de cine que a mi juicio ha tenido La Laguna. Tanto fue así que pasados unos pocos años, ya en el 2001, nos coordinamos para que publicara Vislumbre de cineastas, trece ensayos biofilmográficos, libro sobre directores importantes de la cinematografía mundial (Hitchcock, Buñuel, Bergman, Kubrik, Gutiérrez Alea, Malle, Arcand, Greenaway, Ripstein, Wenders, Lynch, Almodóvar y Campion) obra que hasta la fecha sigo considerando la más acabada de su tipo publicada entre nosotros. Un año después, en 2002, publicó Un comal lleno de voces, minucioso ensayo sobre el inagotable Rulfo.

Miguel egresó de su carrera con las mejores notas, siempre fue buen estudiante, y poco después emprendió una maestría en Letras Hispánicas en Calgary, Canadá. Al volver a Torreón comenzó su trabajo como profesor en la misma Ibero Torreón, y a la par siguió en la confección de reseñas de cine. En 2007, con el sello de la Universidad Autónoma de Coahuila, apareció Miel de maple, racimo de cuentos atravesado por las culturas canadiense y mexicana. Poco después, reemprendió el vuelo a Canadá, esta vez a Montreal. Perfecto bilingüe español-inglés, para su radicación montrealense había sumado el francés como tercera lengua. En aquel país se dedicó de lleno a la docencia en varias universidades, siguió con la escritura sobre cine y en el armado casi secreto de una obra narrativa consistente, escrupulosamente vigilada.

Volvió en 2017 a la docencia en las aulas de la Ibero Torreón, y en 2023 publicó, por la Universidad Autónoma de Nuevo León, Encuentros fortuitos, libro de cuentos en los que delata un domino del género que he visto en pocos escritores de nuestro país, y lo digo tanto por el aliento de sus historias como por el cuidado de la forma y la agudeza irónica de su mirada, una mirada que destaza convencionalismos y absurdos de la convivencia humana. Sé que tiene inéditos al menos dos libros de cuentos, tres novelas y, si reuniera el excelente material escrito en torno a películas y series, daría fácilmente para armar cuatro libros más.

Tranquilo, sencillo, respetuoso, ajeno a los ruidosos escaparates del mundillo literario local y nacional, Miguel Báez Durán, con quien orgullosamente comparto el “Eduardo” como segundo nombre, es un amigo, lo reitero, al que aprecio y admiro mucho, de allí que me dé gusto celebrar su medio siglo de vida, de amistad y, en su caso, de lúcida e inteligente vinculación con la escritura.

miércoles, octubre 08, 2025

A 40 del “Nunca más”

 







Tras la caída de la dictadura se dio el triunfo en las urnas de Raúl Alfonsín. La tarea para recuperarse de la ruina económica se presentaba ardua, muy difícil de sortear, y en efecto lo fue. Al mismo tiempo, mientras el gobierno se las arreglaba en el plano económico, en el plano político se impuso una urgencia: ¿sería el nuevo gobierno capaz de hacer algo con los genocidas o meterá sus crímenes debajo de la alfombra? La experiencia en otros países con pasajes semejantes no ha sido buena. Regímenes totalitarios han ejercido su poder y tras sus caídas no ha habido castigo para los represores. En Argentina, pese a la cercanía, pese al poder nada residual de los militares, el gobierno de Alfonsín acometió el Juicio a las Juntas, un complejo desfile de declarantes, de acusadores y acusados. Los juicios duraron del 22 de abril al 9 de diciembre de 1985, y recogieron cerca de 300 casos en interrogatorios de todas las partes; al fin, el fiscal Julio César Strassera hizo la acusación en un discurso que incluyó la famosa frase “Nunca más”. Apenas unos pocos meses después de que habían ejercido el poder sin otros límites que los dictados por el más caprichoso sadismo, los militares de primer rango que secuestraron a miles de argentinos, que los mataron vivos, que los desaparecieron y (cuando se daba el caso) cambiaban el destino a los bebés apropiados y hundieron la economía a lo que Walsh denominó “miseria planificada”, fueron condenados por crímenes de lesa humanidad.

Vale traer aquí parte de la acusación final del fiscal Strassera: “Por todo ello, señor presidente, este juicio y esta condena son importantes y necesarios para la Nación argentina, que ha sido ofendida por crímenes atroces. Su propia atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad. Salvo que la conciencia moral de los argentinos haya descendido a niveles tribales, nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato constituyan ‘hechos políticos’ o ‘contingencias del combate’. Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el gobierno y control de sus instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre que el sadismo no es una ideología política ni una estrategia bélica, sino una perversión moral. A partir de este juicio y esta condena, el pueblo argentino recuperará su autoestima, su fe en los valores sobre la base de los cuales se constituyó la Nación y su imagen internacional severamente dañada por los crímenes de la represión ilegal. (…) Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.

Hace cuarenta años fueron dichas estas dos palabras.

sábado, octubre 04, 2025

El boom según Donoso

 











Nunca entendí el imperativo freudiano de acabar con el padre boom, de matarlo y orientar la escritura por caminos supuestamente distintos, como si la literatura, el arte, la vida toda no fuera una permanente y nunca acabada mezcla (dialéctica, dirían algunos) de tradición y ruptura. Más, pues, que aniquilarlo (aniquilar significa etimológicamente “convertir en nada”), siempre he creído que es mejor integrarlo sin traumas a nuestra tradición, en percibirlo como parte constitutiva de nuestra cultura, en asumirlo como un momento notable/perdurable de la narrativa latinoamericana. Matar al boom es un empeño que creo no ha prosperado, pues todavía hoy es más que frecuente encontrar reediciones de sus autores más visibles. Por algo será.

Una de las inquietudes que siempre brincan cuando se habla de esta generación es la referida a la nómina de sus integrantes. ¿Quiénes fueron y quiénes no fueron parte del grupo? La pregunta es de respuesta imposible, y creo que esto se debe a que, más allá de los encuentros en fiestas, mesas redondas, oficinas de editores y demás, los autores del boom nunca configuraron un bloque homogéneo debido sobre todo a la disparidad de sus edades y al inmenso espacio geográfico que supieron abarcar: toda América Latina. A diferencia de otras generaciones, cuyos integrantes tenían más o menos la misma edad y radicaban en una ciudad o al menos en un solo país, los escritores del boom nacieron en fechas algo distantes y se movieron por todo el contexto hispánico y más allá, pues no faltó que radicaran en distintos periodos en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, lo que añadió una suerte de inevitable dispersión. Basta ver el índice de los entrevistados en el canónico Los nuestros, libro de entrevistas de Luis Harss, para advertir lo que trato de explicar. Lo mismo aparecen allí Carpentier (Cuba, 1904) que Vargas Llosa (Perú, 1936), o Borges (Argentina, 1899) que García Márquez (Colombia, 1927), es decir, autores geográfica y cronológicamente alejados, lo que dificultó la noción de compacidad espacio-temporal que suele demandar el concepto de generación.

Según el crítico que aborde el tema, uno de los integrantes que entra y sale de la lista es José Donoso (Santiago de Chile, 1924-1996). Cuentista y novelista, autor de títulos celebrados como Coronación, El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche, compuso además una especie de memoria titulada Historia personal del ‘boom’ (Alfaguara, 2018, 166 pp.). Su primera edición apareció en el amanecer de los setenta, en 1972, cuando la ola boomística, perdón por el ingrato adjetivo, ya venía de bajada. Pese a esto, el fenómeno sesentero seguía fresco, y el abordaje de Donoso es el de un testigo que duda, forzado quizá por el buen gusto de la modestia, en darse a su vez el estatus de participante.

El chileno plantea de entrada que durante la primera mitad del siglo XX la novela latinoamericana obedeció a un rasgo chovinista de nuestros países: cada uno valoraba con énfasis lo nacional, lo relacionado estrechamente con el contexto local, de modo que las novelas resultantes eran apreciadas como buenas en función de su arraigo verbal y temático en cada terruño. Es, grosso modo, lo que luego sería calificado como “novela telúrica”: que el autor “escribía para su parroquia, sobre los problemas de su parroquia y con el idioma de su parroquia, dirigiéndose al número y a la calidad de lectores —muy distinta, por cierto, en Paraguay que en Argentina, en México que en Ecuador— que su parroquia podía procurarle, sin mucha esperanza de más”. Una prueba de que no andaban en lo correcto, dice Donoso, es que “los grandes nombres de la novela ‘literaria’, de la primera mitad de este siglo escrita en castellano, tanto hispanoamericanos como españoles, se han desvanecido en comparación con sus contemporáneos alemanes, norteamericanos, franceses e ingleses, sin dejar gran huella en la formación de los novelistas actuales”.

La década de los sesenta fue para él un parteaguas, un momento en el que algo pasó: “En un período de apenas seis años, entre 1962 y 1968, yo leí La muerte de Artemio Cruz, La ciudad y los perros, La casa verde, El astillero, Paradiso, Rayuela, Sobre héroes y tumbas, Cien años de soledad y otras, por entonces recién publicadas”. En esta afirmación ya tenemos una lista de autores, cierto, pero es importante resaltar que Donoso fija su atención en cuatro nombres casi como si fueran las patas de una mesa: Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar y García Márquez. Anota el rol, algo ambiguo, que él juega en el libro: “No quiero erigirme en su historiador, cronista y crítico. Nada de lo que digo aquí pretende tener la validez universal de una teoría explicativa que asiente dogmas: es probable que en muchos casos mis explicaciones, mis citas, la información que manejo, no sean ni completas ni precisas, e incluso que estén deformadas por mi discutible posición dentro del boom de marras: hablo aquí aproximadamente, tentativamente, subjetivamente, ya que prefiero que mi testimonio tenga más autenticidad que rigor”, y observa con precaución que se siente ligado a lo que describe: “cual fuere la posición y categoría de mi obra dentro de la novela hispanoamericana contemporánea, mis libros han aparecido en y alrededor de la década del sesenta, y así me siento ligado a, y definido por, las corrientes y mareas del ambiente literario de nuestro mundo, cambios determinados por la publicación de ciertas novelas que incidieron poderosamente en la visión y en el quehacer de este escriba”.

La falta de padres literarios y la influencia de escritores no hispánicos (Kafka, Sartre, Faulkner) generó en Latinoamérica, dice, obras en las que “aceptar los requerimientos de lo fantástico, de lo subjetivo, de lo marginado, de la emoción, hizo que la novela nueva tomara por asalto las fronteras o las ignorara, saliéndose del ámbito parroquial: el chileno necesitaba escribir ahora de modo que lo entendieran y que interesara no sólo en Talca y Linares, sino también en Guanajuato y en Entre Ríos”.

El recorrido de Donoso por los cuatro escritores más visibles del boom se rinde ante la obra y la personalidad de Fuentes, y apunta que La región más transparente fue para él un mazazo. Del mexicano también destaca su erudición, su cosmopolitismo, su generosidad y su ansia de abrazarlo todo. Algo parecido, aunque un tanto cuanto más atenuado, subraya de Vargas Llosa y La ciudad y los perros. Con García Márquez no se rinde igual, aunque sí reconoce que es el primero y quizá el único a quien le cupo entera la palabra “éxito” popular y comercial, y a Cortázar es a quien ve más alejado en ese pequeño grupo signado también por los encuentros y la amistad. Ya en el 72 Donoso sabía que el boom perdía su efervescencia, pero presintió algo que en efecto se ha cumplido, que “al pasar de moda el boom como totalidad no dejará el esqueleto de teorías, sino quizá media docena de novelas que no se apaguen”.

En esta Historia personal… no faltan las confesiones personales, las vicisitudes del propio autor para encontrar su voz en el aislamiento chileno. Tampoco, claro, los temas extraliterarios, como el punto de reptura que significó el “caso Padilla” o la presencia de la chismografía y las envidias en torno a los notables del boom.

Además de lo anterior, la edición de Alfaguara contiene “El ‘boom’ doméstico”, de María del Pilar Serrano, esposa de José Donoso, sobre los encuentros con los escritores del boom y sus parejas, incluidas, en dos momentos distintos de la crónica, Rita Macedo y Silvia Lemus, las esposas de Fuentes. A esto se suma una especie de continuación titulada “Diez años después” (o sea, en 1982), donde Donoso suma el reciente Nobel de GGM como culminación.

Historia personal del “boom” es un libro ya viejo, es verdad, pero con él podemos acceder a un momento de la literatura latinoamericana que produjo obras muchas veces dadas por muertas pero que todavía gozan, por suerte, de buena salud.

miércoles, octubre 01, 2025

No son excluyentes

 









Ahora que releo el Quijote ha ocurrido un hecho extraño: gracias a la prosa de Cervantes he sentido la cosquilla de volver también a otras queridas páginas de otros queridos autores de su época. Por lo pronto, y sin soltar la mano al caballero de la triste figura y a su fiel escudero apellidado Panza, pasé a dar un llegue (esta expresión mexicana es hermosa y muy precisa en su populachera vaguedad) a Jorge de Montemayor y a Góngora. O sea, tres monstruos del Siglo de Oro al alimón para no dejar margen a la duda sobre la calidad literaria que siempre está a merced de las pupilas y el espíritu.

A propósito de este simultaneo (así, sin tilde) de los clásicos españoles pensé de nuevo en un hábito de la humanidad: poner en competencia lo que es posible disfrutar sin amargarse la vida con podios olímpicos. Pasa en todo, y más ahora, en estos tiempos en los que competir es un valor, una virtud apreciada principalmente en la literatura de autoayuda. Tan lo es que si decimos en público que no deseamos competir, de inmediato los hipotéticos interlocutores ya nos están clasificando de mediocres y conformistas. La mentalidad del “emprendedurisno”, horrible palabra incrustada en el español desde hace dos días, ahora lo atraviesa todo, incluso los espacios en los que no es necesario poner en competencia ni armar cuadriláteros para peleas improcedentes.

¿Quién es mejor, Mozart o Beethoven, Picasso o Dalí, Caballé o Berganza, Fuentes o Paz, Messi o Ronaldo? La pregunta abre falsas disyuntivas, pues es posible disfrutar a los diez por igual, además de que las disciplinas no son excluyentes, porque sería como preguntar ¿qué es mejor, la música o la pintura? Obviamente no es necesario responder.

Todo lo bien hecho, todo lo grande, todo lo difícil, todo lo estimulante para el alma es mejor, no excluye lo demás. Puede uno tener alguna inclinación (yo a Messi sobre Ronaldo y a Picasso sobre Dalí, por ejemplo), pero eso no significa que lo demás quede arrumbado en el rincón de los desdeñados. Así, prefiero a Cervantes sobre Góngora y Montemayor, ciertamente, pero cuando se me antoja leer a Góngora o a Montemayor ellos son en ese momento los mejores. Los mejores que además no excluyen a los otros que en su momento serán eso, también los mejores.