Con
o sin intención, los escritores suelen mostrar su “cocina”, es decir, los
modos, los métodos, las fórmulas (si es que las hay) mediante las cuales consumaron sus obras. Han podido hacerlo por la vía oral, sea en una
clase, en una conferencia, en un taller, o por la escrita en un manual, diario o memoria. Cualquier espacio, incluso la conversación de sobremesa
más informal, es propicio para que un zurcidor de palabras exponga sus
procedimientos. Tengo para mí que la recomendación o la metodología de un
escritor no calza por completo a otro, pues escribir es una práctica atada
visceralmente a la experiencia única e irrepetible del individuo. Todos vemos
un árbol, pero ese árbol es distinto y evoca emociones diferentes en quienes lo
ven.
Pese
a la imposibilidad de transferir recetas susceptibles a una completa imitación,
los libros que las ofrecen tienen, sin embargo, el mérito del desprendimiento,
casi casi como cuando un chef comparte las contraseñas de sus platillos (dupliqué
el adverbio para subrayar que de todos modos no es exactamente lo mismo). Los
libros que convidan secretos de escritura pueden ser asimismo muy diversos,
pero algo habrá en ellos que delate al menos un tenue afán didáctico. Pienso, sólo
para mostrar cinco casos distintos, en Filosofía
de la composición, de Edgar Allan Poe; La
experiencia literaria, de Alfonso Reyes; Manual de creación literaria, de Óscar de la Borbolla; Un arte espectral, de Norman Mailer y Ser escritor, de Abelardo Castillo (que
por cierto comenté hace poco en estos mismos rumbos). Yo mismo, si me permiten
el desacato, perpetré un libro de tal índole titulado Entre las teclas, periferia del oficio literario, cuya tercera
edición no está en prensa, sino en pausa.
Sin trama y sin final. 99
Consejos para escritores (Alba Editorial, Barcelona, 2016,
134 pp.), de Antón Chéjov (1860-1904), opera en el predio mencionado, como
podemos suponerlo por el subtítulo. Son recomendaciones del narrador ruso, uno
de los maestros de cuento moderno. Lo peculiar del libro reside en que Chéjov
no lo pensó orgánicamente, y acaso ni siquiera lo sospechó tal y como está
armado, pues se trata de recortes extraídos de su correspondencia, todos
vinculados con el oficio de escribir. Piero Brunello ejecutó el trabajo de
edición y es también el autor del prólogo en el que explica su intención: “este
librito presenta los consejos de Chéjov sin comentario, pero con la recomendación
de tomarlos en serio. En un principio fueron elegidos para uso personal, pero
las sugerencias de un gran escritor pueden ser provechosas para mucha gente”.
Esas sugerencias, reitero, son fragmentos de cartas enviadas a escritores en
las cuales, suponemos, además de abordar asuntos de índole coyuntural como una
enfermedad o un viaje, servían para intercambiar impresiones, opiniones,
juicios literarios. Entre otros corresponsales, los fragmentos fueron obtenidos
de misivas enviadas a Suvorin, Gorki y Aleksandr, tres escritores, el último de
ellos su hermano.
Brunello
tiene razón al afirmar que las palabras extraídas de las cartas “pueden ser
provechosas para mucha gente”. Lo son, particularmente para quienes tienen el
deseo de escribir. Sin trama y sin final
está dividido en dos partes: “Cuestiones generales” y “Cuestiones
particulares”. Las cartas que sirvieron de base fueron escritas, la mayoría, en
los últimos quince años del siglo XIX. Dentro de cada gran sección hay
apartados más breves, un intento de Brunello por ordenar temáticamente sus
recortes. Pese al orden que impuso, es dable aproximarse al libro de manera no
necesariamente lineal, como si se tratara, quizá porque en el fondo lo es, un
racimo abultado de aforismos.
Los subtemas que abraza son misceláneos. En todos los casos el editor da un título: “No lo que he visto, sino cómo lo he visto”; luego viene la cita: “Lo he visto todo; no obstante, ahora no se trata de lo que he visto, sino de cómo lo he visto”, y al último la referencia postal entre paréntesis: “(A Alekséi Suvorin, Vapor Baikal, Estrecho de Tartaria, 11 de septiembre de 1890)”. Con base en esta estructura, Sin trama y sin final avanza por las cartas de Chéjov y de ellas recoge los pasajes que frontal u oblicuamente se refieren al quehacer literario. Traigo cuatro ejemplos de esa brillante pedacería:
Este
sobre el arte de tolerar cierto añejamiento de lo escrito:
Esperar un año
Tiene usted razón: el tema es arriesgado. No puedo decirle nada concreto; sólo le aconsejo que guarde el relato en un baúl un año entero y que al cabo de ese tiempo vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro.
(A Yelena Shavrova, Mélijovo, 28 de febrero de 1895).
O
esta prescripción para su hermano:
Seis condiciones
“La
ciudad del futuro” es un tema excelente, novedoso e interesante. Si no trabajas
con desgana, creo que te saldrá bien, pero si eres un holgazán, que el diablo
te lleve. “La ciudad del futuro” sólo se convertirá en una obra de arte si
sigues las siguientes condiciones: 1) ninguna monserga de carácter político,
social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los
personajes y de los objetos; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad;
rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.
(A Aleksandr Chéjov, Moscú, 10 de mayo de 1886).
O:
Llorar sin que el lector
se dé cuenta
Sí,
en una ocasión le dije que uno debe ser indiferente cuando escribe historias
patéticas. Pero usted no me ha comprendido. Puede llorar o gemir con un cuento,
puede sufrir con sus personajes, pero considero que debe hacerlo de modo que el
lector no se dé cuenta. Cuanto mayor sea su objetividad, más fuerte será la
impresión. Eso es lo que quería decirle.
(A Lidia Avílova, Mélijovo, 29 de abril de 1892).
Por
último:
Escribir con
frialdad
Hace usted grandes
progresos, pero permítame que le recuerde un consejo: escribir con mayor
frialdad. Cuanto más sentimental es la situación, mayor frialdad se necesita a
la hora de escribir; de ese modo el resultado es más conmovedor. No conviene
azucarar.
(A Lidia Avílova, Moscú, 1 de marzo de 1893).
No puedo pasar por este libro sin recordar que Piglia abre su famoso ensayo “Los dos hilos: análisis de las dos historias” con estas palabras: “En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: ‘Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida’. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito”. Sin trama y sin final intenta algo parecido: iluminar alguna zona del ejercicio literario. Es en síntesis una cascada de chispazos todavía atendibles pese a que hace 150 años fueron modestos párrafos de cartas.