Todavía
hoy, la palabra “portada” conserva en su segunda acepción un sentido casi
muerto: “Primera plana de los libros impresos, en que figuran el título del
libro, el nombre del autor y el lugar y año de la impresión”. Es hasta la
cuarta acepción donde define lo que se entiende ahora de manera casi absoluta:
“Cubierta delantera de un libro o de cualquier otra publicación o escrito”.
El
primer significado se debe a que durante muchas décadas que incluso suman
siglos, los libros no tenían portada en el sentido que damos actualmente a esta palabra. En la época del libro escrito y copiado a mano, las cubiertas solían
carecer de datos, y no era sino hasta la primera o primeras páginas donde
comenzó a asentarse la información general del libro. Tras la invención de la imprenta,
este uso continuó de manera casi idéntica: el encuadernado exterior no
identificaba al libro, así que los primeros datos básicos aparecían apenas se le abría.
Fue
hasta el siglo XIX cuando los libros comenzaron a tener rasgos de
identificación en su exterior, portadas tal y como las entiende el lector de
hoy, aunque muchas, quizá la mayoría, eran sólo tipográficas, sin imágenes.
El
siglo XX vio el estallido gradual de la imagen en todos los espacios impresos y
con ello la llegada de portadas con diseños no sólo tipográficos, sino
plenamente icónicos: los grabados, dibujos y fotografías se convirtieron en un
rasgo ya no meramente accesorio del libro, sino en su “cara”, la mejor forma de
individualizarlo.
Como la palabra lo insinúa, “portada” viene de “puerta”, y no es exagerado decir que por allí entra el primer flechazo que propina el libro a su potencial lector. En mi trato con ellos, siempre reparo en sus detalles, procuro identificar su estilo, y no me queda duda de que hoy las editoriales tienen equipos de diseño extraordinarios, expertos en la composición y el manejo del color y otros rasgos, como los troqueles y los suajes al estilo de los que usa en México la editorial Almadía. Sin embargo, soy un adicto demodé a las portadas tipográficas, sobre todo a las de los años cuarenta y cincuenta. Me coloco pues en medio de las dos definiciones de la RAE que cité en el primer párrafo, aunque sin dejar de admirar el trabajo impresionante en portadas como las de Alianza Editorial, por citar sólo un caso de evidente perfección y equilibrio entre lo icónico y lo tipográfico.