Hace
muchos años que no ejerzo de padre y es un hecho que ya nunca más lo haré. Digo
ejercer en el más alto de sus sentidos, no nada más como engendrador y luego
proveedor. No seré más el titubeante guía y orientador que fui de tres niñas a
las que, como pude, traté de educar y, para lograrlo, rodeé de aquello que creí
mejor para sus formaciones.
Al
respecto es, creo, poco lo que uno puede hacer, aunque ciertamente fundamental.
Es poco porque —más en estos tiempos digitales, contra los que competí— los
estímulos educativos más numerosos provienen de los medios, no tanto de los
padres. Sin embargo, digo, levanté la guardia y traté de no permitir que toda la
información que recibían les llegara de la tele o, pero todavía, de internet. No
idealizo el peso de lo que yo infundí, pues siempre supe que las palabras y “el
ejemplo” podían ser una poquedad comparados con el aluvión diario de datos
obtenidos en el mar electrónico.
En
“Una Sudáfrica para los niños”, ensayo integrado al libro Los once de la tribu, Juan Villoro comenta el caso de una institución
gringa que invitaba a crear materiales para sus colecciones infantiles. Los
requisitos eran tan definidos que terminaban por desalentar cualquier
participación. “Entre los treinta y cuatro temas que la Corporación prohíbe en
los cuentos infantiles hay algunos que enternecen por inverosímiles. Por
ejemplo, se considera nocivo escribir de ‘niños que enfrenten situaciones
serias’”. Las prohibiciones son delirantes, y en efecto acaban por inhibir toda
escritura para la infancia.
En
Simpatías y diferencias, Alfonso
Reyes incluye un apunte titulado “El ‘cine’ para niños”. Fue de los textos que
escribió en su radicación madrileña de los años veinte. Comentaba, con razón,
que “Las sesiones ordinarias de cine no convienen en manera alguna a los niños:
las groseras emociones del drama cinematográfico, cuya brusquedad puede
aprovechar o ser indiferente a los adultos, destrozan la psicología infantil”,
de ahí que celebre en esos mismos párrafos la posibilidad de las matinés, que
comenzaban a cobrar fuerza.
Así sea con excesivos malabares, hoy se puede limitar el acceso a cierta información peligrosa para los hijos pequeños, pero es un hecho que en algún momento podrán pasar aduanas sin la vigilancia paterna. El asunto es complejo, y lamentablemente creo que no pasa por las prohibiciones y los castigos que a la postre resultan, ahora, inútiles, sino en enfatizar la cocción a fuego lento de valores como el respeto, la tolerancia y la solidaridad, aunque tampoco esto va a garantizar nada. Hoy como nunca, con los medios de este tiempo, la moral de la persona en la vida adulta es de planeación imposible en la niñez, una niñez tan imprevisible que cualquier apuesta tiene muchas, muchísimas posibilidades de no atinar un solo pronóstico.