Como
una proyección algo freudiana para un futuro que espero nunca llegue, en un
cuento escrito hace más de dos décadas abordé la circunstancia de un viejo
lector que gradualmente pierde la vista hasta quedar casi a oscuras. Por
necesidades de la narración reconstruí con palabras su inmensa biblioteca ya
muda, y en un anaquel cercano a su escritorio ubiqué una serie grande de
casetes. Contenían, grabados con su ya cansada voz, pasajes amplios de páginas
y páginas de muchos libros por él amados. Se supone que era su respuesta a la
ceguera en camino, una mínima defensa ante la oscuridad y el imperativo de
seguir en contacto con obras admiradas.
Más
allá del patetismo de la escena —un homenaje a la lectura como salvación en
medio de la tiniebla visual—, jamás puse en práctica real la grabación de
literatura, ni la ajena ni mucho menos la propia, y como respuesta individual e
inútil ante las avalanchas iconotecnológicas que cada vez avanzan más contra la
lectura-lectura, jamás tampoco me acerqué al audiolibro en sus modalidades
adaptada y literal (la adaptada es como una película, que suprime un montón de
detalles, la literal es aquella que convierte un libro tal cual en un audio).
En
los últimos meses he cedido todavía con alguna reticencia a la lectura en un
dispositivo Kindle, pero jamás había escuchado un libro hasta que en los dos
días recientes caí víctima de una fiebre no aguda pero sí lo suficientemente
molesta como para anularme con dolores de cabeza. Sin pensarlo, casi como quien
se rasca la barbilla, busqué algo en YouTube y opté por el audio de un libro
leído de orilla a orilla. Contiene 28 capítulos, y me ha permitido recorrer su
contenido con los ojos cerrados.
¿Este tipo de “lectura” tiene el mismo efecto que la convencional? ¿Retiene igual la memoria o es el ojo imprescindible para alcanzar una mejor inteligencia del texto? ¿Resulta igualmente placentero? Supongo que necesito algo de distancia para poder responder tales preguntas, pero es un hecho, y esto puedo responderlo desde ya, que ante alguna contingencia, como la ceguera, los audios de libros son una posibilidad casi milagrosa, un recurso no sólo útil, sino muy ajeno ya a la grabación de casetes ahora rebasados por dos o tres benévolos clicks.