miércoles, noviembre 20, 2024

Tradiciones en serie










En noviembre tenemos dos fiestas, una religiosa y otra cívica. La primera, el Día de los muertos, pasó ya, y la segunda, el aniversario de la Revolución Mexicana, se conmemora hoy. Sobre el “día de finados”, como dicen en nuestros ranchos, se me quedó esto en el tintero.

Algunos amigos y otros no tanto me preguntaron antes del 2 de noviembre el significado del día de muertos y todo eso que, suponemos, es nuestro y se ve amenazado por el intruso Halloween. Dije lo que pude, siempre en la idea de que, si me dan a escoger, prefiero la ritualidad local que la forastera, pues más allá de que nos guste o no, es la que abraza elementos propios de la vida material de México. Sé que ahora son frecuentes los cruces, las mixturas, eso que deriva en lo que antropólogos como Néstor García Canclini llaman “cultura híbrida”, pero a fuerza de ser sincero creo que el Halloween es demasiado artificioso, ajeno y mercantil como para adoptarlo o siquiera mezclarlo con la tradición mortuoria nacional. La relación que el mexicano ha tenido con la muerte es suficientemente barroca como para añadirle ingredientes externos.

Ahora bien, lo que no me gusta es que, entre otras adulteraciones, algunos rasgos más o menos estandarizados del Día de muertos mexicano se vean atravesados por la mecanización, pues si algo agrada en un altar, por ejemplo, es que se le note “mano” o trabajo artesanal. Ahora más que en otros años, vi altares que sumaban cromos de imprenta con imágenes de calaveras nada creativas, o esto que me parece el colmo de la frialdad: papel picado hecho en serie, con dibujos perfectos, perforados seguramente con la técnica que en impresión es conocida como “suaje” o “troquel” (véase en la foto que son decenas de hojas de papel de China perforadas de un jalón). El chiste del papel picado es desafiar la creatividad de quien lo trabaja, propiciar en él un esfuerzo que dé como resultado figuras llamativas y coloridas hechas a mano, ar-te-sa-na-les. He visto, aunque en menor cantidad, frutas de plástico, cabezas de calabaza, brujitas en escobas y algún otro adorno más halloweenero que mexicano. Lo que me apura, en suma, es que dentro de algunos años terminemos dependiendo de los chinos y sus materiales precocidos para mantener vivas las festividades que mejor nos pintan.


sábado, noviembre 16, 2024

Dualidades en La cocina


 








No es la primera vez, ni será la última, en la que una masa infinita de realidades será contada a partir de un símbolo. Así procede el arte y así procede, de hecho, la mente humana: el símbolo es una simplificación, una reducción asequible para la inteligencia, una sinécdoque, figura retórica de suma utilidad pues supone la elección de una parte para describir un todo. Emplear este recurso nos permite comprender, razonar, generalizar, como cuando a partir de un hueso fósil es posible reconstruir al dinosaurio o como cuando una muestra estadística abre la posibilidad de intuir la orientación de un grupo mayor.

Esto hace La cocina (2024), película de Alonso Ruizpalacios (Ciudad de México, 1978), cineasta que con una parte —la cocina de un restaurante neoyorquino— ha logrado describir el todo de una compleja realidad, la norteamericana en sus costados económico y social con énfasis en la migración y el choque cultural. Emprender una síntesis de este tamaño, como podemos imaginar, es un desafío riesgoso, y Ruizpalacios lo acomete y lo consuma, creo, satisfactoriamente. Se trata pues de un film que debemos entender en clave sinecdóquica: todo lo que en él se expone es apenas una pieza representativa del rompecabezas norteamericano, de ese leviatán en el cual el mercado y la competencia pueden llevar al estrellato o hacer picadillo la voluntad más férrea de nativos y, principalmente, de fuereños.

Pero detenernos en el asunto y su abordaje es enfocar la mirada en uno solo de sus aciertos. Tiene otros méritos, a mi parecer, notablemente alcanzados, elevados “a la altura del arte”, como dijo López Velarde de Cuauhtémoc, el “joven abuelo”. Ese arte está muy claramente impreso en vectores técnicos como la banda sonora, la elección de la locación principal, la edición y la fotografía. En ellos, asimismo, laten dualidades que operan en el espectador como pauta de los contrastes y las tensiones que Ruizpalacios ha deslizado en su guion para perfilar dos mundos.

La primera dualidad contrastante se da en el plano de la música. En muchos momentos de la cinta el fondo sonoro podría ser considerado exquisito o culto, muy ad hoc al contexto neoyorquino, summum de cosmopolitismo: “Little girl”, Andrea Litkei-Ervin Litkei; “Your sweet love”, Lee Hazlewood; “Central Park”, Tomás Barreiro; esta música se contrapone al uso recurrente del tema norteño “Nomás un puño de tierra” en la versión, si no me engaño, de Los Bravos del Norte. Tal pieza no sólo remite a México, sino que en algunos versos su letra parece describir la biografía del protagonista, además de que el estribillo es un sutil presagio del final. Otra dualidad es evidente: la elección de la fotografía en blanco y negro fuerza la sensación de que en el contexto abordado, el norteamericano, la realidad termina por establecerse en términos polares, como negra o como blanca, como triunfo o como fracaso, y no como el espacio colorido que se vende en la publicidad del “sueño americano”. Un contraste más se da en el microcosmos donde se desarrolla la historia: la cocina; mientras son escasas las escenas en la zona del pulcro y vistoso restaurante, las del reducto donde se preparan los alimentos son amplias y caóticas, y allí, en esa especie de cárcel, se hacinan los trabajadores y viven amagados siempre por el látigo verbal de un capataz, el chef que vocifera como déspota. La elección de este espacio no parece gratuita si pensamos que la cocina es, en general, uno de los escenarios más estresantes del mercado laboral, casi una prueba de fuego para el temple de cualquier trabajador, pues la paciencia de los comensales dura lo que dura un platillo caliente, y más en la ajetreada Times Square.

Dos dualidades más, entre otras que de momento no menciono, pueden ser destacadas en La cocina: la pasión desbordada y festiva de Pedro (Raúl Briones), el cocinero mexicano, frente a la frialdad y el pragmatismo de Julia (Rooney Mara), la mesera norteamericana. El mejor ejemplo de su contraste se da cuando hacen el amor en el frigorífico: aunque él se vuelca en ella con fervor, el carácter de la chica parece corresponder al gélido sitio donde se entrega al mexicano. Un último contraste, por ahora, es el marcado por la personalidad pétrea y la facha caucásica de Max (Spenser Granese) en contrapunto con la actitud dicharachera y relajada de Pedro, su rival dentro de la cocina.

Los ingredientes mencionados se mezclan sutilmente en la historia que arranca con la llegada de Estela (Anna Díaz), poblana que, sin dominio del inglés, llega a NY en busca de Pedro, quien trabaja como cocinero en The Grill. Luego de avivarse frente al gerente Luis (Eduardo Olmos), Estela ingresa al espacio laboral de la cocina y reencuentra a su paisano en una de las “islas” de la cocina. Muy pronto aparece un conflicto que correrá discretamente paralelo a la trama: el dueño y el contador de The Grill le comunican al gerente que algún trabajador ha robado poco más de 800 dólares, y los tres deciden encontrar y escarmentar al culpable sin apelar a la policía. Pero este conflicto es una finta, pues lo importante es adentrarnos en la normalidad aparente de la vida laboral yanqui y, sobre todo, en la idiosincrasia del trabajador mexicano, más dado a no dejarse devorar por las heladas rutinas del sistema, de ahí que en un punto de la historia los mexicanos que chambean en la cocina, dentro del estrés que implica preparar platillos urgentes, dicten cátedra de albures, es decir, de ludismo verbal, de relajo para desactivar la brutalidad del engranaje laboral gringo. La pregunta es simple: ¿puede el alma mexicana salir adelante en una realidad que la oprime y apenas deja resquicio a la vitalidad y el juego característicos de nuestra índole? Pedro es el conejillo de Indias, y en al menos dos momentos insinúa que su idea es volver a México, esto para significar que el mundo norteamericano no le cuadra, que él quiere estar con los suyos, lo cual, en NY, es una flaqueza que suele pasar factura. Si un mexicano desea mantenerse vivo en EUA, no es recomendable que entone la “Canción mixteca” ni abra cancha a la nostalgia, sino adaptarse bien y pronto a los severos usos y costumbres del lugar.

El problema es que Julia, la gringa, no cede pese a que está embarazada del mexicano, sobre quien, además, recaen las sospechas del robo de los 800 dólares. El gerente sabe de la relación entre ambos y cree, maliciosamente, que Pedro está jugando, que Julia sólo es “el amor de su visa”. Todos ignoran que Pedro va en serio, que es un querendón a la mexicana, que en verdad está enamorado y lo que menos desea es permanecer en EUA o aprovecharse de una mujer para agenciarse “los papeles”. La historia, así, avanza hacia una resolución sorpresiva que nos permite vislumbrar la impiedad, la malditez esencial del “sueño americano”.

La cocina, estrenada en febrero de este año en el Festival de Cine de Berlín, narra una historia compleja y es además un trabajo muy bien logrado en lo técnico, y en este sentido su pasaje más memorable es el vertiginoso plano secuencia (de más de diez minutos) que Ruizpalacios desarrolla de la cocina al restaurante y del restaurante a la cocina. Otro de sus méritos indudables está en el casting y en las actuaciones de Raúl Briones, Rooney Mara, Motell Gyn Foster y Eduardo Olmos, lagunero, este último, que junto con Cristina Rodlo es una de las actuales cartas de la actuación torreonense en el cine internacional, para decirlo asimismo con una dualidad.


miércoles, noviembre 13, 2024

Marcial Fernández en Torreón

 











No con todo el catálogo, pero sí con varios de sus títulos, la editorial Ficticia ha mostrado significativa presencia en las librerías de Torreón. Esto no es poco mérito si consideramos que la distribución es una de las flaquezas del aparato editorial independiente, así que no está de más subrayarlo y subrayar, de paso, que todos los más de 250 libros de este sello han pasado por el visto bueno de Marcial Fernández, creador de Ficticia, quien este viernes 15 de noviembre a las 7 de la tarde ofrecerá la conferencia “La magia de la palabra escrita” en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez.

Sería más que suficiente credencial hablar de todos los libros editados por Marcial, decir que se trata de un editor cuidadoso y tenaz en su propósito de apoyar, sobre todo, a los jóvenes escritores mexicanos. Pero Marcial es más que esto, pues junto a su labor como partero de libros ha construido una obra literaria en la que destacan el humor y la imaginación. Y no conforme, durante muchos años se dedicó, esto como periodista, a la crónica taurina y al artículo cultural. A todo lo anterior hay que sumar el futbol como pasión en dos facetas: como practicante amateur y como promotor de su escritura, pues Ficticia es el único auspiciante de una colección precisamente llamada Ediciones del Futbolista.

No puedo descreer de la semblanza que nos proporciona la web ficticiana: Marcial Fernández nació en la Ciudad de México en 1965. Durante dos décadas se dedicó a la crónica taurina con el seudónimo de Pepe Malasombra. Con dicho heterónimo publicó varios libros de tauromaquia, todos agotados, menos Citar, templar, mandar. Es fundador y editor de Ficticia Editorial, sello especializado en cuentística contemporánea. Con su nombre ha publicado los libros Museo del tiempo y otras ficciones, Máscara de obsidiana, Un colibrí es el corazón de un dios que levita, Los mariachis asesinos, Balas de salva y Andy Watson, contador de historias.

Se trata entonces de un tipo versátil en el sentido hoy más común del adjetivo, de un editor-escritor-periodista cuajado de experiencias, tantas que como conferencista tiene garantizada la gratitud de sus oyentes, como lo he advertido en ferias y encuentros de escritores. No podemos perdernos este viernes sus palabras.

sábado, noviembre 09, 2024

Dos de alacranes

 











Extraviado en las carpetas de la compu me topé con un párrafo escrito sobre pedido. Sirvió para ilustrar, creo que en 2023, la carta del alacrán en una exposición colectiva que pasaba revista a todas las imágenes de nuestra lotería. El párrafo que urdí para describir al temible bicho expresa lo siguiente: “El alacrán no parece ser un animal, sino una estructura diseñada por la creatividad de la naturaleza. Hecho de partes desiguales, todas se juntan sin bisagras hasta configurar un bicho que no parece de este mundo, sino originario de alguna pesadilla. No hay, podemos suponer, ojos humanos que lo vean sin recelo o pleno miedo, pues todos sabemos que en su segmentada entraña guarda licores fulminantes, una sustancia que inocula con su aguijón de garfio o pico mecánico en miniatura. Como todo arabismo, la palabra ‘alacrán’ tiene una sonoridad inolvidable, y quizá desde allí es más amenazante que llamarlo ‘escorpión’, del griego. Pero alacrán o escorpión es lo mismo: detrás de ambas palabras siempre habrá una púa que más vale mantener a respetuosa distancia”.

Al releer mi descripción pensé otra vez en dos momentos de mi vida en los que, por mero accidente, no estuve a “respetuosa distancia” de aquel animalejo, sino muy cerca, tan cerca que alguno pudo torcerme con su veneno. Esto recuerdo da para lo que denomino “crónica retrospectiva”. La primera data de mi infancia. Tendría ocho o nueve años y, como cada domingo, iba junto con Luis Rogelio, mi único hermano mayor, a los partidos de beisbol en los que participaba nuestro padre. Si algo en la vida le gustaba al viejo era eso: jugar beisbol y al final festejar las victorias o lamentar las derrotas con amigos y cerveza. La salida dominical comenzaba desde la noche del sábado, dado que mi padre preparaba de manera ritual sus arreos de pelotero, casi como si fuera a jugar la Serie Mundial. Aunque sabía que los partidos se desahogaban siempre en campos de tierra, lustraba sus spikes con cuidado de hortelano japonés. Esperaba los domingos con emoción de niño.

Los espacios donde jugaba estaban ubicados en diferentes puntos de la zona rural lagunera, sobre todo de Gómez Palacio. Así, durante mi infancia recorrí con él muchas rancherías en las que se jugaba sin estadio, con las puras rayas de cal trazadas sobre el polvo de los llanos en llamas. Mi padre era primera base y cuarto en el orden al bat. Los domingos se ceñían pues a esa rutina, y yo iba porque era un paseo y porque jugaba con mi hermano y con los hijos de los otros peloteros. Veía dos o tres innings, jugaba un poco con los demás niños, veía otros dos innings, me aburría, y así hasta que terminaba cada partido.

En una ocasión mi padre jugó en Dinamita, Durango, que era de los pocos sitos con un pequeño graderío seguramente construido por la compañía Dupont. No tenía barda en los jardines, y en algún momento del choque caminé solo hasta varios metros detrás del jardinero central. Vi una piedra de regular tamaño, y me senté allí. Me gustó la perspectiva, ver el partido con el catcher hasta el fondo del diamante. Pasó un rato, calculo que media hora, hasta que me cansé de estar sentado, me puse de pie y sin saber por qué, moví la piedra: verdoso como jade, debajo había un puñado de alacranes que comenzó a moverse cuando lo molestó el sol. No hice más. Me alejé de allí y más de cincuenta años después todavía sigo asombrado de mi suerte: ninguno salió a ofrendarme su ponzoña.

La otra anécdota se dio como cinco años después, en un campamento. Tenía cerca de 14 años cuando me invitaron a participar en un grupo de “escultismo” que en realidad era la fachada de un grupo político-católico de ultraderecha que estaba sumando adeptos a su turbia causa (en aquellos tiempos todavía se daba que la política se disputara a los jóvenes y que algunos jóvenes tuvieran, buena o mala, una ideología definida). Eso lo supe después, claro, pues en principio sólo creí que se trataba de un inocente divertimento de aficionados a la exploración de la naturaleza. El destino fue Mexiquillo, en la hermosa sierra de Durango. Nuestro guía fue un adulto como de 22 años apellidado Gómez, muy católico y, también lo supe después, muy degenerado, un abusador de menores cuyo acecho me pasó cerca. Recuerdo haber recorrido los parajes serranos con estupor, las formaciones rocosas parecidas a las del coyote y el correcaminos, las montañas, los arroyos, los túneles inconclusos de un ferrocarril. En una de las travesías andaba cuando descendí una loma pedregosa. Debía bajar con cuidado, pues las piedras estaban algo sueltas. Al dar un paso, apoyé el pie en una roca que parecía firme, pero no; al moverse dejó visible, como en Dinamita, un hervidero de alacranes de color también verduzco opalescente, y más pequeños. No es necesario añadir que me moví de allí con apuro y otra vez ileso.

En fin. Estas son mis anécdotas con alacranes, un insecto con dos extrañas capacidades: matar y permanecer tercamente adherido a la memoria.

miércoles, noviembre 06, 2024

Internet de papel

 

















El siglo XVIII, llamado “de las Luces” o “Ilustración”, también es conocido como “Enciclopedismo” por una razón obvia: aunque esta palabra fue inventada por los griegos para designar, como metáfora, la “educación en círculo” (de kyklos, rueda, círculo, y paideia, educación) con la idea de educación “completa”, fueron los filósofos D’Alambert, Voltaire, Diderot y otros quienes difundieron la palabra “enciclopedia” con el propósito de reunir, en obesos volúmenes, todo el conocimiento posible. Quienes rebasamos los cuarenta años todavía alcanzamos a usarla, pues era un objeto común en muchos hogares no tan desfavorecidos en ingreso familiar.

Hoy sabemos que las enciclopedias son vejestorios que nadie quiere ni siquiera para adornar el bufete de un abogado fanfarrón y transa, pues fueron apabullantemente borradas por internet. Y no sólo sucumbieron las enciclopedias, sino también todos los libros llamados “de referencia”, como los diccionarios y los manuales, que ahora nadie consultaría ni recluido en la cárcel de Alcatraz. Para evidenciar su desventaja siempre doy el ejemplo de las fechas de muerte; cuando una enciclopedia sumaba a un personaje todavía vivo, el dato de su deceso sólo podía ser actualizado en una nueva edición, mientras que en Wikipedia aparece casi inmediatamente después de que el personaje dejó escapar su último buche de aire.

Pese a todo conservo, más por nostalgia que por sentido común, una enciclopedia y al menos treinta diccionarios de diferente índole, entre ellos cuatro ediciones del DRAE (gratis e íntegra, podamos consultar la última en el celular). Aunque pocos, también conservo algunos libros que a mi juicio tenían la aspiración de reunir el caos, casi como si fueran internet de papel. Estos libros, por supuesto, tenían y siguen teniendo algo de disparatado, porque por más empeño que se ponga al afán compilatorio, la múltiple realidad desborda cualquier límite.

Me refiero a obras como El libro de los sucesos, eventos, hechos, casos, cosas… (Lasser Press Mexicana, México, 1981, 631 pp.), de Isaac Asimov (Petróvichi, 1920-NY, 1992). Ya desde el título largo y fallido, el erudito ruso trató de apresar la diversidad, y procedió a armar un libro atestado de fragmentos curiosos, interesantes, quizá buenos, sí, pero que congestionan cualquier cabeza, tal y como lo hace hoy el internet, herramienta que nos ha llenado la mesa de información imposible de digerir de tan abundante, rápida y movediza.

El índice del libro es una muestra de acumulación caótica, pues nada tienen que ver entre sí “Alquimia, gemas y oro”, “Delicias del paladar”, “Epopeya de la aviación”, “Falacias”, “Maldad humana”, “Nuestro cuerpo”, “Próceres de los Estados Unidos”, “Sucesos extraños”, “Última moda”, por citar algunos temas. Y dentro de cada arbitrario rubro, una sarta de párrafos, cada uno con un “suceso” o “hecho” o “cosa”. Por ejemplo, en el tema “Delicias para el paladar”, un párrafo señala: “En épocas antiguas y medievales, ‘miel’ era utilizado como sinónimo de cualquiera cosa agradable (‘tierra de leche y miel’), porque era casi el único edulcorante asequible entonces a Occidente. El azúcar no llegó a Europa, en cantidad, hasta el siglo XII, cuando los cruzados la trajeron con ellos al volver de Oriente”; en “Maldad humana”, esta gragea: “Jean Marie Collt D'Hervois (1750-1796), que no fue un gran actor, fue abucheado cuando actuó en Lyon, Francia. Se vengó. Volvió a Lyon como un poderoso juez, nombrado por su correvolucionario Robespierre, ordenó la muerte de 6 000 ciudadanos”.

Y así miles de píldoras en mucho más de 500 páginas. Estos libros fueron precursores del fragmentarismo que hoy, con internet, nos permite acceder a millones de datos, pero todos dispersos y, en general, epidérmicos, pues muy pocos son los usuarios que deciden pasar de la superficie a la profundidad, de lo infinito a lo selecto. En una palabra: pensar.


sábado, noviembre 02, 2024

Amores de Zapata












Solemos imaginar a los héroes político-militares siempre en calidad de héroes, en permanente trance justiciero, es decir, entregados a sus buenas o malas causas las 24 horas del día. Quizá esto se debe a que la categoría de las personas que han llegado al bronce de la plaza pública no admite, ante la mirada del pueblo llano, las ordinarieces de la vida cotidiana, como comer, dormir, hacer del dos o regodearse salivosamente en las alcobas. Muchas biografías dan cuenta de miles de detalles vinculados con las andanzas públicas de los próceres, pero no tantas son las que exploran los pliegues menos evidentes de sus vidas.

Esta laguna también puede deberse a un rasgo del comportamiento humano que fue característico hasta hace poco: la defensa de la intimidad. En efecto, las personas separaban muy bien los espacios de lo público y de lo privado, de suerte que lo segundo permanecía oculto, no se compartía sino muy escasamente. Hoy, en la era de las redes sociales, esto cambió de manera radical: lo privado se enfatiza al grado de convertirnos en delatores seriales de nosotros mismos, todo por la limosna de los likes que nos permiten comprobar que existimos y somos aceptados en la sociedad (digital).

Antes lo privado quedaba oculto y se cuidaba hasta la muerte, lo que movía las palancas del chisme y del infundio. Cualquier error —una infidelidad, por ejemplo— se pagaba caro en el mundillo comunitario, más cuando era pequeño. De ahí viene la sentenciosa frase “pueblo chico, infierno grande”, donde por “infierno” debemos entender “habladuría”, “cotilleo” a expensas del prójimo. En este caldo se movieron los héroes, así que son escasas las andanzas privadas de las que ha quedado huella documental, vacío que por otro lado aprovecha la novela histórica para dar densidad a lo narrado.

El libro Las compañeras de Zapata (Crítica, México, 178 pp.), de Felipe Ávila Espinosa, es un notable ejemplo de investigación abocada a explorar lo que en general ha sido tema secundario. En este caso, la vida amorosa —amorosa en el sentido espiritual y físico del adjetivo— de Emiliano Zapata Salazar, uno de los iconos indiscutidos de la Revolución Mexicana. Sin olvidar el marco de fondo, es decir, el quehacer político del líder morelense y las circunstancias sociales que lo rodeaban, el investigador focaliza su mirada en la promesa del título: los amoríos del caudillo consumados en matrimonio o arrejunte.

No era Zapata, por lo que se lee, un tipo ajeno a los placeres de la carne. Dueño de un carisma poderoso, de ánimo cordial y porte físico espectacular, no faltaron en su vida los encuentros carnales. Debemos, claro, ubicarnos en su contexto: los hombres de aquel tiempo no se ponían muchas trabas para foguearse (esta palabra tiene un significado ígneo) con las mujeres que quedaban a su alcance, más cuando el tipo disponible tenía atributos de pudiente en todos los sentidos. Zapata era joven, buen mozo, vestía bien, montaba a caballo con maestría, lideraba una causa, y todo esto hacía imposible que fuera soslayado por muchas de las mujeres con las que trabó contacto. Por esto no puedo no pensar en la reticencia de la palabra "compañeras" y no "mujeres" en el título, esto para mitigar, un tanto anacrónicamente, la posible y poco bienvenida atribución de donjuanismo al guerrillero prócer.

Felipe Ávila, autor de este libro, es sociólogo por la UNAM y doctor en Historia por El Colegio de México. Es autor de El pensamiento económico, poltíco y social de la Convención de Aguascalientes; Los orígenes del zapatismo, Entre el Porfriato y la Revolución. El gobierno interino de Francisco León de la Barra; Las corrientes revolucionarias y la Soberana Convención; Breve historia del zapatismo (2018), Emiliano Zapata. La lucha por la tierra, la justicia y la libertad (2019); Breve historia de la Revolución Mexicana (en coautoría con Pedro Salmerón, 2017) y Carranza: constructor del Estado Mexicano (2020). Es profesor de Historia del Sistema de Universidad Abierta de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

Además de los apartados introductorios, Las compañeras de Zapata (por cierto, libro pulcramente editado) contiene seis capítulos y un epílogo. Los tres primeros trancos se refieren, en orden cronológico, a las tres mujeres de quienes ha quedado buen registro documental como compañeras del revolucionario nacido en Anenecuilco hacia 1879. Ellas son Inés Alfaro Aguilar, “su primera compañera”; Josefa Espejo, “su esposa”; y Gregoria Zúñiga, “a la que más quiso”. Luego vienen tres capítulos titulados “Goyita y la muerte de Zapata”, “Petra Portillo” y “Otras compañeras de Emiliano”, además del epílogo.

Al inicio, el autor explica sobre Zapata que “Su imagen se ha vuelto un ícono de la cultura popular. Su figura está por doquier, en pinturas de artistas célebres, en monumentos y estatuas, en centenares de fotografías y decenas de videos. Su nombre lo llevan colonias, calles, escuelas, ejidos, estaciones de transporte público, organizaciones campesinas y populares. Sin embargo, sabemos poco sobre la vida privada de Zapata: ¿cómo era con sus compañeras y con las mujeres con las que tuvo hijos, con su familia, con sus amigos y compañeros guerrilleros? Este libro es un primer acercamiento a ese Zapata terrenal, más íntimo, más privado, a través de los testimonios de quienes compartieron parte de su vida con él”.

Para construir su acercamiento, Ávila Espinosa recurre a entrevistas directas con algunas de las mujeres que sobrevivieron al líder tras su asesinato en la emboscada tendida contra él en la hacienda de Chinameca, esto el 10 de abril de 1919. Los diálogos son parte de archivos públicos, no del propio autor con las protagonistas. La reconstrucción de la vida cotidiana en la que se movió Zapata con su ejército tiene, por ello, marcados tintes de oralidad, como en este pasaje salpicado de abundantes nahuatlismos, y así casi todo lo citado in extenso dentro del libro: “Del lado izquierdo del corredor estaba la cocina y también del lado izquierdo de la puerta de esta se encontraba en el interior el tlecuil o fogón sobre el que se colocaba el comal de barro para hacer las tortillas, el tazcal para guardarlas y los tenamaztles, que son tres piedras colocadas de modo que puedan ponerse sobre ellas las ollas al fuego; una tinaja grande para agua, el metate, el molcajete y, colgando del techo, un garabato de madera en donde siempre tenían carne seca o longaniza”.

No se percibe en las declaraciones un mal recuerdo de Zapata, ni en lo sentimental ni en lo político. De hecho, su ruptura con Madero —quien fue padrino en su primera boda— fue más consecuencia de los enemigos que mediaron entre ellos que de ellos mismos: “La relación entre Madero y Zapata fue compleja. Los dos eran hombres sinceros, bienintencionados y preocupados por el bienestar de los demás. Había una simpatía y un respeto mutuos. No obstante, representaban mundos diferentes. Zapata era un campesino del centro sur de México, representante de una cultura tradicional de apego a la tierra y a sus comunidades. La tierra era un medio para obtener el sustento diario, no para acumular riqueza. Madero era un próspero hacendado norteño, miembro de una de las familias más ricas del norte del país, con una visión de la agricultura como empresa productiva, tecnificada y comercial”.

En los sobresaltos de la lucha revolucionaria que a la postre lo convertiría en leyenda, Zapata se dio tiempo para amar con cuerpo y alma. Ingresar a este sector de su biografía es humanizarlo, es regresarlo a su complejidad, es fundir su bronce para convertirlo en carne y hueso, es perfilarlo tan acertado y falible como cualquier otro ser humano. 

miércoles, octubre 30, 2024

Subrayo que subrayo


 








El título que encabeza este apunte es, más que un jueguito de palabras, un énfasis. ¿De qué? De una práctica cada vez menos frecuente en el mundo contemporáneo: la de subrayar libros. En efecto, subrayo aquí que siempre subrayo los libros que voy leyendo, y a tanto ha llegado esta obsesión que sin un lápiz a la mano me resulta imposible —sí, imposible— leer. Casi una superstición, es verdad, pero cuando me acerco a una página se prende el foco ámbar: ¿y si hay algo, una frase, una palabra, una errata, una fecha que merezca ser subrayada y no hay lápiz? No me la juego. El lápiz es como la llave para poner en marcha el acto de leer, y sin tal llave no hay lectura.

Sé, porque lo he conversado, que hay lectores ajenos a esta práctica, amigos a los que horroriza cualquier mácula infligida al papel como marca en el recorrido. Sólo les doy la razón en dos casos: el primero, cuando entre los renglones y en los márgenes se atiborran palabras y rayones, y el segundo, esto también para mi horror, cuando se usan marcadores, bolígrafos o plumones fosfo. Como comprador habitual en librerías de viejo, he desistido de adquirir títulos al ver marcas indelebles, garabatos que rompen de manera a veces brutal con la belleza tipográfica. Mi política, por esto, es dejar vestigios de la lectura, pero sutiles y siempre impuestos con lápiz para que, sin mucho batallar, algún lector futuro, que estoy seguro llegará, tenga la posibilidad de borrar mis trazos y dejar el libro incólume, casi virgen.

Mi obsesión por subrayar, por leer con lápiz en ristre, no viene de tan lejos. Data de hace quince o veinte años, más o menos. He tratado de explicarme esto como una consecuencia de la edad: mientras fui o me sentí joven creí que la memoria haría buen registro de lo leído, pero llegó un momento en el que sospeché su infalible falibilidad. Y así, sin notarlo, caí en la adicción del lápiz, en el empleo del grafito como terquedad, casi como amuleto.

Como escribo frecuentemente sobre lo que leo y como mi memoria ya es muy poco hospitalaria, las leves señales me permiten detectar, en una hojeada rápida, los hitos, aquello que juzgué esencial en un libro mientras atravesaba sus párrafos, y así como para los ojos uso la muleta de los lentes, para la memoria recurro a la del lápiz, la muleta de los olvidadizos.

sábado, octubre 26, 2024

La Máquina de Nacho Flores



Me tumbó la gripe y tomo del archivo un viejo texto inédito en la columna:

Vi un resumen televisivo de los que condensan en dos horas un año de información y me enteré apenas de que en agosto mataron a Nacho Flores, el maravilloso lateral de Cruz Azul, de aquel Cruz Azul imborrable que fue mandón en los setenta, el Cruz Azul del tri/bicampeonato. En su momento no supe lo de Flores, supongo, porque el hecho me agarró en el viaje a la Argentina. Luego, al oír que lo habían asesinado sin un adarme de misericordia, con 27 plomazos, lamenté la noticia y recordé que aquel chaparrito de bigote zapatista corría la banda con solvencia y elegancia, y que fue un jugadorazo respetado por todos en la cancha y fuera de ella. Recordé que Flores era Ocaranza de segundo apellido, recordé a sus hermanos Luis y Lorenzo, recordé las incontables tardes de sábado en las que Nacho Flores alineaba en la legendaria Máquina que todavía usaba el Azteca de escenario. Era un jugador impecable en su posición, metía la pierna, pasaba bien, cubría toda la banda derecha, no aspaventaba, jamás sufría lesiones. Por Nacho Flores y sus compañeros adherí, hasta la fecha y con el plus del Santos Laguna, a la bandería cementera.

Gracias a ese viejo Cruz Azul hice de mi vida una permanente e infantil esperanza de victoria semanal. Era la Máquina de Marín, Quintano, Guzmán, Pulido, Gómez, Cornero, Montoya, Bustos, López Salgado, Vera, Flores y demás ídolos que me dieron tardes de éxtasis en una telecita Hitachi blanco y negro con la que fui inmensamente feliz e inmensamente triste, esto cuando la Máquina perdía. Para volver a mi pasado, porque tengo la capacidad de ser de nuevo el niño o el adolescente que vio en vivo decenas de partidos, recurro como todos, ahora, al YouTube. Un video que me encanta es el que mete en una cápsula (cápsula del tiempo) el 6-3 que Cruz Azul le propinó a la UNAM en 77-78, es decir, en aquellas temporadas kilométricas que de veras ponían a prueba la regularidad de los equipos. Fue un choque espectacular, pues si los azules eran un conjunto poderoso, los Pumas no eran menos. Basta ver la alineación de los universitarios para advertir que se trataba de una cosa espeluznante; ya no estaban allí Bora Milutinovic, Mejía Barón ni “El Capi” Cabalceta, lo que quizá debilitó su defensa, pero de la media cancha hacia adelante era un equipo de ensueño. Cierto, allí alineaban todavía el “Gonini” Vázquez Ayala (el Pujol mexicano, una especie de cavernícola de la retaguardia), Héctor Sanabria (que golpeaba como asno en las tibias rivales) y “El Pareja” López (un tipo velocísimo y de pata dura), pero lo mejor estaba adelante: Jota Jota Muñante (a quien Ángel Fernández le colocó dos apodos: “La Cobra”, el primero, y otro digno de catálogo: “El Jet de Perú”, ya imaginarán por qué), Enrique López Zarza (gran recuperador), Cabinho (un bombardero criminal, el mayor en la historia del fut mexicano), Leo Cuéllar (un motor incansable pese a los 23 kilos y medio de greña que cargaba en su cabeza), y Hugo (el mejor futbolista mexicano de la historia).

A tales fieras doblegó la Máquina en aquel memorable partido. Empezó con el gol un poco accidentado del paraguayo Carlos Jara Saguier (a quien Fernández motejaba “El Francesito”), luego el 2-0 con el riflazo del mismo guaraní. Viene el 2-1 gracias al olfato anticipatorio de Cabinho, y el empate se da gracias al centro de Cuéllar en el que Marín se va con la finta de Cabinho. Juan Dosal narró el primer tiempo; a muchos no les gustaba su relato, pero a mí sí, pues jamás oí a un cronista con tanta precisión al momento de ver, sin pensarla dos veces y sin necesidad de repetición, los detalles sutiles de cada jugada. Un ejemplo: noten cómo desde el palco advierte de inmediato que el gol es de Cuéllar, no de Cabinho. No requirió la repetición, y su comentario fue inmediato. Había sido jugador, conocía perfectamente la física del juego, y en el gol de Leo notó que la pelota no tuvo ninguna desviación, de ahí que se lo atribuyó sin dudar al melenudo.

El tiempo complementario fue formidable (en el gol del rosarino Alberto “Hijitus” Gómez el centro a la olla salió de Nacho Flores, número 2 de los azules, tras recibir un pase del “maestro” Fernando Bustos que poco antes había pegado una gambeta enceguecedora). Lo narró el más grande: Ángel Fernández. Sus descripciones, su tesitura, sus gritos sonaban perfectamente bien, exactos, como los de nadie. Basta ver la manera como aborda los dos goles de Rodolfo Montoya. El primero, que fue más casual que otra cosa, valió por las palabras de don Ángel. Dice: “Este es Rodolfo Montoya, sobre la barrida del Chiquilín [Cervantes, un grandulón] tocando un enorme sombrero galoneao, y alrededor de ese sombrero unos gallos tremendos con las navajas afiladas”. ¡Caray, qué natural se oye eso, qué creativo y espontáneo! Poco después, luego del misil al ángulo disparado por Montoya, el cronista grita gol como si gritara que está lloviendo oro, con auténtica dicha. Recuerdo que Fernández elogiaba mucho a Montoya, un extremo centellante que llegó de Tigres a los Cementeros. Usaba siempre la media caída, pues entonces el reglamento permitía que quien quisiera no usara espinilleras y se bajara el calcetón. Ángel Fernández llamó a ese estilo, como siempre, inigualablemente bien: “El atavismo de los barrios”, porque en las calles se jugó siempre con la media caída.

Bien, en aquel Cruz Azul militó el gran Nacho Flores, hoy uno más de los miles de “daños colaterales” en la guerra estulta que seguimos soportando. Traigo, por ello, estas palabras en reconocimiento a Ignacio Flores Ocaranza y como retroactivo elogio a los compañeros con los que tocó la gloria cuando la Máquina sí pitaba y pitaba, imponente.

He aquí el video de aquel choque.

miércoles, octubre 23, 2024

Un Breviario siempre útil

 











Todos los libros envejecen, todos pierden con el tiempo la frescura que alguna vez pudieron tener. No me refiero a su condición de objetos, que en este caso el decaimiento es obvio, sino a un flanco menos evidente: el del deterioro de su contenido. Se dirá, no sin razón, que algunos libros literarios mantienen el vigor de su poder persuasivo, y será parcialmente verdad, pues esto ocurre con los clásicos que sin embargo son, lamentablemente, cada vez menos visitados. Todos los libros envejecen en tanto objetos y en tanto depósitos del espíritu humano.

Los didácticos acusan especialmente el daño impuesto por el paso del tiempo, pues es tan grande la acumulación de conocimientos que a veces un libro escolar o técnico de hace cinco años hoy ya es obsoleto, a veces mero papel impreso. Todo esto pensaba sobre obras como la Introducción a las doctrinas político-económicas (FCE, México, 1956, 202 pp.), de Walter Montenegro (1912-1991), pero al reabrirlo para preparar una clase me dejó ver que sigue siendo útil pese a la acumulación de tantas décadas sobre sus hombros de papel.

Boliviano, Montenegro fue escritor, periodista y diplomático, y a mediados de los cincuenta el Fondo publicó su Introducción… en la colección Breviarios, número 122. Su éxito ha sido tal que a la primera edición se sucedieron otras tres, la última de 2019, y no sé cuántas reimpresiones. Esto significa que ha sido un libro útil, un caso asombroso de perdurabilidad si reparamos en su índole.

Varios de sus párrafos, sobre todo los que ofrecen datos estadísticos que en su momento fueron actuales, ya no nos dicen mucho, pero queda la descripción rápida y puntual de las “doctrinas” que el autor revisa. Es, como ya dije, un libro didáctico, como todos o casi todos los Breviarios. Luego de un primer capítulo titulado “El fenómeno político”, Montenegro define y describe de manera clara y general once doctrinas, y para lograrlo más acabadamente trata de ubicar los rasgos de cada una en la historia, en el tiempo y el lugar donde mejor quedaron expresadas. Entre otras están el liberalismo, el socialismo utópico, el cooperativismo, el comunismo, el anarquismo, el fascismo y el nazismo. Es pues lo que supone su título: una buena introducción.

En un tiempo de desdén al conocimiento de la historia política, este libro sigue siendo valioso para quienes todavía tienen curiosidad por conocer las distintas formas de pensar al Estado y por entender cómo llegamos al capitalismo salvaje en el que hoy vivimos. En este valioso librito está o puede estar, transparente, una parte de la compleja explicación.

sábado, octubre 19, 2024

Diálogo Arcinegas-Reyes

 











Rectifico. Una vez dije que la correspondencia entre escritores, fuente valiosa de información para analizar sus filias y sus fobias, se había perdido con la llegada de las nuevas tecnologías. No es tan así, si nos atenemos a las capacidades técnicas del resguardo de datos. La información podrá sobrevivir al menos un tiempo, tanto como dure en condiciones funcionales la tecnología de soporte, pero es un hecho que, en el caso del género epistolar, nada mejor que la carta de papel para garantizar una permanencia mayor de los mensajes, una durabilidad de décadas e incluso de siglos. El papel y la tinta son más resistentes que los bits.

Todavía hoy estamos en fechas adecuadas para rescatar miles de mails enviados entre escritores hace veinte años o poco más. El problema no está tanto, por ahora, en la caducidad de los soportes, sino en otros asegunes prácticos. ¿Los escritores comparten sus contraseñas antes de morir? ¿Se toman la molestia de copiar las cartas en Word o de imprimirlas? ¿Escriben todavía mails o migraron a la comunicación desprolija de Whatsapp? En un mundo saturado de mensajes, ¿hay tiempo y voluntad para escribir misivas electrónicas con la extensión y el buen ánimo estilístico de las cartas de papel? Estas preguntas, y las que no se me ocurren, me dejan la sensación de que la literatura epistolar entre escritores ha muerto, que ya no hay corresponsales y el universo de lo postal entró de golpe en la dinámica de la aceleración y la abundancia que hoy torna imposible resucitar esos diálogos, si los hubiera. ¿Quién se animaría a hurgar en las cartas digitales cruzadas entre dos escritores?

Por supuesto, no es el género mayor ni lo más valioso de la producción de un escritor, pero las cartas permiten, y por eso son organizadas y publicadas, inmiscuirnos en el terreno de la intimidad, de la confianza, del trato inteligente y amistoso la mayor parte de las veces. Entre los escritores que más cultivaron este género está Alfonso Reyes, quien fue tan afecto a la correspondencia que, casi puedo asegurarlo, dejó su archivo postal muy bien organizado porque sabía que sería investigado, que otros ojos se adentrarían en aquella escritura aparentemente fraguada para un solo destinatario. Reyes escribió miles de cartas porque era de natural atento, además de que en muchos casos representaba parte de su trabajo y era una de las vertientes de su vocación. Todos los días dedicaba varios minutos a responder, a co-responder, así que el material disponible de este tipo da la impresión de ser tan abundante como su obra directamente pública.

En otra oportunidad he escrito sobre algunos de sus libros epistolares. Son muchos, y por lo general han sido publicados como debe ser: no las cartas de Reyes a muchos destinatarios en un solo libro, sino a uno solo en cada volumen. Del que deseo ocuparme brevemente en estas líneas es del organizado para compartir el diálogo postal entre el regiomontano y Germán Archinegas (1900-1999), escritor, periodista, profesor y diplomático colombiano, quien desde que descubrió la obra de Reyes profesó por ella y por su autor una admiración devota.

De Arciniegas había leído dos libros: Biografía del Caribe (Porrúa, México, 1983) y Este pueblo de América (SEP-Setentas, México, 1974). El primero es, para mí, uno de los mejores que he atravesado de la siempre querida colección Sepan cuantos…, y desde 1990 no he dejado de recomendarlo cuando se habla de la conquista de América cuyo primer escenario fundamental fue el Caribe. Es un libro tan documentado como hermoso por su estilo, un libro de historia escrito con temple estético.

Ahora, en Algo sobre la experiencia americana. Correspondencia entre Alfonso Reyes y Germán Arciniegas (El Colegio de México, México, 1998, 131 pp.) me entero con felicidad que estos dos grandes dialogaron de lejos: uno, el mexicano entrado en años, instalado ya en la Ciudad de México luego de su largo recorrido por Europa y Sudamérica como funcionario de nuestro Servicio Exterior; el otro, Arciniegas, como viajero frecuente en su papel de diplomático y profesor, sobre todo, en universidades norteamericanas. La curaduría y el prólogo de esta correspondencia fue realizada por Serge I. Zaïtzeff, a quien por cierto creo que conocí, pues si no recuerdo mal vino a Torreón, al TIM, para presentar, junto con Emmanuel Carballo, la correspondencia de Reyes con Torri publicada por la UNAM en 1995.

Las cartas AR-GA cubren un periodo de quince años, de 1935 a 1959. La última de Reyes a su amigo bogotano fue enviada el 24 de julio del 59, es decir, cinco meses antes de morir. No es un flujo epistolar muy apretado, las cartas son esporádicas, pero no tan pocas como para no dar cuerpo a un libro que, es lo principal, resulta suficiente para afirmar que GA, esforzándose con cierto pudor por mostrar un trato relajado y hasta socarrón, no puede dejar de volcar palabras de plena admiración a su corresponsal mexicano.

En ellas se intercambian elogios, se envían y comentan libros recientes y proyectos editoriales tanto bibliográficos como hemerográficos; a veces se reclaman los silencios que GA justifica, con razón, por lo agitado de su agenda entre viajes y más viajes. AR, ciertamente, tenía al menos la ventaja de estar fijo ya en su biblioteca, mientras el colombiano andaba en su plenitud física volcada a lo laboral.

El libro exhibe la prosa magnífica de Reyes, quien hasta en las cartas añade como condimento la rara gracia de su estilo. Un ejemplo. En una carta del 18 de abril de 1945, dice:

Querido Germán:

Por su carta del 3 del actual veo que se perdió una anterior de usted.

Mi casi hermano Cosío Villegas es mal conducto para recados. Su laconismo espartano deriva cómodamente hacia el olvido. No he visto la Revista de América. Espero con ansia los números que me anuncia.

Mañana o pasado le enviaré colaboraciones con el mayor gusto. Entre tanto aquí van mis datos biográficos y bibliográficos y aquí va un retratillo. Entre los honores recibidos, no cuento aún la Cruz de Boyacá, porque la noticia que usted me da es la primera que recibo. Pero no hace falta siquiera tan altísimo honor para que yo me sienta unido a Colombia, donde mi primer libro de adolescente encontró su público más numeroso e ilustrado.

Lo abraza muy cordialmente su constante amigo

Alfonso Reyes

El libro cierra con ocho artículos de GA sobre AR. En todos late lo mismo: un respeto, una veneración sin orillas.

miércoles, octubre 16, 2024

Del cafecito


 







No hace tanto, quizá dos décadas o poco más, el café era una bebida ya habitual, pero no lo que es ahora: una potencia económica y ubicua, un producto que atraviesa todas las franjas sociales e, incluso, casi etarias, pues si no me engaño en este momento ya lo sirven hasta en biberones. Exagero, claro, pero no ha de ser tanto, así que desde hace mucho dejó de ser, como en mi infancia, una bebida casi exclusiva de los rucos.

Cuando abrí los ojos a la vida cotidiana no había más café que el soluble, el instantáneo. Supongo que en los restaurantes o en las cafeterías —que no estaban al alcance de mi edad— hacían del otro, del de grano pulverizado al que después era necesario pasar por un filtro de papel. De éste no se tomaba en las casas. El café que vi de pequeño era el Nescafé (y similares, como Marino o Monky) de fresco para el que nomás es necesario calentar agua. Sé que este café es considerado basura por los “sommeliers” actuales de la infusión, pero es el que tomaban mis padres y las personas como mis padres, toda la gente adulta que recuerdo. El aparato llamado “cafetera” (en cualquiera de sus modalidades eléctricas) se popularizó casi desde los ochenta y eso nomás en ciertos entornos de clase media para arriba, pues en las familias menos pudientes, hasta hoy, el frasco de instantáneo es un producto casi infalible en la despensa. La prueba de la parafina de que el café soluble es patrimonio popular la vemos en muchas gorderías: si uno pide allí café, no falta que le traigan agua caliente y el famoso frasco. así que esperar en esos lugares un café de angora es incurrir en una exquisitez indigna del establecimiento.

Más o menos sobre esto, hace años escuché una afirmación muy atinada a mi amigo Max Rivera, crítico lagunero de cine: todos los productos que se preparan con base en el agua son un negociazo. El principal es, lo comenté en un apunte de hace varios años, el agua. En efecto, el agua, que sin duda es preparada con agua, es tal vez el producto más ventajoso del mundo y puntos circunvecinos. Pero no se diga la cerveza, la gaseosa, el té, el jugo con supuesta fruta y todo aquello que se ha inventado como ingesta líquida basada en el agua. El café no es la excepción: seguro se trata de un negocio rotundo, y en algunos casos, si se le viste de esnobismo y se le convierte en signo de estatus, más que eso, pues todo es cuestión de que el vaso exhiba una determinada marca para que alcance el precio de un elíxir medieval, alquímico. Como tantas cosas en el mundo consumista de hoy, lo que en esos cafés cobran no es el café, sino la mamonería, el lujo de tirar crema para decir sin decir, vasito cool en mano, que uno sí sabe.

sábado, octubre 12, 2024

Revisita a la colección Lobo Rampante

 














Hoy coincide la salida de esta columna con el cumpleaños 74 de mi amigo Sergio Antonio Corona Páez, quien murió en 2017. Para recordarlo —aunque no pasa semana sin que lo tenga presente de algún modo—, traigo esta reseña general de un proyecto que emprendimos juntos, él como investigador y coordinador, y yo como editor. Nunca publiqué este comentario múltiple, y no sé por qué lo tenía extraviado en mis papeles. Supongo que la escribí hace veinte años, pero es inédito. Sólo lo actualicé un poco. Va.

El Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza de la Universidad Iberoamericana de Torreón, Coahuila, México, publicó hace varios años la colección Lobo Rampante, serie de siete cuadernillos que buscó difundir parte de los documentos que obran en su repositorio. El nombre de la colección obedeció a que los textos introducidos y anotados por especialistas fueron generados en el Antiguo Régimen, particularmente en la etapa colonial del norte mexicano dentro del inmenso territorio llamado Nueva Vizcaya que según el historiador Vito Alessio Robles ocupaba los actuales estados mexicanos de Sinaloa, Sonora, Durango, Chihuahua y el sur de Coahuila. A continuación traigo un brevísimo comentario sobre cada título.

El vino en la Nueva Vizcaya

Una disputa vitivinícola en Parras (1679) vislumbra el interés que puede nacer en ciertos círculos académicos, europeos la mayoría, por las cosas de la colonia neovizcaína, más si se vinculan con la exploración directa de los testimonios que dan cuenta del esplendor vitivinícola que caracterizó a Santa María de las Parras.

Una disputa... es un testimonio irrefutable del peso que tuvo la cultura del vino en esta zona de Coahuila, y su valor como documento quedará constatado con la recepción que le hagan los estudiosos de la vitivinicultura en el mundo. Quizá gracias a esta plaquette, Santa María de las Parras pueda ser redimensionada como objeto de estudio, ya que hasta el momento no se ha dado a la luz el enorme arsenal de piezas que conforman el rompecabezas de la vitivinicultura neovizcaína.

Censo y estadística de Parras, La Laguna en el nacimiento de México

Dos asombros me asaltaron cuando vi por primera vez el original del cuadro estadístico que da cuenta de la vida parrense en 1825: uno, la aparente ininteligibilidad del documento y, dos, la vocación que movió a José Ignacio Mijares para tomar nota del clima, la geografía, la producción y el estado demográfico que guardaba el actual sur de Coahuila cuando alboreaba el nacimiento del México republicano.

Basta asomarse al documento original para comprender la razón de esa perplejidad. Compuesto por siete fojas, el manuscrito de Mijares —a la sazón presidente de la jurisdicción de Parras en 1825— es legible en sus secciones de texto corrido, pero es francamente intrincado en el folio inicial que corresponde al cuadro-resumen estadístico. En total, el documento está fragmentado en 53 secciones, cada una de las cuales se ocupa de examinar una peculiaridad del mundo parrense. Hasta el carácter y el temperamento de los lugareños, desde la óptica del observador Mijares, encuentra albergue en el antedicho documento, sobre todo en aquel pasaje donde se apunta que, entre otras virtudes, los habitantes del Partido censado son “patricios, generosos, rectos, valerosos...”

Durante los 28 años que demandó la edificación del censo, Parras y sus alrededores mostraron hacia principios del siglo antepasado —el xix— que ese ámbito se caracterizaba por la diversidad, por la heterogénea convivencia de hombres y mujeres dedicados al trabajo en condiciones casi siempre desfavorables. El anonimato de aquellos pobladores no implica que hoy sea ignorada su valiosa contribución al desarrollo del sur de Coahuila y del norte de México. He aquí el valor que guardan los rescates documentales y la difusión, en su formato de libro y en otros soportes, de todas aquellas obras que nos pueden hablar sobre el pasado de una región a la que todavía le quedan muchísimas palabras por decir.

Gerónimo Camargo..., novela encontrada en un manuscrito

Hay que comenzar esta recensión con un par de preguntas que parecen necesarias para entender la valía de Gerónimo Camargo, indio coahuileño, ejemplar número tres de la Colección Lobo Rampante. ¿Por qué la declaración de Camargo nos parece sumamente atractiva? ¿Qué hace de este documento una pieza verbal cuya lectura podemos despachar de un perplejo tirón? Las dos preguntas tienen una sola respuesta: el recurso de la narración, el arte de contar una aventura con el fin de edificar la ilusión de realidad, eso es lo que provoca la fascinación en un lector asiduo a la literatura. Como la novela, como el cuento, como la crónica, como el relato, Gerónimo Camargo, indio coahuileño es un documento que basa su magnetismo y su eficacia en la vistosa organización de lo narrado, en el qué y en el cómo de lo que allí se cuenta.

Gerónimo Camargo... vale por muchas razones, varias de ellas señaladas en el inmejorable pórtico trazado por Carlos Valdés Dávila. Para mí, dada mi indisimulable inclinación por las ficciones, el volumen es de subidos quilates por lo que tiene de literario, de narrativo, de anecdótico. Cuando lo conocí, gracias al paleografiado de Sergio Antonio Corona Páez —quien me advirtió la calidad literaria del documento—, confirmé lo que tantas veces me ha ocurrido: a veces los sucesos del pasado se nos ofrecen como si fueran esqueletos de novelas, borradores de cuentos, materia prima de literatura. Por supuesto esa es una imposición de mi historicidad como lector de narrativa ficcional, pero si me trato de desprender de tal subjetivismo encuentro que, en efecto, la declaración de Camargo es una especie de mininovela picaresca en el desierto coahuilense, una mininovela en la que escuchamos con claridad, casi sin adulteración, la voz de un indio.

Tríptico de Santa María de las Parras, un ejemplo de la crítica de fuentes

Una de las tantas novedades que enseña la nueva historia es la crítica de fuentes. Tal crítica impide considerar al documento, a cualquier documento, como texto canónico, como dogma de fe para iluminar algún predio del pasado, ya que siempre estará latente la posibilidad de encontrar otros documentos que contradigan a los que en cualquier momento hayan establecido La Verdad. Por esa razón, quizá no haya mayor logro para el trabajo histórico que el de aportar testimonios frescos, documentos que posibilitan una lectura diferente del pasado.

Tríptico de Santa María de las Parras eso hace. A partir de su publicación, la fuente de primera mano para explicar el origen, geografía y estado político de esta amplísima zona del sur coahuilense ya no será la articulada por el padre Agustín de Morfi y su famoso Viaje de Indios. Ahora, le corresponde ese mérito al padre Dionisio Gutiérrez, quien más de dos siglos después pasa a ser restituido como el más autorizado vocero de lo que era Santa María de las Parras.

Este cuarto ejemplar de la Colección Lobo Rampante coloca al alcance del lector una interesante triada de documentos que, aunque nominalmente se refieren a Parras, en realidad, por su contenido y trascendencia, son relevantes para la historia del sur de Coahuila e incluso para la historiografía (entendida ésta como reflexión crítica sobre la manera de historiar) y la crónica colonial mexicana.

Imagen del rey en Nueva España

Desde el triunfo de los liberales, la Colonia mexicana no goza de mucho prestigio entre los estudiosos de nuestro pasado. Por décadas que ya suman siglos, nuestra experiencia virreinal ha sido objeto de ninguneos sistemáticos o, a lo sumo, de menor atención que, por ejemplo, el complejo universo prehispánico o el proceso revolucionario que echó a tierra el Porfiriato. Todavía sobrevive en los libros de texto mexicanos la idea de que ese tramo de trescientos años nos pertenece, sí, pero a regañadientes, como una etapa vergonzosa, como si fuera nuestra Edad Media. Aun aceptando este prejuicio, la historia académica que aspire de veras a la seriedad no debe proceder con aprioris de tal naturaleza. El pasado, por ominoso que parezca, no debe recibir ninguna descalificación, mucho menos la basada en prejuicios.

Real espejo novohispano. Una lectura de la Monarquía española según documentos del obispado de Durango (1761-1819), contiene nueve manuscritos, hasta ahora inéditos, donde se evidencia que la vida de la dinastía borbónica —nacimientos, decesos, matrimonios y demás—, impactó en la cotidianidad de los habitantes del norte novohispano. Como señala en su introducción el doctor Salvador Bernabéu Albert, investigador de la Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla, España, el interés fundamental suscitado por estos documentos radica en que exponen los mecanismos usados por la corona para dar a conocer las noticias vinculadas al monarca y su familia, lo que a trasmano revela formas de control social y reconocimiento del poder trasatlántico por parte de los súbditos.

Ataque a la misión de Nadadores o el documento como protagonista de la historia

Ataque a la misión de Nadadores, sexto miembro de la familia Lobo Rampante, asimismo condensa su contenido en el atinado título; en efecto, se trata aquí de compulsar un mismo acontecimiento, el ataque a la natatoria misión, a partir de dos documentos que testimonian ese hecho y ponen en el centro de la escena a don Diego de Valdés. He allí, en una sola línea, el trazo general de la introducción trabajada por Valdés Dávila. En ella, basado en el par de testimonios que han sobrevivido a los siglos, el científico saltillense piensa en el valor del documento como materia prima del historiador, pero de paso sugiere el ineludible uso de un tamiz que le permita a la verdad histórica ser bien cribada en el presente.

El valor capital de Ataque a la misión de Nadadores: dos versiones documentales sobre un indio cuechale es el de hacernos comprender (a partir de dos viejas descripciones donde el protagonista es el entrañable Diego de Valdés) la saludable necesidad de no levantar la mano con tajancia cuando algún documento nos revela una verdad.

Ataque... contiene un prefacio del doctor Sergio Antonio Corona Páez —paleógrafo por cierto del primer documento sobre don Diego incluido en este volumen—, la introducción del maestro Valdéz Dávila, los dos manuscritos sobre don Diego y un anexo con seis páginas apendiculares pero también esclarecedoras: las etnias registradas en el Libro de entierros de la misión de Nadadores, la lista de los sacerdotes de la misión, un croquis de las misiones franciscanas, otro de Coahuila en 1730 y dos grabados.

Viñedos y vendimias en la Nueva Vizcaya, Parras como vergel

Un inapreciable aporte al conocimiento de lo que fue el norte mexicano se encuentra contenido en las páginas de Viñedos y vendimias en la Nueva Vizcaya. Los privilegios otorgados a sus cosecheros por la corona española en el siglo XVIII. Con documentación suficiente y con la interpretación más rigurosa, este séptimo volumen de la Colección Lobo Rampante rinde testimonio de la bonanza vitivinícola que durante la Colonia caracterizó la vida de Santa María de las Parras (hoy Parras de la Fuente, en el estado mexicano de Coahuila, México). Como lo explica el doctor Corona Páez, autor del estudio introductorio, y como lo evidencian las pruebas documentales que él ha transcrito y cotejado para el caso, la corona no sólo no prohibió la producción de vinos legítimos en esta parte del imperio español, sino que estimuló su producción y creó con ello, en Parras, una cultura del trabajo asombrosa y peculiar, única por su naturaleza en todo el septentrión novohispano.

Nota. La página de publicaciones de la Ibero Torreón está siendo reconstruida en este momento. Pronto será reabierta y estarán disponibles en PDF, entre muchos otros títulos, los volúmenes de la colección aquí abordada.







miércoles, octubre 09, 2024

Fe y arte pintoresco


 








Hace poco, en abril, llegué a la cima del cerro San Cristóbal ubicado en el inmenso y hermoso Parque Metropolitano de Santiago de Chile. Allá arriba, al lado de la capillita coronada por la virgen, había una pared no muy amplia en la que los visitantes podían dejar algún objeto como ofrenda. Entre el barroquismo de crucifijos, estampas, veladoras, rosarios, logré dar con una pequeña imagen de la virgen de Guadalupe seguramente dejada por un turista mexicano.

Esto me recordó la costumbre bien arraigada en nuestro país de llevar exvotos a muchos santuarios importantes. Vino a mi memoria una tarde muy lejana, de hace al menos treinta años, en la que venía por carretera de Aguascalientes a Torreón e hice un alto en Plateros, Zacatecas, donde visité como turista, no como creyente, al Santo Niño de Atocha. Al lado de la nave principal, recuerdo vagamente, había algunos habitáculos en los que los peregrinos colgaban retablos, cuadros de madera, lámina u otro material en los que asentaban algún agradecimiento escrito y plasmaban un dibujo cuyo tema era el favor recibido.

Los retablos tienen en general el tamaño de una hoja de máquina apaisada, y la estética del dibujo y de la escritura exhiben la vistosa torpeza de lo popular. Aquella vez me entretuve varios minutos leyendo y viendo los dibujos, y es innegable que se trata de una práctica que, vista al margen de la fe, resulta literalmente pintoresca, pues de pinturitas se trata. Llegué a pensar incluso que de allí podría salir una antología de agradecimientos, la magia mexicana manifiesta en modo plástico.

Hice aquel recorrido y no dejé de tener en la mente el ¿microcuento? citado por Edmundo Valadés en El libro de la imaginación (FCE, México, 1970), que aquí, por breve, deseo compartir completo. ¿Podemos afirmar que la técnica cuentística de Hemingway es superada en esta pieza? Va:

EXVOTO

En una iglesia del pintoresco pueblo de Tepoztlán existe un retablo (exvoto) en el que se ve a un campesino, de hinojos, dando gracias a la Virgen por el milagro que le hizo. La leyenda al pie del cuadro dice: “Juan Crisóstomo Vargas, vecino de este lugar, da gracias con toda su contrita alma a la Santísima Virgen por el milagroso favor que le hizo la noche del 22 de mayo de 1916 al haber impedido que las fuerzas zapatistas se lo llevaran como llevaron a sus tres pobrecitas hermanas”.