miércoles, marzo 26, 2025

Complejidad de los personajes










Una de las virtudes de la buena literatura, y por extensión de todo buen producto narrativo incluso audiovisual, es la de trabajar con las pasiones humanas sin incurrir en maniqueísmos. En la medida de lo posible, y lo posible en este caso siempre es muy posible, los personajes deben estar atravesados, como en la vida real, por sentimientos contradictorios, confusos. Habrá personas que en la realidad ocupan los extremos del bien o el mal, pero son raras. Lo común es que la mayoría se mueva —nos movamos— en escalas donde se torna ambigua nuestra condición: hoy podemos ser cobardes, pero luego tener un rapto de valentía; hoy podemos ser generosos, mañana mezquinos.

Recién el sábado compartí a mis alumnos los datos generales del libro Aforismos, de Tolstoi. Lo tradujo del ruso y lo prologó Selma Ancira, y fue allí donde apareció la oportunidad para recodar que ella es hija de Carlos Ancira, actor que seguramente conocían sólo los participantes de mayor edad en el grupo. Y así fue. Añadí que fue un tremendo actor, y de golpe me llegó el recuerdo de Los salvajes, película mexicana del 58 dirigida por Rafael Baledón. Les dije que la vieran, pues en ella era muy visible que casi ningún personaje es unidimensional.

La sinopsis no es necesaria, pues la cinta está disponible gratis y con buena calidad en YouTube. Baste señalar que es obvia la dureza y el maltrato dispensado por Pedro Matías (Pedro Armendáriz) a todos los que lo rodean. Doña Ana (Anita Blanch), la madre, es una mujer seca, amargada, devota y cruel a la hora de ver por los intereses de su familia. Jaime (Carlos Baena), hermano de Pedro, es alegre, tiene mejor actitud, pero es fácil víctima de sus impulsos hedonistas. Yadira (María Esquivel), esposa forzada de Pedro, es dulce, ingenua, pero en el infierno de insatisfacción donde vive no es difícil que sucumba a la tentación carnal con el mismísimo hermano de su esposo. Pepeto (Carlos Ancira) tiene retraso y no es consciente de lo que hace, pero sea como sea soborna a una criada para que le conceda sus favores.

No hay en el reparto de roles ni un solo personaje al que no podamos comprender en su caída. Centremos la mirada en Yadira: es verdad que ella engaña, que busca el encuentro con Jaime, es decir, que falla, pero no es menos verdad que había quedado sin opciones luego de que su padre pone precio a su destino casándola con un sujeto rico y bestial. En el arte, los personajes deben ser complejos, ambiguos, no héroes ni villanos a secas.


sábado, marzo 22, 2025

Fantasmas de Irene Vallejo

 












En los más recientes cinco años o poquito más ha estallado como granada de fragmentación el nombre de Irene Vallejo. Sé que la metáfora militar no es afortunada, pero da idea de lo ocurrido: el nombre cayó en las librerías y en los medios con un ¡boom! extraordinario, retumbo provocado sobre todo por El infinito en un junco (Siruela, 2019), libro ya reimpreso y traducido a más de cuarenta lenguas, un éxito de ventas y, lo más importante, de crítica y satisfacción del cliente, para usar una fórmula del mercado.

El infinito en un junco ha atraído la atención sobre otros libros de la autora. Todos, creo, han sido publicados originalmente en su país, para luego migrar a otros espacios como libros exportados o de reedición local. He revisado la bibliografía y creo que Vallejo sólo tiene un libro plenamente mexicano: es Los sueños de mis fantasmas (UNAM, 2023), brevísimo, de apenas 29 páginas, cantidad que incluye el prólogo de Socorro Venegas. Este título es parte de la colección “Pequeños grandes ensayos” que fue fundada, dicho sea de paso, por el maestro Hernán Lara Zavala, quien murió esta semana. Estas publicaciones son de difícil consecución en La Laguna, pero muy accesibles en la capital del país o en ferias de libro donde tiene presencia la Universidad Nacional.

Los sueños de mis fantasmas es un libro recomendable para quienes quieran acceder por primera vez a la obra de Vallejo. Sirve pues de prólogo a su trabajo como promotora de los libros y la lectura en un mundo ahora muy distraído, abotagado, por la avalancha permanente e irrefrenable de contenidos audiovisuales que pulverizan la atención hasta impedir el sosiego necesario para reflexionar sin distracción.

Vallejo expone pues, aquí, una especie de profesión de fe: la lectura, el tú a tú frente al libro, fue el camino que ella siguió para dar sentido a su vida, y fue herencia de un entorno familiar y educativo que se convirtió en cimiento y soporte de su vocación. En su prólogo, Socorro Venegas destaca que el ensayo de la escritora zaragozana se irriga con su experiencia personal y el impulso de su entorno inmediato: “En varios momentos el lector reconocerá en la prosa de Los sueños de mis fantasmas ese ejercicio memorístico al que Irene recurre en El infinito en un junco para representar cómo algo personal repercute no sólo en su educación sentimental, sino en sus decisiones vitales y en su escritura. Una historia central de El infinito en un junco es aquella donde narra los episodios de bullying sufridos en la escuela. Se burlaban porque leía, se burlaban de la ratona de biblioteca. El valor de este testimonio va más allá de lo anecdótico. La historia del libro, pergeñada por Irene Vallejo, no puede contarse sin la de los lectores”.

Más adelante, al cerrar sus palabras liminares, observa: “Como Irene se ha encargado de decir en distintos lugares, son muchos los discursos que hoy nos dividen, y por eso es tan importante que hoy se garanticen los derechos a la educación, a la lectura, con la convicción del poder compasivo, transformador y sanador de la palabra. Aquí están su ensayo y sus fantasmas para dar fe de ello”.

Los “fantasmas” a los que Venegas se refiere son pues las presencias familiares de Vallejo, además de los maestros y los autores que alimentaron su imaginación. Comienza lo que parece ser, en su origen, un discurso público, con el recuerdo de sus abuelas, quienes no pudieron hacer una carrera aunque lo desearon; luego recuerda a su madre, quien con sacrificios y sin opciones, pues deseaba seguir otra disciplina, logró hacer la carrera de Leyes. Digo que parece ser un discurso público porque Vallejo señala en un punto, como al pasar, “Quiero dedicarles a ellas este momento emocionante…”, sin que sepamos con exactitud a qué momento se refiere.

Poco después comparte su alta valoración de las Humanidades y su defensa de las artes frente al utilitarismo que las margina u obliga a ser rico para dedicarse a ellas: “Hoy nos martillean con el mensaje de que la historia, el arte, la geografía, las filologías no son útiles, que el mercado laboral no los necesita. Rechazo cualquier definición de lo útil que no incluya la belleza, la creatividad, la comunicación, los idiomas, la comprensión del mundo que fue y el que nos rodea. Necesitamos espacios donde esto se comprenda, se cultive, se enseñe”.

La autora de El infinito en un junco trae a la página un pasaje de “El licenciado Vidriera”, el relato de Cervantes, para recordar que no es nuevo el ninguneo a las letras: “El sueño de Cervantes es el nuestro. Hoy siguen diciéndonos que con las letras humanas no se gana cosa y se muere de hambre, que los oficios de las artes y la filosofía sólo conducen a penas y penurias. Aun así, el propio Cervantes nos enseñó que la justicia, la aventura, la bondad y la utopía hay que inventarlas primero y decidir vivir en ellas, como se vive en las páginas de un libro, para que alguna vez encuentren su lugar en el mundo”.

Después de apuntar que la educación es el mejor “ascensor social”, insiste en no poner en disputa a las artes contra las ciencias, pues para ella van de la mano y ambas tienen como lazo común la curiosidad, “el deseo de aprender”. Al final, la autora hace un elogio de su alma mater y en particular de la biblioteca, una “hospitalaria isla del tesoro”.

El librito se complementa con una sucinta cronología de la autora y una bibliografía mínima que traigo porque en un puñado de referencias describe su andadura bibliográfica hasta 2023: “Irene Vallejo, Terminología libraria y crítico-literaria en Marcial, Zaragoza, Institución Fernando El Católico, 2008; El pasado que te espera, Zaragoza, Anorak, 2010; El inventor de viajes, Zaragoza, Comuniter, 2014; El silbido del arquero, Zaragoza, Contraseña, 2015; La leyenda de las mareas mansas, Zaragoza, Comuniter, 2018; El infinito en un junco, Madrid, Siruela, 2019; El futuro recordado, Zaragoza, Contraseña, 2020; Manifiesto por la lectura, Madrid, Siruela, 2020; Alguien habló de nosotros, Barcelona, Debate, 2023".

miércoles, marzo 19, 2025

Horror en el horror

 







En la edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2017 asistí a una conferencia de Sergio Fajardo, el colombiano que había modificado la manera de enfocar la lucha contra el narcotráfico en pandemonios como Medellín. Al acto asistió Enrique Alfaro en calidad de alcalde, pero ya en campaña para ser gobernador de Jalisco. El político mexicano trató allí de lucirse, muy seguro de sí mismo en la ilusa autoconstrucción de su imagen de político moderno.

El auditorio, por la fama de Fajardo o quizá por el acarreo alfarista, estaba a reventar, como se dice en la crónica deportiva. Lejos, creo, nos encontrábamos de imaginar que en el mandato como gobernador de aquel joven calvo, fortachón y lenguaraz se asentaría, entre otras aberraciones, un campo de entrenamiento y exterminio como el rancho Izaguirre.

Al ver imágenes del sitio es imposible no pensar en perversas colusiones entre la delincuencia y el poder político. El rancho no tiene un metro cuadrado de extensión, sino que es un predio amplio y muy visible en un lugar de escasa vegetación. No detectarlo o no saber ni pizca de las monstruosidades que allí se perpetraban revela inaudito contubernio o crasa ineptitud de las autoridades por supuesto no sólo estatales en este caso, sino también federales e incluso municipales.

Tres sexenios llevamos sin abatir los índices de violencia cuyo mayor escándalo está, por supuesto, en la gráfica de las desapariciones, el horror en el horror, el horror al cuadrado. Los tres partidos políticos mayoritarios del país pueden repartirse la criminal irresponsabilidad, pero no lo harán, pues eso sería como reconocer un fracaso que nadie quiere asumir como estigma de su gestión y puerta de entrada a causas penales como la de García Luna. Más allá de distribuir culpas y muy utópicos castigos, la urgencia está en detener por fin la expansión del infierno, que se viabilicen medidas técnicas de inteligencia, búsqueda, captura y sanción efectiva de delincuentes, ya no la permanente politización de las inculpaciones mutuas.

No aceptar el fracaso de todas las medidas para acabar con el crimen organizado es una salida asimismo criminal, y andar el camino de la declaración analgésica es echar más combustible al fuego de la inseguridad.

sábado, marzo 15, 2025

Diálogos contrarreloj


 











Prólogo a Diálogos contrarreloj, libro en PDF disponible gratuitamente en esta liga:

El género de la entrevista quizá nunca ha tenido gran visibilidad pese a que es, a mi modesto parecer, uno de los más importantes en el ejercicio periodístico. Tan valioso me parece que lamento su aparición tardía, su auge ya muy entrado el siglo XX. He fantaseado incluso sobre lo que sería de la civilización actual si la entrevista nos hubiera acompañado desde siempre. ¿Imaginan una entrevista a Sócrates? ¿Qué respondería Nerón frente a una grabadora? ¿Y Dante o Juana de Arco o Cervantes o Napoleón o Bolívar o Mary Shelley? Por supuesto que a partir de sus escritos y u o de los escritos de sus contemporáneos nos enteramos de sus ideas, de sus índoles, pero en tales aproximaciones se nos esconden pliegues de la personalidad capaces de perfilar los mejor, más ampliamente. Sólo como nota adicional señalo que no se me oculta la existencia histórica de un género, el coloquio, que puede ser considerado abuelo de la entrevista actual. Algunos casos famosos pueden ser los Diálogos platónicos o el Elogio de la locura.

La entrevista, pues, apareció tarde, y más la grabada en video, valiosa porque en ella no sólo escuchamos las respuestas, el ping-pong de preguntas y respuestas, sino también la gestualidad del entrevistado, su humor comunicado mediante la expresividad de las manos y la postura en el sofá. Es por esta razón por la que he visto casi completas las entrevistas de Joaquín Soler Serrano a muchos artistas famosos entabladas entre los setenta y parte de los ochenta. Escuchar y ver en esos programas la soltura de Fuentes y Vargas Llosa, la contención de Onetti y Rulfo, la lucidez de Borges y Carpentier, la excentricidad de Dalí, la calidez de Yupanqui y muchos artistas más es un goce que podemos repetir cuantas veces queramos gracias al repositorio de YouTube. E igual ocurre con las entrevistas fraguadas en otras lenguas: las disfrutamos gracias a la muleta de los subtítulos; oír/ver a Hannah Arendt, a Vladimir Nabokov, a Jean Paul Sartre, a Cioran, a Clarice Lispector, a Umberto Eco y muchos más es un privilegio de nuestro tiempo, un lujo para los devotos del periodismo esmaltado de perdurabilidad.

Ahora bien, debo aclarar que el gusto de la entrevista me nació por los libros. Es decir, la entrevista me sedujo primero en el papel antes que en el soporte audiovisual, y fue en los libros y no tanto en los periódicos donde hallé las mejores muestras del género. Recuerdo particularmente cincotítulos que todavía conservo, cómo no: Protagonistas de la literatura mexicana, de Emmanuel Carballo; Conversaciones con escritores, de Federico Campbell; Perspectivas mexicanas desde París. Un diálogo con Carlos Fuentes, de James R. Forston; Los nuestros, de Luis Harss, y El oficio de escritor, colectivo.

Fueron estos libros los que apuntalaron en mí una certeza: para el joven escritor autodidacto que fui, escuchar con los ojos, quevedianamente, aquellos diálogos era acopiar un amplio corpus de opiniones y posicionamientos estéticos, pero, más importantes aún, una cantidad inaudita de referencias a libros y autores. En otras palabras, leía las entrevistas más que nada para enterarme de lo que habían leído los entrevistados, para anotar en mi agenda innumerables pendientes bibliográficos. Luego, claro, vinieron más libros de la misma naturaleza: las dos largas entrevistas de Fernando Sorrentino a Borges y Bioy, el libro Conversaciones con interrogatorios a Cioran (colectivo) e incluso la saga Todo México de Elena Poniatowska y las charlas de Ricardo Rocha y Silvia Lemus con artistas e intelectuales. Y muchos más, incluidos los productos en video de Cristina Pacheco, Fernando Sánchez Dragó o Cristina Mucci, por citar sólo tres casos notables de buenas entrevistas televisivas.

Esta justificación de mi gusto por la entrevista no podría estar completa si no añado que tiene la apariencia de ser un género fácil, pero lejos está de serlo. Por supuesto, implica lo que ya sabemos: preparación del entrevistador, habilidad para preguntar y repreguntar, prudencia para no liarse a dimes y diretes con el entrevistado y, al final, oficio para desgrabar/transcribir adecuadamente las declaraciones cuando van a la prensa o al libro. Es una técnica, en suma. Obviamente, no todo entrevistado o no todo tema se abordan igual. En el caso del mundo artístico, a diferencia del político, la incisividad es menos imperativa, pues por lo general las opiniones son íntimas, personales, sin implicaciones vinculadas al interés concreto de las comunidades, el llamado “bien común”.

Incluso puede darse el caso de entrevistas a réprobos que no son severamente interrogados. Para explicar esto traigo el ejemplo de mi amigo Ricardo Ragendorfer, periodista boliviano-argentino, quien alguna vez declaró que al entrevistar a represores de la dictadura nunca los contradecía ni les repreguntaba con énfasis, sino que llevaba los diálogos apaciblemente. Lo contrario, enfrascarse con ellos en un toma y daca de posicionamientos, ponía en riesgo el desarrollo e incluso la viabilidad de la conversación, así que lo mejor era dejarlos hablar con un resultado paradójico y notable: los criminales soltaban la lengua y evidenciaban su monstruosidad no tanto porque se exhibieran como monstruos, sino como personas normales con familia, fervor religioso y despreocupación. En otros casos, no interrogarlos perrunamente permitía que, con preguntas bien orientadas, respondieran hasta llegar a zonas inquietantes de la condición humana. Es el caso de la esposa de un represor (está en YouTube como “Mujeres de lesa humanidad. Capítulo 1: El héroe”) que ya entrada en confianza habló sobre su truculento esposo como si se tratara de un querubín.

Las entrevistas con artistas o, más específicamente, con escritores suelen tener otra tonalidad. Hay excepciones, pero en general discurren sin sobresaltos. Los casos raros dependen más que nada de la personalidad del entrevistado o del entrevistador, como ocurrió en el diálogo trunco entre Nicolás Alvarado y James Ellroy (en YouTube aparece como “Cioran, James Ellroy, Nicolás Alvarado”). Fuera de estos casos disruptivos, la mayoría avanza bien, sin turbulencia.

He tenido el privilegio de entrevistar, pero he preferido leer entrevistas antes que hacerlas. Es, como tanto en la vida, una elección. Además, por mi trabajo de escritor me han sido planteadas varias entrevistas. Aunque sin exagerada frecuencia, desde hace casi treinta años me han buscado periodistas y estudiantes para dialogar sobre temas cercanos a mi enciclopedia y mi quehacer permanente o coyuntural. Por cuestiones de tiempo y espacio, y dadas las facilidades que hoy plantean las herramientas digitales, desde que recuerdo me acostumbré a aceptar las preguntas (no hay razón para no hacerlo) y las he solicitado por escrito para responderlas igualmente, mediante mi teclado, “a la mayor brevedad posible”, para decirlo con una manida fórmula de la burocracia. Completas o recortadas, muchas aparecieron en la prensa, algunas en libros y otras tantas, las estudiantiles, sólo sirvieron, supongo, para obtener calificaciones escolares. Salvo algunas pocas, no conservé las que fueron publicadas, pero dado que las respuestas fueron escritas directamente por mí, guardé los documentos en una carpeta digital y ahora los envaso en este libro. Gracias a las preguntas pude desarrollar ideas que están espigadas ya en textos más directos, como los de mi columna o mis artículos. Las entrevistas que aquí traigo pueden ser tomadas como testimonios más o menos rápidos que develan en algo lo que soy y pienso, así que su interés, si lo tiene, es complementario al interés, si lo tiene, que pueden despertar mis publicaciones literarias y periodísticas. En el título uso el adjetivo “contrarreloj” porque así fue como respondí, apremiado por la promesa de devolver a tiempo los cuestionarios respondidos.

En todos los casos he contestado las entrevistas con respeto, incluso las planteadas por estudiantes, pues siempre fui consciente de que los entrevistadores se acercaron confiados en mi competencia para contestar. Esto me recuerda que en no pocas ocasiones, cuando los temas no fueron de mi incumbencia, rechacé las entrevistas con pena y agradecimiento, nunca por menosprecio al entrevistador. Este libro es una edición nacida de mi pura iniciativa, casi puedo decir que engendrada sólo para hacer provechoso alguno de mis ocios vacacionales. La fecha de la primera entrevista que aquí traigo, 1999, coincide, no sé si casualmente, con el momento en el que opté por alejarme del ejercicio periodístico más intenso, el periodismo que no sólo trabaja con materiales propios de la actualidad, sino que también permite el estimulante diálogo con colegas en mesas de redacción e imprentas. Seguí en el periodismo, es verdad, pero desde entonces y hasta hoy sólo me avine a la modalidad opinativa, como articulista y columnista.

Decidí reunir las entrevistas porque son, sustancialmente, un diálogo con el sujeto que me habita, con el hombre que inevitablemente soy. Las respuestas aquí aglutinadas son, y también por ello las escribí y guardé, un intento por retener lo que pensé luego de recibir el estímulo de las preguntas. Hasta donde me fue posible, organicé cronológicamente el material; casi todo se relaciona con temas literarios, de modo que es importante tener en consideración que algunas ideas se trepan en la circunstancia que atravesaba yo al contestar un interrogatorio. Creo que nada más es necesario consignar, sólo agradecer desde ya a mis entrevistadores y, en este último renglón, a quien se tome el tiempo de leer lo que considere atendible.

miércoles, marzo 12, 2025

Ser o no ser


 






Como lector frecuente de libros viejos y ya inhallables en muchos casos, me he topado con páginas por supuesto olvidadas y aún meritorias. Es el caso de Lope-Calderón y Shakaspeare. Comparación de dos estilos dramáticos (Ediciones Teatro Clásico de México, 1969), título de Álvaro Custodio, escritor español exiliado en México de 1944 a 1973. Había nacido en Écija, Andalucía, hacia 1914, y murió en 1992 cerca de Madrid. Tengo además un ensayo suyo en el que analiza el corrido mexicano, que me intrigó cuando lo leí. Se dedicó principalmente a la escritura teatral y al guion cinematográfico, aunque también dejó una novela y numerosos ensayos.

De este último género, el dedicado a los dos clásicos españoles y al inglés, que recién leí, le sirve para destacar los rasgos más salientes de sus obras y además para observar las circunstancias históricas en las que fueron escritas. En cuanto a calidad, se inclina por Shakaspeare, lo que no es tan raro en muchos expertos del arte teatral. En uno de los pasajes dice lo siguiente, y es aquí en donde quiero detenerme. “Lope no tiene una comedia que pueda caracterizar su enorme producción; según Menéndez Pelayo ‘habiéndolo intentado todo y habiendo dejado en todas partes impresa su garra de león, rara vez logró perfección suma: a su ingenio, a fuerza de tener extensión, le faltó profundidad’”.

Las palabras de Menéndez y Pelayo citadas por Custodio se parecen a una afirmación que he leído en otros lados. Encierran una amenaza para el escritor, ya que lo fuerzan a crear alguna obra, al menos una, con la cual se le pueda identificar. De no hacerlo, una producción grande pero sin ese parteaguas corre el albur de ser ninguneada por la posteridad.

Tan falso esto no es, y a las pruebas podemos remitirnos con algunas creaturas salientes en medio de una producción abundante: El Quijote, Los Miserables, Los hermanos Karamazov, Madame Bovary, La metamorfosis, Pedro Páramo, Cien años de soledad son libros que se confunden con el nombre de sus autores, tanto como si en ellos hubiera quedado una impronta imposible de superar por los mismos creadores en otras obras de su hechura.

Supongo que urdir ese libro no es fácil. Más: supongo que para alcanzar una cumbre así ni siquiera es posible la premeditación. El genio no se propone obras maestras; simplemente las ejecuta y el tiempo decide si alguna cuajó en eso o no cuajó. Obviamente lo segundo ocurre con muchísima mayor frecuencia.

sábado, marzo 08, 2025

De la mano del TIM

 









En uno de sus prólogos, Borges escribió esto: “Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos”. A algo parecido aspira lo que leeré a continuación.

Como sabemos, hace poco estuvo en Torreón el escritor cubano Leonardo Padura. Presentó Ir a La Habana, su más reciente libro, un recorrido por su íntima, por su visceral convivencia con la capital de la isla. En algún momento de la presentación se destacó que Padura no entiende su cubanía a partir del himno, de la bandera y otros símbolos intangibles, sino a partir de su casa, de su barrio, de los amigos con los que jugó beisbol y discurrió su vida. Esta idea, claro, me recordó “Alta traición”, tal vez el más célebre poema de José Emilio Pacheco:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
ciertas gentes,
puertos, bosques de pinos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia
montañas
(y tres o cuatro ríos)

¿Qué significa esto? Simplemente que amar a la patria en términos tan generales es una especie de embuste, pues “Su fulgor abstracto es inasible”. Pacheco propone entonces que es prudente aterrizar el amor a la patria en realidades más concretas, en “diez lugares”, en “ciertas gentes”, en “tres o cuatro ríos”, es decir, en aquello que uno alcanza no sólo a conocer, sino a vivir de manera entrañable, cotidiana. Más o menos esta misma es la noción que palpita en toda la “Suave patria” de López Velarde: no cantar a lo abstracto, sino a lo inmediato, al “relámpago verde de los loros”, al “santo olor de la panadería” o al “paraíso de compotas”.

Asimismo, en mi dimensión lagunera la “alta traición” que puedo cometer se debe a una casa de Gómez Palacio y otra de Torreón, a un río huérfano de agua, dos o tres parques, una escuela secundaria, una esquina de barrio, algunas librerías, una universidad, varias cafeterías, todos mis afectos familiares, cinco o seis amigos y por supuesto un teatro, el Isauro Martínez, institución que es parte de mi vida desde un momento ubicado entre 1983 y 1984. ¿De dónde saco esta fecha? Para mí es simple. Hacia 1982 empecé la carrera, y un año después tuve como profesor a Saúl Rosales, quien desde el D. F. había retornado hacía poco a Torreón. Saúl estableció vínculos laborales con el Iscytac (la escuela donde lo conocí), el diario La Opinión y el Teatro Martínez. En cierta ocasión, lo recuerdo bien, por algún asunto me pidió que lo buscara en las oficinas del teatro que ya tenían entrada por la calle Galeana. Creo que fue la primera vez que ingresé aquí. Las oficinas estaban en construcción o remodelación, inconclusas, sin acabados, pero ya habían sido habilitadas para sus trabajadores administrativos. Aquella también fue la primera vez que vi de lejos a Sonia Salum, primera directora del teatro.

A partir de allí, sin quererlo, yendo y viniendo al paso de los meses y los años, comenzó una relación de cercanía con el teatro que hasta la fecha se mantiene y se me aparece en forma de imágenes, de nombres propios, de anécdotas que justifican mi querencia. Por supuesto, en mis frecuentes visitas vi la terminación de las oficinas, luego la construcción del llamado “anexo del TIM” que hoy es la Galería de Arte Contemporáneo y el gradual y sostenido remozamiento de todos los rincones del teatro salvado casi milagrosamente de la muerte en los setenta, cuando era un cine decadente, tan estropeado como sórdido. Tras su rescate y primera etapa de restauración, allá por el 88 me presenté en el foyer por primera vez en una lectura colectiva tras la que se sucedieron otras hasta que alcancé el mayor de los privilegios: presentar mi primer libro en 1990, hace 35 años, a los 25 de mi edad, en el escenario donde hoy leo estas palabras.

En ese largo tramo de historia conocí y traté con variable proximidad a su personal (aquí trabajaron un tiempo Gilberto Prado y Saúl Rosales, dos de mis más grandes amigos). Trabé contacto, insisto que en distinto grado de colaboración, con sus directoras, la ya mencionada Sonia Salum, Márgara Garza, Laura Eraña, Claudia Máynez, Lourdes Bernal y ahora Cecilia Cansino, y desde 2017 tengo con el teatro una relación profesional de trabajo gracias a la coordinación de los espacios del café y el taller literarios.

Una lista necesariamente incompleta de las personalidades que he visto y escuchado aquí puede dar idea del valor que el TIM tiene como escenario de actividades en este caso literarias (todas, por cierto, gratuitas). En el recinto que hoy festejamos vi a todos o casi todos los escritores laguneros con producción desde 1985 a la fecha, y entre los foráneos a Fernando del Paso, Carlos Monsiváis, José Agustín, Luisa Valenzuela, Felipe Garrido, Luis Alberto de Cuenca, Juan Domingo Argüelles, Sabina Berman, Arturo Azuela, Emmanuel Carballo, Beatriz Espejo, Cristina Rivera Garza, Óscar de la Borbolla, Juan Gelman, Fernando Vallejo, Ignacio Padilla, Martín Solares, Jorge Valdés, Roberto Bardini, Fernanda Melchor y Marcial Fernández, entre muchos otros. Vi también, por supuesto, numerosas obras teatrales, como las encabezadas por Ignacio López Tarso, Germán Robles, Ofelia Guilmáin, Diego Luna y Ofelia Medina.

En algunos casos tengo incluso anécdotas. Por ejemplo, cuando vino Fernando del Paso, el narrador estaba en la cumbre de la fama pues no hacía mucho había publicado Noticias del imperio, su novela-monstruo. Muchos laguneros llenamos el espacio y al final, en la sesión de preguntas, un colega escritor, desesperado, casi a gritos imploró al maestro que ayudara a la literatura lagunera: “¡Ayúdenos, maestro Del Paso!”, le rogó. Recuerdo que escritor hizo notar que se sentía como candidato a gobernador en campaña. Otra anécdota se dio con Ofelia Medina. Yo era director de cultura en Torreón y el área presentaría en el TIM un monólogo de la actriz. En la mañana del ensayo vine a saludarla como una deferencia y en ese momento no sé qué pasó que se requería un técnico más en el área de iluminación o audio. Ofelia no lo dudó y me pidió que entrara a la sala de controles para que yo apoyara bajando y subiendo unas palanquitas. La última anécdota que contaré aquí es la que se dio con Diego Luna, quien venía a exponer también un monólogo. Uno de los coorganizadores del gobierno estatal me dijo que el actor necesitaba, como parte de su utilería para la escena, una máquina de escribir no descompuesta. Me preguntó que si yo tenía una, le respondí que sí, y prometió devolvérmela apenas terminara la representación. Vine a ver la obra, vi que Luna tecleaba en mi máquina con preocupante furia, y al final creo pasaron dos años para que el funcionario y yo nos coordináramos hasta ver de regreso la Olympia que todavía conservo, por suerte no descompuesta.

En suma, la relación que uno tiene con las cosas y con los espacios es lo que afianza el cariño, diría incluso que el amor. Me podrán decir que el Metropolitan de Nueva York o La Scala de Milán son más grandes, famosos y bonitos, pero más allá del respeto que uno puede tener por esos iconos de la cultura mundial, a mí me concierne y me emociona el Teatro Martínez. Junto a su fachada, sus muros interiores, sus butacas, su escenario, sus luces y sus murales he pasado muchas horas felices de mi vida y es aquí, en este recinto, donde mi emoción calza a la medida, donde me siento en casa, bienvenido siempre.

Aquí he visto y escuchado además a la Camerata de Coahuila, el Festival de la Canción de la Esperanza, la Banda Municipal, espectáculos de baile diversificado en ballet, tango, folclor y jazz; obras de teatro locales, el Festival internacional de piano, recitales de academias como los organizados por la maestra Mariana Chabukiani, conferencias, exposiciones, informes de gobierno y el Festival de la Palabra, entre muchísimas otras actividades. Además, cómo no voy a considerar que el teatro es mi casa si aquí, en este escenario, vi bailar ballet a mis hijas cuando tenían menos de diez años y tomaban clases en la Academia Nijinsky.

El Teatro Isauro Martínez es, en suma, un sitio que me atañe de manera honda y es parte esencial de mi laguneridad, y supongo que muchos podrán adherir al sentimiento que he compartido. Celebro por ello su nonagésimo quinto aniversario, y más celebro que haya sido rescatado de la barbarie y que actualmente goce de muy buena salud arquitectónica y administrativa, garantía de que este tesoro artístico, patrimonio de los laguneros, nos sobrevivirá, llegará fácil a su centenario y nunca más estará en riesgo de usos denigrantes o, lo que es mucho peor, de demolición.

Muchas gracias por escucharme y larga vida a este teatro que tanto nos enorgullece.

Nota. Texto leído el 5 de marzo de 2025 en la sala principal del Teatro Isauro Martínez. Compartí mesa con la doctora Laura Orellana Trinidad.

jueves, marzo 06, 2025

Veinte años os contemplan


 








Conocí a un amigo que repetía con frecuencia esta frase: “Tuvo salida de pura sangre y llegada de burro”. Se refería a los entusiasmos efímeros, aquellos que prometen tragarse el mundo en un taco y al final se desinflan sin dejar un solo rastro de su fe inicial. Esto me pasó como editor de columnistas y articulistas sobre todo cuando tuve bajo mi responsabilidad la coordinación de un suplemento cultural. No faltó en aquellos noventeros años que de la nada me pidiera cita cualquier conocido o desconocido. Su idea era “colaborar”, escribir sobre “algo”, un “algo” que podría ser cine, teatro, literatura, música, historia… Antes de agarrar malicia, yo me emocionaba con esas propuestas, pues si algo alegra a un editor es la disposición ajena para escribir y colaborar.

Lo que venía inmediatamente después no requería ninguna espera, pues el potencial columnista o articulista, tras recibir la aceptación de su propuesta, desenfundaba el primer texto: una maravillosa colaboración de cinco cuartillas para nutrir su flamante columna. Allí mismo se acordaban los plazos de cierre, la extensión de los textos y todo lo que fuera necesario. Para la siguiente quincena, ante la demora, como editor debía llamar al columnista con el fin de recordar la entrega de su colaboración. Por lo común, su respuesta era que la estaba terminando y que la haría llegar en unas horas. En efecto, el texto llegaba, pero misteriosamente ya no sumaba las tres cuartillas convenidas, sino una y media. Y en fin, así se publicaba.

El desenlace habitual se daba en la tercera o cuarta colaboración: el columnista ya no respondía a las llamadas o, cuando lo hacía, de su ancha manga sacaba argumentos ciertos o ficticios, daba igual: “Se murió mi abuelita y anduve en los trámites”, “Me salió un viaje urgente y no pude escribir”, “No encontré tema, te lo debo para la próxima”. Así fue como obtuve la noción de los ya mencionados "entusiasmos efímeros" de muchos columnistas en cierne, colegas que a las dos o tres entregas notaban que una colaboración semanal o quincenal parece nada, pero como el tiempo tiene siempre la mala costumbre de avanzar hacia adelante y hacer que las fechas lleguen, pronto caían en la cuenta de que escribir para mantener un espacio recurrente no era enchilar sopes. Inevitablemente, el género periodístico llamado columna supone al menos la sencilla exigencia de vislumbrar sin pausa temas en la mente y sentarse a escribir antes de los cierres de edición.

Toda esta explicación sirve de intro al recordatorio de que hoy, 6 de marzo de 2025, la columna Ruta Norte cumple veinte años de ininterrumpida existencia. Nació gracias a la invitación que me hizo Marcela Moreno, responsable editorial de Milenio Laguna, para colaborar como columnista del diario. Acordamos el nombre, la frecuencia y las características del espacio. Yo ya colaboraba mucho como articulista en el matutino, pero jamás había sido columnista. Acordamos que serían cerca de tres cuartillas publicadas de miércoles a domingo, cinco entregas a la semana. Durante varios años, creo que cinco o seis, cumplí sin falla con el propósito, pero obviamente fue agotador, desgastante. La búsqueda de ideas terminó por obligarme a tomar una decisión: cambiar las frecuencias. Propuse entonces dos colaboraciones a la semana, miércoles y sábados, y con esta regularidad ya tengo cerca de quince años.

Como se podrá advertir, no fue un entusiasmo efímero. Lo que ya sabía antes de asumir la columna era que un espacio de esta naturaleza no podía tener como sostén la inspiración (si es que tal cosa existe) o el mero entusiasmo, sino el oficio. Oficio para tener presente las fechas de cierre, oficio para aprovechar los tiempos muertos en la elección de un tema, oficio para sentarse a teclear en cualquier circunstancia, oficio para tratar siempre de urdir algo digno pese a la premura inevitable del periodismo, oficio para no fallar ni enfermo con la colaboración. El oficio, no el entusiasmo, es pues la base de sustentación de cualquier espacio fijo en un diario, y sólo el tiempo dirá si el trabajo ha rendido algún fruto meritorio o fue un esfuerzo digno de mejores causas.

A lo largo de los veinte años que hoy se cumplen, he publicado alrededor de tres mil textos. La mayoría trata sobre libros y asuntos literarios, medios de comunicación, rollos de la vida cotidiana y miscelánea histórica, política, cinematográfica y hasta deportiva. Muy al tanteo, calculo en doce mil las cuartillas producidas, la mayoría disponibles gratuitamente en este espacio digital, recipiente último de la columna. Sé bien que la cantidad no es sinónimo de calidad, pero también sé que todo trabajo de escritura extenso al menos tiene el mérito de las horas-nalga. En cuanto al blog, no lo he sobrepoblado de imágenes y menos de videos, esto para destacar que su interés es la palabra, la austera pero indispensable palabra. Más de un amigo me he dicho que le imprima movimiento, videos, audios (podcasts), incluso más fotos, pero les he respondido que como creo en las palabras, sé que las palabras se defienden con palabras. Ya otros millones de sitios ofrecen en la web abundante confeti audiovisual; yo aquí ni siquiera he cambiado la plantilla verdiblanca con la que nació esta modesta aventura.

Me despido con agradecimiento a quienes han leído alguna vez lo que comparto; les hago la promesa de seguir hasta que el cuerpo y la creatividad aguanten. También, convido el acta de nacimiento de Ruta Norte, el texto inaugural de este espacio, un texto inaugural con el que, pese a los veinte años transcurridos, coincido hasta esta fecha.

De qué escribir

¿De qué escribir cuando a uno lo invitan a escribir?, esta pregunta es la primera que debe plantearse quien asume la responsabilidad de alimentar una columna. Como así es, escribo en esta primera entrega de Ruta Norte que escribiré sobre libros y escritores, sobre medios de comunicación, sobre arte y política, sobre asuntos misceláneos con algún discreto tinte antropológico. No quiero, sin embargo, pecar de solemnidad, incurrir en un soliloquio bostezante, sino aprovechar el espacio que generosamente me convida La Opinión Milenio para campechanear ideas con el tono oscilatorio del —me atrevo a denominarlo así— “periodismo lúdico”, un periodismo que sin renunciar a su responsabilidad social y política, a su gesto militante, atreve en todo momento el chispazo desenfadado y festivo, satírico a veces, que le dé al lector la posibilidad de encontrar amable lo sacralizado y serio lo mordaz. Agradezco, pues, a La Opinión Milenio la oportunidad de colocarme en su importante alineación, el feliz chance de saltar a su cancha de papel.

Ruta Norte sirve ahora como título de una columna que me ronda desde hace años. Obviamente, como lo saben muy bien quienes viven en La Laguna, esas dos palabritas las plagié de la realidad, pues forman el nombre de una línea de camiones caracterizada por hacer sus recorridos por o hacia el norte de Torreón. Desde que recuerdo, decir, pensar, leer “ruta norte” era para mí como una afirmación de nuestra condición geográfica, de nuestra norteñidad, si se me permite el sufijo filosoficoide.

Por razones de identidad y de querencia al terruño local, aunque sin chovinismos que cierren las compuertas de mi afecto a lo foráneo, he insistido por todos los medios a mi alcance que los laguneros debemos enfatizar nuestro orgullo por lo propio. Como lo ha demostrado el doctor Corona Páez en sus ensayos históricos (y ya habrá tiempo para desmenuzarlos con calma), la noción de “lo lagunero” nos viene de muy lejos, desde tiempos de la conquista, y no precisamente desde que se cruzaron unas vías de tren muy cerca del cerro de las Noas.

De ahí pues Ruta Norte, una línea de camiones, un rumbo preciso, una posición en la geografía del país, un nombre hermoso para esta columna periodística que se lanza a recorrer las calles de La Laguna con el único fin de repensar, a botepronto, algunas ideas. Trataré de añadir, cuando sea posible, cualquier imagen que roce lo que aquí vaya expresando, como ocurre en el caso de estas palabras inaugurales, lujosamente aderezadas con una foto (“La nave de los Guerreros”) obtenida gracias a mi asombrosa Fuji digital.

Aquí quedo, y espero que Ruta Norte sea un espacio digno de quienes quieran invertir tres minutos de su tiempo en estas líneas. Si no es así, envíe cualquier reclamación a mi Departamento de quejas instalado en la terminal rutanortelaguna@yahoo.com.mx

miércoles, marzo 05, 2025

Dialogo en el TIM

 












Hoy miércoles 5 de marzo a las 19:00 horas, en la Sala principal del Teatro Isauro Martínez, se llevará a cabo una conversación sobre la historia de este recinto indispensable de Torreón a propósito de su aniversario número 95. El diálogo será entablado por la historiadora Laura Orellana Trinidad y el firmante de estos párrafos.

El Teatro Isauro Martínez suma esta actividad a los festejos por su nonagésimo quinto aniversario. Fue fundado en marzo de 1930, y desde entonces conserva su valor intrínseco como obra arquitectónica y como espacio ideal para la exposición de las artes y otras manifestaciones del espíritu humano. A lo largo de su existencia, el TIM ha sido escenario de obras de teatro, conciertos, espectáculos de danza, presentaciones de libros, conferencias, informes de gobierno y, desde hace algunas décadas, ofrece también la Galería de Arte Contemporáneo y promueve actividades de formación artística en diferentes disciplinas.

Este miércoles tendré entonces dos honores; por un lado, ser parte de los festejos por los 95 años de vida de un emblema torreonense y, por otro, compartir mesa con una persona a la que admiro, la doctora Laura Orellana. Tengo con la institución y la persona una relación entrañable. Sin programarlo, desde que comencé a trabajar en el contexto público de la literatura local, el TIM ha estado cerca de mis empeños, tanto que ya no recuerdo cuántas veces he podido ser público y participante de sus actividades; con Laura mantengo una amistad que en mi caso está mediada, como ya dije, por la admiración.

Laura Orellana Trinidad (Torreón, 1962) es socióloga, maestra y doctora en Historia por la Ibero Ciudad de México. De 1990 a 2022 colaboró en la Ibero Torreón como profesora, coordinadora de la Licenciatura en Comunicación, responsable del Archivo Histórico y directora general académica, entre otras funciones. En 1999 obtuvo el primer lugar en el certamen nacional de ensayo Susana San Juan. Es autora de Hermila Galindo, una mujer moderna (Conaculta) y Teatro Martínez, patrimonio de los mexicanos (Fineo), además de artículos académicos y de divulgación que han llegado a un público amplio. Actualmente asesora proyectos de investigación de forma independiente.

La entrada al diálogo es libre.

sábado, marzo 01, 2025

Un espaldarazo al caos

 













El galicismo boutade es definido por el diccionario académico como “Intervención pretendidamente ingeniosa, destinada por lo común a impresionar”; otro diccionario establece que es una “Afirmación chocante más o menos paradójica e ingeniosa”. Así pues, una boutade es lo que en términos coloquiales podemos denominar “ocurrencia” con el sentido de frase ingeniosa. Un ejemplo podría ser éste: “Las personas muy ordenadas en realidad son flojas para buscar”. Hay ingenio aquí, claro, aunque sólo sirva para respingar cuando nos regañan por desordenados, por caóticos.

La antinomia orden-desorden está presente en todos lados, tanto en las creaciones de la naturaleza como en las del ser humano. Para mí es obviamente más visible en el plano del homo sapiens: nuestras obras creativas, las obras que conforman nuestra civilización, tienden al orden pero en el fondo han sido gobernadas por el caos. Se da pues en ellas una oscilación que podemos reducir a la fórmula sarmentina “civilización y barbarie”, donde la primera busca el orden, la sujeción, la previsibilidad, mientras la segunda tiende a lo contrario.

El libro La obsesiva realidad del caos (Ayuntamiento de Torreón, 2024, Torreón, 87 pp.), de Raúl Blackaller Velázquez (Torreón, Coahuila, 1977) reflexiona sobre el caos y su envés durante ocho ensayos hermanados por el tema, el tono y la extensión. Si alguien se asoma al índice sentirá que son diez las piezas que lo configuran, pero en realidad noto que el primero y el último tienen espíritu de prólogo y epílogo, respectivamente, aunque no estén encabezados por estos rótulos.

Es, si no me equivoco, el primer libro de este autor lagunero, de ahí que sea pertinente compartir su semblanza. Blackaller es licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Coahuila y maestro en Educación por la Universidad Iberoamericana. Tiene más de 25 años de experiencia docente, en la que ha impartido clases de literatura, historia, ciencias sociales y filosofía. A lo largo de su trayectoria ha compartido artículos y ensayos en diversos medios, como la plataforma digital Substack, donde explora temas educativos, estrategias de aula y experiencia como docente.

De entrada debo consignar que La obsesiva realidad del caos es un libro multidisciplinario, convocante de saberes misceláneos relacionados con la ciencia, la lingüística, la educación, la filosofía, la sociología, la antropología, la tecnología, la economía, la política y aún de otros menos rigurosos y más bien creativos como el cine, el periodismo y en general los divulgados por los medios de comunicación. Una de sus virtudes radica en que, ceñido a la mejor tradición del ensayo, esencialmente antidogmática, no se plantea como respuesta, sino como dinamo de peguntas e inquietudes, como sacudimiento de nuestra adormilada y acomodaticia percepción de la realidad frente a un caos que debería infundirnos una permanente curiosidad por ver lo que hay del otro lado de las costumbres, los hábitos, las inercias y, en suma, la educación que recibimos para encincharnos en sistemas que nos malacostumbran a la pereza analítica que es el otro nombre de la alienación y el sometimiento. Por esto, debo decir que La obsesiva realidad del caos es un libro exigente y muy difícil de compendiar por su rica enciclopedia. Con un repaso a los ocho ensayos intentaré espigar, necesariamente a vista de pájaro, su contenido.

“La anémona y el niño” plantea la diversidad caótica de la naturaleza en contraste con la tendencia humana a ceñirnos a la clasificación y al orden. Frente al imperativo dieciochesco y decimonónico de poner ataduras a la realidad, propósito caro sobre todo al positivismo y su devoción por el orden y el progreso, la realidad se fuga y se torna tan caprichosa como un ornitorrinco, animal que escapa a las clasificaciones, a la categoría de lo previsible. Otro buen ejemplo de afán ordenador es el de la frenología que con Gall y Lombroso quiso establecer la conducta delincuente a partir del tamaño y la forma de la cabeza y otros rasgos físicos. Habita también en este ensayo una crítica de la estadística y la clasificación como métodos de ordenamiento, las que en efecto suelen fallar porque siempre habrá excepciones que escapan a la sujeción (en el caso de la clasificación recordé el del ajedrez, los toros y el billar, actividades que en los programas de la vieja televisión incluían, estoy seguro que con dudas, en el rubro “deportes”). Este primer ensayo marca una pauta central del libro: el caos convive con nosotros y debe estimularnos a pensar, no a forzar a rajatabla iniciativas de ordenamiento y clasificación.

En “La magia del Pi”, el autor escudriña de nuevo las posibilidades del caos como dinamo de la creatividad. El ejemplo del juguete Lego es puntual, e igual sus planteos sobre el símbolo como representación de la coherencia que buscamos al desorden. Sobre el famoso juego, comparte que cuando era niño las piezas abrían la posibilidad de armar cosas distintas, pues “el caos te permite la creatividad y la emoción. Hoy, armas el Batman, el coche, la tienda de helados, lo pones en tu librero y se acabó. El mundo ha terminado siendo así, determinado, concreto, simple, demasiado simple”.

El ensayo titulado “El universo cinematográfico o la otra realidad” nos plantea que la complejidad de lo real es sometida a simplificaciones que hacen sumariamente entendible y acaso soportable el caos. El planteo de que el entendimiento actual de la realidad, incluso el científico, puede ser una mera conjetura aspira a decirnos que todo está en permanente cambio, que lo que hoy tenemos subrayado como certeza mañana puede ser superado tal y como pasa con nuestra consideración del saber primitivo. ¿En el futuro seremos vistos como nosotros vemos hoy a los prehomínidos? En suma, no debemos tener miedo a la complejidad (al caos) en contraposición a la idea de vivir encapsulados en realidades minúsculas que nos tranquilizan, es verdad, pero que asimismo no son la realidad o en todo caso son la realidad petrificada del orden.

Blackaller critica el facilismo de las pseudociencias en “Los determinismos dan miedo”, estancia en la que reflexiona sobre la tendencia a establecer conclusiones sobre el comportamiento humano asimilándolo al de la máquina: si A resultó B en diez personas, quiere decir que A siempre resultará B. Todo es, dice el autor, complejo, dinámico, y no debemos encuadrarlo en tablas o incisos estancos, por lo que observa: “Entonces, ¿estamos determinados o no? Como siempre defenderé: sí y no. Definitivamente estamos determinados por el sistema, el lenguaje. Pero hay mucho espacio para el indeterminismo en nuestro contexto, incluso en nuestro cuerpo y en el Universo”.

“Odio el color rojo de Mazda” plantea algunas preguntas y posibles respuestas sobre la obsesión, que en general tiene mala prensa y sólo asociamos con terquedades destructivas. El autor no concluye que esto sea positivo o negativo, sino, como en sus otros ensayos, nos mueve a reflexionar que una obsesión puede tener caras tan diversas como descuartizar a un ser humano, pintar un gran cuadro o tener un amor irreductible por la matemática.

Un acercamiento al maniqueísmo es observado en “Destruyendo Mazdas rojos”. Apela aquí, como disparador, al caso de la película El rey león y su esquematización —reiterada en miles de películas— de los buenos contra los malos. De nuevo, las preguntas son acaso más importantes que las respuestas: ¿quiénes son los buenos y quiénes son los malos y por qué los buenos son buenos y los malos, malos, se pregunta, nos pregunta. Entre otros ejemplos, para desarrollar su sobrevuelo recuerda el caso de Najib Bukele y su tabula rasa, un caso bienvenido en el mundo de los simplificadores de la mano dura que aplauden la aniquilación de un plumazo contra todo aquel que, si parece malo, seguramente lo es y por ello hay que eliminarlo.

Uno de los ensayos más breves, aunque no menos interesantes, es “Contemplación de la impureza”, donde Blackaller observa el proceso mediante el cual acopiamos conocimiento. Todo comunica, en todo está escondida la complejidad, no hay nada simple. Nos invita pues a pensar en lo que nos rodea siempre con preguntas en ristre, para aprender y para asombrarnos, como lo supuso Neruda en las “odas elementales” que nos convidan a sopesar lo asombrosas que son todas las minucias de la vida cotidiana, incluidas las ingratas. “Un instante cualquiera es más diverso y profundo que el mar”, dijo Borges, y advertimos que esto es cierto cuando reparamos en lo más simple; una taza de café, por ejemplo, supone agricultura, física, antropología, química, economía…

Basado en su trabajo como profesor, el ensayista encara el tema de la confianza, el miedo y la forja de comunidad. En “Al maestro con confianza” explica que la base para que los lazos comunitarios se refuercen no radica en la propagación del miedo, sino en enfatizar la confianza que permita establecer relaciones sanas y constructivas.

El último ensayo es una especie de epílogo sin este nombre; su título es “Destruyamos todo”, y es un llamamiento hiperbólico cuya traducción menos alarmante sería “Cuestionemos todo” y no nos resignemos a fórmulas ni científicas, ni seudocientíficas ni mágicas. Pensemos, dudemos, cuestionemos una realidad que siempre se ofrece como mesa de bufet para nuestro apetito. El caos, pese a que de entrada insinúa una noción terrible, puede ser más bien una invitación permanente al asombro de la imaginación y la busca de sentido.

Una idea global de La obsesiva realidad del caos, harto simplista pero creo que eficaz si nos atenemos a los alcances de esta reseña, puede articularse en el párrafo que comenta el ya mencionado juego de los legos, que por cierto tuve la suerte de practicar con mis hijas. A propósito de lo expuesto por Blackaller, allí no queda duda de que el caos de las piezas incita nuestro ingenio, las infinitas posibilidades de la creatividad humana frente al mecanicismo de los sistemas atornillados a un solo orden.

En suma, vuelvo en el cierre de mi recorrido a la boutade con la que arranqué estos párrafos: el orden ilusorio en el que vivimos es sólo una coartada de nuestra resignación y nuestra flojera para pensar. Destruyamos, cuestionemos todo y que el caos sea un permanente e imaginativo motor de la creatividad.

Nota. Texto leído el 26 de febrero de 2025 en la presentación del libro La obsesiva realidad del caos celebrada en la Casa Mudéjar de Torreón. Participamos Mariana Ramírez, el autor y yo, y fue organizada por Nadia Contreras, coordinadora del área de Literatura del Instituto de Cultura y Educación de Torreón (IMCE).

miércoles, febrero 26, 2025

Cocción lenta

 










Hace muchos años que no ejerzo de padre y es un hecho que ya nunca más lo haré. Digo ejercer en el más alto de sus sentidos, no nada más como engendrador y luego proveedor. No seré más el titubeante guía y orientador que fui de tres niñas a las que, como pude, traté de educar y, para lograrlo, rodeé de aquello que creí mejor para sus formaciones.

Al respecto es, creo, poco lo que uno puede hacer, aunque ciertamente fundamental. Es poco porque —más en estos tiempos digitales, contra los que competí— los estímulos educativos más numerosos provienen de los medios, no tanto de los padres. Sin embargo, digo, levanté la guardia y traté de no permitir que toda la información que recibían les llegara de la tele o, pero todavía, de internet. No idealizo el peso de lo que yo infundí, pues siempre supe que las palabras y “el ejemplo” podían ser una poquedad comparados con el aluvión diario de datos obtenidos en el mar electrónico.

En “Una Sudáfrica para los niños”, ensayo integrado al libro Los once de la tribu, Juan Villoro comenta el caso de una institución gringa que invitaba a crear materiales para sus colecciones infantiles. Los requisitos eran tan definidos que terminaban por desalentar cualquier participación. “Entre los treinta y cuatro temas que la Corporación prohíbe en los cuentos infantiles hay algunos que enternecen por inverosími­les. Por ejemplo, se considera nocivo escribir de ‘niños que enfren­ten situaciones serias’”. Las prohibiciones son delirantes, y en efecto acaban por inhibir toda escritura para la infancia.

En Simpatías y diferencias, Alfonso Reyes incluye un apunte titulado “El ‘cine’ para niños”. Fue de los textos que escribió en su radicación madrileña de los años veinte. Comentaba, con razón, que “Las sesiones ordinarias de cine no convienen en manera alguna a los niños: las groseras emociones del drama cinematográfico, cuya brusquedad puede aprovechar o ser indiferente a los adultos, destrozan la psicología infantil”, de ahí que celebre en esos mismos párrafos la posibilidad de las matinés, que comenzaban a cobrar fuerza.

Así sea con excesivos malabares, hoy se puede limitar el acceso a cierta información peligrosa para los hijos pequeños, pero es un hecho que en algún momento podrán pasar aduanas sin la vigilancia paterna. El asunto es complejo, y lamentablemente creo que no pasa por las prohibiciones y los castigos que a la postre resultan, ahora, inútiles, sino en enfatizar la cocción a fuego lento de valores como el respeto, la tolerancia y la solidaridad, aunque tampoco esto va a garantizar nada. Hoy como nunca, con los medios de este tiempo, la moral de la persona en la vida adulta es de planeación imposible en la niñez, una niñez tan imprevisible que cualquier apuesta tiene muchas, muchísimas posibilidades de no atinar un solo pronóstico.

sábado, febrero 22, 2025

Libertad condicional

 













Debemos la alegoría de lo “líquido” al polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), quien la usó en numerosas obras para explicar diferentes realidades del mundo contemporáneo caracterizado, en sustancia, por la inestabilidad, la incertidumbre, la laxitud y, en general, la sensación de fluidez que se deja sentir en la subjetividad de las personas en contraste con la “solidez” de otros tiempos en los que una idea política o religiosa firmes nos procuraban la certeza de que pisábamos en terreno duro. Para explicarlo con un ejemplo simple, esta es la razón por la que muchos adultos tienen una mirada rígida (digamos monogámica) sobre la sexualidad, mientras los jóvenes admiten posibilidades y combinaciones fluidas y por ello inestables. Lo mismo se podría decir de la política: mientras los adultos se ciñen a una ideología que da seguridad a sus convicciones, los jóvenes pueden pasar sin conflicto de una adscripción a otra o directamente no abrazar ninguna, mantenerse al margen de toda elección.

   

Uno de los libros de Bauman que en su título incluyen el adjetivo es Vigilancia líquida (Paidós, 2013, Buenos Aires, 176 pp.). No es un ensayo tal cual, sino un diálogo entre el polaco y David Lyon, su entrevistador. El tema es, obvio, la vigilancia en el mundo actual, su manera de operar y de gravitar en nuestras vidas. Dividido en siete capítulos, el libro es entonces un ping-pong entre quien pregunta y quien responde, esto en el formato de entrevista clásica. Las ideas de Bauman avanzan muy bien aguijadas por Lyon y dibujan un cuadro general de la actualidad en materia de vigilancia y control social.


El filósofo pasa relativamente rápido por los métodos antiguos de vigilancia y castigo. Apela al ejemplo del panóptico como modelo de control. Antes de la era digital en la que ahora estamos, el poder ponía énfasis en la mirada directa del enjambre social, lo observaba y lo reprimía en caso de transgresiones o desacatos. Lo que garantizaba el control era pues una vigilancia amenazante. Por supuesto, Bauman cita a Bentham y Foucault: “Otra metáfora más antigua procede de Jeremy Bentham, el reformador utilitarista de las prisiones, que inventó una palabra construida a partir del griego para formar ‘panóptico’, la cual designa ‘un lugar desde el que se ve todo’. Pero esto no fue una ficción. Era un plan, un diagrama, un diseño arquitectónico. Y aún más que eso. Se planteaba como una ‘arquitectura moral’, una fórmula para remodelar el mundo”.


Más adelante, señala: “Foucault utiliza el diseño panóptico como una ‘archimetáfora del poder moderno’. Los presos en una estructura panóptica ‘no pueden moverse porque todos están bajo vigilancia; se tienen que mantener en los sitios que les han asignado porque no saben, y no tienen manera de saber, dónde se encuentran los vigilantes, que se mueven libremente’”. Es decir, el poder predigital aspiraba a que la vigilancia fuera, como la prisión de Bentham, panóptica, y para ello articuló el entramado de medios de contención o represivos adecuados, como leyes, policía, sistemas judiciales y penitenciarios, todo aquello que pudiera producir “trabajadores obedientes” e inhibir refractarios.


Con el advenimiento de las herramientas digitales se dio un paso adelante en la sofisticación de la vigilancia. Es un paso asombroso, en verdad, pues supone el tránsito de la vigilancia como sinónimo de incomodidad a la vigilancia como sinónimo de autosatisfacción, pues “La vigilancia se ha difuminado especialmente en la esfera del consumo”. En otras palabras, gracias a los atractivos del consumo en todas sus manifestaciones, gracias al deseo y placer que genera, accedemos sin cortapisas a la voluntaria exhibición de nuestras vidas y al consumo, lo que supone una acumulación infinita, para otros, de datos que neutralizan toda posibilidad de anonimato y, de refilón, viabilizan el suministro infinito de información valiosa para el control. “En el marketing a partir de bases de datos, el objetivo es hacer creer a los clientes potenciales que son importantes cuando lo importante es clasificarlos y, por supuesto, sacarles más dinero en las futuras compras (…) Tal como yo lo veo, el modelo panóptico está vivo y goza de buena salud, y de hecho está dotado de una musculatura mejorada electrónicamente, como la de un ciborg, lo cual lo hace tan fuerte que ni Bentham, ni siquiera Foucault, hubieran sido capaces de imaginarlo”.


He aquí una de las derivaciones más interesantes (vale decir alarmantes y paradójicas de la vigilancia y el control actuales): que es voluntaria y hedonista. Un poco de pasada, Bauman menciona a Étienne de la Boétie, aquel ensayista francés (si es que fue él) que escribió sobre la “servidumbre voluntaria”: “Quienquiera que sea el autor (…) presagió la estratagema que se llevó a cabo varios siglos más tarde, hasta alcanzar casi la perfección en la moderna sociedad líquida de los consumidores”. La “perfección” a la que se refiere es exactamente la alcanzada por la actual “servidumbre voluntaria”: “los subordinados están tan acostumbrados a su nuevo papel de autocontroladores que hacen inútiles las torres de control del esquema de Bentham y Foucault”.


Hay en suma tal grado de perfección en el control social (y neutralización de todo asomo de rebeldía) que torna irresistible lo que antes amenazaba sí o sí con vulnerar nuestra privacidad: “En el modelo panóptico no había zanahoria, sólo palo. Una vigilancia panóptica asume que el camino de la sumisión del recluso pasa por la eliminación de la elección. Nuestra actual vigilancia por parte del mercado asume que la manipulación del gusto (a través de la seducción, y no la coerción) es la vía más segura para llevar a los individuos a la demanda”, es decir, “hacer que la sumisión pueda ser vivida como un progreso de la libertad y una prueba de la autonomía del que decide”.


Vigilancia líquida es un libro denso, imposible de resumir en este modesto apunte. Atrevo sin embargo que su idea eje, su metáfora global, es que la humanidad está hoy casi inhabilitada para intentar cualquier proyecto de emancipación ya no de poderes políticos opresivos, vigilantes y punitivos, sino de un mercado que nos ha infundido la opción de elegirlo —mediante la seducción y el ansia de consumir con total libertad— sólo a él.

miércoles, febrero 19, 2025

De portadas

 












Todavía hoy, la palabra “portada” conserva en su segunda acepción un sentido casi muerto: “Primera plana de los libros impresos, en que figuran el título del libro, el nombre del autor y el lugar y año de la impresión”. Es hasta la cuarta acepción donde define lo que se entiende ahora de manera casi absoluta: “Cubierta delantera de un libro o de cualquier otra publicación o escrito”.

El primer significado se debe a que durante muchas décadas que incluso suman siglos, los libros no tenían portada en el sentido que damos actualmente a esta palabra. En la época del libro escrito y copiado a mano, las cubiertas solían carecer de datos, y no era sino hasta la primera o primeras páginas donde comenzó a asentarse la información general del libro. Tras la invención de la imprenta, este uso continuó de manera casi idéntica: el encuadernado exterior no identificaba al libro, así que los primeros datos básicos aparecían apenas se le abría.

Fue hasta el siglo XIX cuando los libros comenzaron a tener rasgos de identificación en su exterior, portadas tal y como las entiende el lector de hoy, aunque muchas, quizá la mayoría, eran sólo tipográficas, sin imágenes.

El siglo XX vio el estallido gradual de la imagen en todos los espacios impresos y con ello la llegada de portadas con diseños no sólo tipográficos, sino plenamente icónicos: los grabados, dibujos y fotografías se convirtieron en un rasgo ya no meramente accesorio del libro, sino en su “cara”, la mejor forma de individualizarlo.

Como la palabra lo insinúa, “portada” viene de “puerta”, y no es exagerado decir que por allí entra el primer flechazo que propina el libro a su potencial lector. En mi trato con ellos, siempre reparo en sus detalles, procuro identificar su estilo, y no me queda duda de que hoy las editoriales tienen equipos de diseño extraordinarios, expertos en la composición y el manejo del color y otros rasgos, como los troqueles y los suajes al estilo de los que usa en México la editorial Almadía. Sin embargo, soy un adicto demodé a las portadas tipográficas, sobre todo a las de los años cuarenta y cincuenta. Me coloco pues en medio de las dos definiciones de la RAE que cité en el primer párrafo, aunque sin dejar de admirar el trabajo impresionante en portadas como las de Alianza Editorial, por citar sólo un caso de evidente perfección y equilibrio entre lo icónico y lo tipográfico.