Además
de la mexicana, la chilena y la española, la política que más me atrae es la
argentina. Este es, en realidad, un desprendimiento, una ramificación: me
interesan esas políticas nacionales porque me interesan sus literaturas. En otras
palabras, gracias a que sobre todo leo autores de aquellas latitudes, no ha
sido difícil, sino lógico, que mi curiosidad haya avanzado hacia otros rubros
de sus respectivas realidades. Así, de la Argentina me gusta su poderosa
literatura, y merced a este gusto pasé a disfrutar su música, su historia, su
política y hasta su futbol. Y es, mutatis
mutandis, el mismo caso de los otros países mencionados: la literatura ha
sido trampolín para acceder a todo lo demás.
El
caso argentino me ha interesado particularmente por su condición de
laboratorio. Los últimos setenta años, desde que pidieron su primer préstamo al
FMI, en la Argentina han estado en pugna dos modelos, dicho esto de manera muy
esquemática: uno de corte keynesiano con el que se asocia al peronismo, y otro
liberal-neoliberal, encabezado por la oligarquía nativa. Es, dicho con sus
respectivos apodos, el enfrentamiento entre los “cabecitas negras” y los “gorilas”, un pique histórico tan grande, una “grieta” tan honda que no puede dar lugar
a ninguna forma de conciliación, por mínima que parezca. Al contrario, no pocas
veces se ha manifestado mediante un odio que la derecha, el gorilaje, no ha
dudado en practicar por medio de bombarderos a la población civil,
prohibiciones del peronismo por decreto, regímenes de facto, desapariciones, vuelos de la muerte, apropiación de
bebés, endeudamiento recurrente, bicicletas financieras y todo lo que pueda concernir al progreso de unos pocos y el rezago de la mayoría. Es en esta última tradición,
por llamarle de algún modo, en la que encaja el gobierno de Javier Gerardo
Milei (Buenos Aires, 1970).
Supe
del actual presidente argentino hace aproximadamente diez años, quizá poco
menos, cuando lo vi por primera vez en los espacios televisivos que luego se
convertirían en su plataforma principal. Lo más llamativo a primera vista fue,
sin duda, el corte de pelo, un look
de borracho demañanado que pasó a ser el sello de su imagen. Luego me llamaron
la atención sus rasgos, esos ojillos azules y achinados que de inmediato me
recordaron a Butt-Head, el personaje de MTV (el periodista Ricardo Ragendorfer
ha encontrado que el rostro más parecido al de Milei es el del cómico inglés
Benny Hill, y es verdad). Si destaco sus rasgos es por una razón: este peculiar
personaje, sin duda poco agraciado y además estrafalario, ha hablado en más de
una ocasión de la “superioridad estética” que tienen los humanos de derecha,
una de las innumerables estupideces de su discurso.
Ahora
bien, más allá de la facha de este facho, lo importante radicaba en su manera
de hablar: seguro de sí mismo, taxativo, sabihondo de todos los saberes, siempre maniqueo, con una mezcla
ambigua de histrionismo y genuina convicción, asistía a todos los programas de
tipo panel que aparecían en su camino rumbo al estrellato. Los programas de
altercado (que no de debate) político son muy populares en la Argentina, y en
ellos el sujeto de pelo alborotado se destacó como nadie, tanto que los
productores comenzaron a notar alzas del rating
cada vez que lo invitaban. Allí, lo mejor para el éxito de las emisiones era
que Milei se enojara, pues en sus estados de ofuscación tocaba todas las modulaciones
de la furia y llenaba de insultos a sus oponentes, fuera quien fuera. Para
cualquier economista serio, e incluso para cualquier persona sensata, era
evidente que sus afirmaciones eran un evangelio del “anarcocapitalismo” (no les
llamaré “libertarios”, palabra que robaron a los anarquistas del siglo XIX), lleno de lugares comunes y brutalidades misceláneas. Pero este Quijote al revés
no sólo se proponía desfacer las bases económicas del Estado, sino todo lo que
supusiera idea progre. Era su
“batalla cultural”. Así, antes de ser presidente ya había engarzado incontables
perlas en su rosario de paparruchas: abolir los impuestos (el principal robo
del Estado), permitir la venta de órganos humanos, fomentar el libre uso de
armas, echar por tierra cualquier subsidio, acabar con la obra pública, respetar
a la mafia y no al Estado, impulsar el sálvese quien pueda de la meritocracia,
entre otras lindezas.
Hablé
al principio de la “grieta” insalvable y en las elecciones federales de 2023 se
hizo nuevamente clara: por un lado, el peronismo que sucedió al espantoso y
endeudador gobierno de Macri no pudo domesticar la inflación, y, por el otro,
Milei había conseguido, con tanta notoriedad televisiva, una diputación. Al
proponerse como candidato presidencial, su eje discursivo fue la lucha contra
“la casta”, es decir, contra todos los políticos y adláteres que se habían
convertido en saqueadores de la cosa pública en perjuicio de la ciudadanía y la
libertad. El discurso pegó, muchos argentinos enfadados lo vieron como mesías,
sobre todo los jóvenes y quienes ya de por sí adherían al llamado “gorilaje”,
la “gente de bien” que odia irreductiblemente al peronismo.
Desde
lejos, para mí, es curioso que se haya etiquetado al gobierno de Alberto
Fernández (2019-2023) como pésimo, sin considerar que atravesó la pandemia y
algo, sí, peor: la deuda de Macri, detalle en el que creo se pone poco énfasis.
Macri, según personajes autorizados como Nicolás Dujovne y el mismo Milei,
había recibido el bastón de mando sin deuda. Él la contrajo, lo cual impidió su
reelección. Luego Alberto Fernández hizo lo que pudo con tibieza y así le fue,
desarrolló un programa económico mediocre aunque sus números finales no fueron,
ni de lejos, la catástrofe actual. En ese momento apareció Milei con la pócima
salvadora, hizo campaña con la espada fuera de la funda y convenció a los irritados
y a los indecisos. Entre otras promesas que desde acá, desde el río Bravo, se
veían disparatadas, pero allá persuadieron, estaban acabar con “la casta”,
demoler el banco central, dolarizar la economía, achicar todo el gasto del
Estado, eliminar trabajadores, no hacer negocios con China y otros países “comunistas”,
equilibrar el déficit fiscal, no contraer más deuda y, en suma, sentar las
bases para que la Argentina fuera una potencia en pocas décadas. Confirmó todo
esto en los debates electorales que tuvo contra Sergio Massa, el candidato del
peronismo. En ellos, a leguas se vio que en todos los órdenes, incluido el
estético, Massa lo superó, pero la suerte ya estaba echada: Milei había
adquirido una ventaja mínima que terminó por definir la elección a su favor.
Pese
a su simplismo cavernícola, a sus berrinches infantiloides, a su fijación anal
y a sus muletillas “o sea” y “digamos”, el “león” llegó a la Casa Rosada para
beneplácito de la ultraderecha no sólo argentina, sino mundial. Al
armar su gabinete, destacaron tres nombres: la ministra de Seguridad, Patricia
Bullrich; el de Economía, Luis Caputo; y Federico Sturzenegger, ministro de “desregulación
y transformación del Estado”, funcionario al que le cupo en suerte la divertida
encomienda de desguazar todo, es decir, operar la “motosierra”. Los
tres eran insignes personeros de “la casta”, tipos que ya habían sabido
disfrutar la miel que escurre del erario público: “Toto” Caputo, el fugador en
jefe de los dólares que le dieron a Macri, un “mesadinerista” puro a decir de
Carlos Maslatón, repetía en un gabinete, el de Milei, luego de que el mismo Milei
había expresado mierda y media sobre su accionar durante el macrismo. Patricia
Bullrich, una señora primaria, loca, dipsómana, traicionera y violenta, quien
fue también candidata balbuceante a la presidencia y dijo pestes de Milei, sacó
de premio el Ministerio de Seguridad y lo primero que hizo fue un protocolo
“antipiquetes”, léase un reglamento para prohibir la protesta pública, un aviso
evidente de que eso esperaban tras hacer papilla la economía y cagar la vida a
millones de argentinos. El otro sujeto, Sturzenegger, habilitó a su modo
salvaje la motosierra en todas las áreas del gobierno, y recién apareció uno de
los más ilustrativos ejemplos de su metodología: recortar a ojos cerrados las
pensiones por discapacidad, una crueldad que deja a Jack el Destripador en
calidad de misionero franciscano. El mismo Milei, en una de sus mil confesiones,
con la voz ronca que le sale cuando enuncia algo con la convicción de un
fanático, declaró “sí, soy cruel”, y su sicario de los recortes no lo ha hecho
quedar mal.
¿Cómo
llegó el orate Milei a la presidencia de un país tan rico en lo económico y en lo
cultural? Me he planteado esta pregunta porque sé que su posible respuesta responde
también, con las variaciones de cada caso, a la presencia de Trump en la Casa
Blanca o hace no tanto a la de Jair Bolsonaro en el Palacio de Planalto, Brasil.
Es evidente que estos son picos salientes del tipo de gobernantes que desea el
postcapitalismo: a la humanidad le sobran muchas personas y hay que cerrarles
la puerta para que queden eliminadas antes de que sean un problema más grande.
Argentina es un laboratorio periférico de este experimento exterminador, y
Milei su brazo armado con motosierra. He tratado en el camino de estos años de
acopiar toda la información pertinente para examinar el fenómeno mundial del
salto al descaro discursivo y operativo de la derecha mundial: Maquiavelo, Francisco de Vitoria,
Hobbes, Marx, Sartre, Debord, Chomsky, Faucault, Lipovetsky, Franco Berardi, Diego
Fusaro, Boaventura Dos Santos, Jason Stanley, Paula Sibilia, Mark Fisher, Zygmunt
Bauman, Jessé Souza, Jorge Alemán, Kohei Saito, Byung Chul Han, Jonathan Crary,
entre otros, y sé que para entender particularmente y de un vistazo el fenómeno Milei en
su espantosa complejidad, en su nefasto modelo para armar, es necesario embonar
nociones de filósofos, sociólogos, economistas y hasta lingüistas, y no falta,
por supuesto, que a energúmenos de esta índole se les entienda como resultado de una tendencia más general: si han llegado al poder, es porque algo en la sociedad está
podrido, casi al borde de la distopía. Puede uno, pues, leer mucho y apenas comprender
un poco, por eso sintetizo que, de las aportaciones más atendibles para orientar un buen análisis
sobre Milei, un libro muy ilustrativo es La
nueva derecha, de la politóloga austriaca Natascha Strobl. De hecho, ese
libro le calza como guante al pequeño déspota rioplatense y su gobierno. Basta
leer a Strobl para comprender, grosso
modo, el engranaje y la manera actual de gobernar en la Argentina.
Dije
hace algunos renglones que lo primero fue lo primero: asentar una normativa
flamante para la represión de la protesta. Durante dos años, los diez
mandamientos del autoritarismo de la señora Bullrich han sido echados a andar contra peligrosos opositores, gente que con sus quejas pone en peligro
la estabilidad de la nación: jubilados, discapacitados y periodistas. Entre lo
que estorba al esquema mileísta está la crítica del periodismo, de allí que más
de una vez el propio Milei haya afirmado: “No odiamos lo suficiente a los periodistas”.
Pero no a todos. Hay algunos, los que no preguntan ni critican, los periodistas
buenos, que no merecen la sobredosis de odio sugerida por el presidente. Los
periodistas buenos son bienvenidos y usados como entrevistadores de cabecera y
arma arrojadiza contra todos aquellos que le muevan un pelo, valga la
expresión, al presidente. Entre otros, los periodistas adictos al poder —una
manera distinta de decir adictos al
dinero— están varios decididos a ocupar el trono dejado por Jorge Lanata:
Eduardo Feinmann, Luis Majul, Jony Viale, Cristina Pérez, Esteban Trebucq, Débora
Plager, Antonio Laje y el más aplicado, un gesticulador llamado Alejandro
Fantino. Y ya que menciono a los obsecuentes, en el otro lado de la calle están
Alejandro Bercovich, Pablo Duggan, Gustavo Silvestre, Daniela Ballester, Roberto
Navarro, Nancy Pazos, Ari Lijalad, Nicolás Lantos, Víctor Hugo Morales, Lourdes
Zuazo, Eduardo Aliverti, Gustavo Campana y Horacio Verbitsky.
Al
avanzar el gobierno de Milei fue evidente que el rumbo económico era una
réplica del Titanic: al timón iba Luis Caputo. Gracias supuestamente a los
recortes controlaron el déficit, aplacaron el precio del dólar y disminuyeron
la inflación, pero todo era una burbuja de jabón. Los préstamos del FMI para nadar hasta las elecciones,
tomados sin compartir al congreso las cláusulas del contrato, sirvieron para
que el fugador serial Caputo hiciera otra vez de las suyas: la bicicleta
financiera esfumó el nuevo empréstito sin aplicar un solo dólar a vialidades,
escuelas, hospitales, centros culturales ni nada. Ni una sola obra pública ha
inaugurado Milei, todo se ha destinado al negocio financiero de unos cuantos.
Ese era el plan desde el principio, un plan de saqueo que además de
industricida ha arrasado el empleo, los salarios y el consumo, daños encubiertos por el periodismo amigo y un aparato de redes sociales cuyos integrantes más
visibles son otro Caputo (Santiago) y un tal Gordo Dan (Daniel Parisini),
inventor del ridículo nombre “Las fuerzas del cielo” e innumerables tuits tan
bravucones como idiotas.
Desde
diciembre de 2023, cuando asumió, Milei no ha dejado de escupir disparates,
insultos y mentiras, muchos con metáforas anales que se han convertido en tema
de estudio para la psicología avanzada. No se cortó el brazo por la suba de
impuestos, no quemó el banco central, no dolarizó, no dejó de endeudar al país,
no mejoró la vida de los argentinos y no bajó realmente la inflación, sino el
consumo. Tras año y medio de gobierno, el único capital que le quedaba era simbólico:
se afirmaba que Milei era honrado, a diferencia de todos los políticos, seres intrínsecamente
corruptos. Como ya sabemos, fue una falacia más: Milei no es corrupto, sino
corruptísimo. Esto resultó evidente el tierno 14 de febrero de 2025, cuando la
estafa Libra lo agarró con los dedos en la puerta. En uno de los episodios más bochornosos
en la historia de la televisión latinoamericana, el célebre Peluca sostuvo una
entrevista con el tapete Jonny Viale, quien hizo su mejor esfuerzo para exculparlo de la tropelía.
Fue el famoso diálogo en el que Viale aceptó que Santiago Caputo, el mago del
Kremlin sudamericano, le peinara las preguntas mientras grababan la pantomima.
La
estafa Libra sigue en proceso judicial, y se espera que EUA y otros países,
como España, donde hubo muchos trasquilados, puedan vestir con traje de cebra a
más de uno. Pero por su distancia de la vida cotidiana, la burla de la criptomoneda
Libra pudo ser sorteada a los tumbos ante la opinión pública argentina, y a
estas alturas, dada la mierda que ha brotado en los días recientes y sobre todo
debido a que el dólar ya no da para más y está a punto de devaluación, los días
tranquilos de Milei se han acabado.
La
mierda a la que recién me referí es el escándalo de los sobornos destapado por
los periodistas Mauro Federico, Ivy Cángaro y Jorge Rial, acontecimiento resumido
por el éxito veraniego “Alta coimera”, una parodia que juega con el estribillo de “Guantanamera”,
famoso son cubano que en su letra incluye algunos versos de José Martí. Como
dije, el precario capital de Milei ya era sólo simbólico, su honradez, pero tras
salir a la luz pública los audios de su abogado y encargado del área de
atención a discapacitados, Diego Spagnuolo, es evidente que Karina Milei, una
tarambana que habla como el culo, para decirlo con una imagen poética digna de
su hermano, estuvo recibiendo retornos o coimas del 3% por las compras
gubernamentales de medicamentos a la farmacéutica Suizo Argentina. Esto es nomás
la punta del iceberg, viveza criolla que per se es grave pues supone que por un lado hubo
recorte del padrón oficial de discapacitados y por otro la hermanísima del
presidente recibía plata fresca que bien pudo servir para medicamentos
destinados a la población más desvalida.
El
surrealismo de Milei, “especialista en crecimiento económico con o sin dinero”,
según su modesto decir, está llegando al ocaso. La catástrofe era previsible
con solo ver uno de los programas de panel que lo convirtieron en figura
pública de televidentes incautos y sinceramente esperanzados. Allí se podía notar
que era un loco de manual, un desequilibrado que luego recibió el apoyo de un lado de
la grieta aunque se tratara de un suicidio colectivo.
Mañana
domingo hay elecciones en la provincia de Buenos Aires e intuyo que el lunes 8
se acelerará el desastre de Milei, el león que terminó siendo, como dijo Myriam
Bregman, un “pobre gatito”, un guiñol del poder real que pronto defenestrará a
este histrión del panelismo televisivo, poseedor de inciertas credenciales
académicas, receptor de premios marca Patito, lamebolas de Elon Musk y Donald
Trump, sionista lumpen y caja de resonancia en
Davos del oximorónico filósofo-de-derecha Agustín Laje. Javier Milei llegó a la
política sin política, con el odio despatarrado como único recurso de su
personalidad. Ese odio ni siquiera matizado/mitigado por el instinto de conservación
golpeó a muchos: el búmeran ha comenzado su regreso.