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sábado, abril 05, 2025

Mátenlos en caliente

 











El video fue un hitazo en estos días. No podía ser de otra manera: una ruquita con gruesos cristales de aumento en sus lentes, holgado vestido en dos matices de rosa Tamayo, tenis y una bufanda larga, negra y extraña en el atuendo, llega a una casa, desenfunda una fusca con mejor estilo que cualquiera de los hermanos Almada y dispara a dos sujetos que le reclaman algo. Luego de tirar bala hay un sanquintín, alguien la despoja de la pistola, la zarandea mientras quien graba el video grita desesperada y acaso justificadamente “¡hijos de su puta madre!”. En resumen, una escena de la vida real idónea para el morbo, la risa y el asombro de las redes sociales siempre ansiosas de enganchar con materiales fílmicos que rompan la modorra.

La proliferación de cámaras ha hecho posible que la recolección de escenas sea innumerable. Antes, desde que el hombre es hombre y la mujer, mujer, ya pasaba todo, pero no había cámaras a disposición para registrar lo bueno, lo malo y lo feo de la vida cotidiana. Hoy casi no hay rincón del panal humano sin alguna herramienta disponible para la filmación, sea fija o móvil, como la cámara de los celulares. Esto ha permitido documentar, para bien, muchas situaciones encantadoras, como los primeros pasos de cualquier bebé, pero también lo ingrato y hasta lo horripilante.

Recuerdo que un amigo cercano tenía un interés siempre alerta por conocer al dedillo los usos y costumbres del narco en nuestro país. Compraba, por ejemplo, todos los llamados fast books sobre la delincuencia organizada, desde biografías de los capos más ilustres hasta reportajes sobre el esplendor y la caída de tal o cual cártel. Sumaba, claro, a la lectura bibliográfica la hemerográfica, así que nuestra conversación amerdizaba (este neologismo significa aterrizar en la mierda) con frecuencia en las novedades del hampa vernácula.

Nunca he tenido atracción por el mundo del narcotráfico como tema de interés. La razón de la negativa en mi caso es tan oscura como oscura es esa realidad. Con mi amigo, sin embargo, accedí a enterarme porque me ahorraba dinero y tiempo, ya que él lograba resumir en la conversación todo lo que leía a diario. Pero lo que no pude aceptar fue la invitación a que viera cómo decapitaban a un sujeto. Un día me dijo que le había llegado un video con esa secuencia, lo que en cierta época, creo, circuló mucho en internet. Sentí que aquello era una monstruosidad, la penosa comprobación de que el ser humano regresaba al estado salvaje que supuestamente la civilización había dejado atrás hacía muchos siglos. Y nunca vi eso, aquella prueba fehaciente del uso de las cámaras para satisfacer no sé cuáles viscosos apetitos del alma humana.

El video de la viejita tiene algo raro, pero es evidente que complació a la audiencia y dejó apreciar, una vez más, un costado espantoso de la sociedad actual. Documenta dos homocidios, es verdad, pero como no hay estallidos cinematográficos de sangre en close up, los asesinados reaccionan como tipos que se caen luego de recibir los invisibles plomazos. Las balas son muy pequeñas y no se ven, y ya sabemos que lo que mata no es en sí la bala, sino la velocidad. No vemos pues las muertes como en una película, pero sabemos que son muertes reales y que la señora, pese a ser una heroína de la tercera edad, pasará a vivir en la cárcel los años que le conceda nuestro padre Dios.

Pese a saber que son muertes reales, lo que asombra es el regocijo provocado por el video. Algo, un resorte quizá no tan oculto en el cuerpo de la sociedad, salta de gusto con videos en los que se exhibe que alguien propinó su merecido a alguien. No es necesario esperar nada, ni la más elemental reconstrucción pericial de los hechos: el veredicto inmediato establece que, si la viejita fue armada a una casa de su propiedad ocupada por gandallas, justo es que haya hecho uso de su cuete, pues para eso lo cargó (en todos sentidos del verbo “cargar”). No fue menester que procediera legalmente, pues el legal es un rollo lento y penoso, así que mejor es que haya hecho justicia con su propio plomo, de modo expedito, al chile.

Los boquetes del estado de derecho, lamentablemente, se llenan con lo que Boaventura de Sousa Santos llama “fascismo social”. Tiene varias modalidades, y una de ellas es la que introyecta en la colectividad el punitivismo en todas sus modalidades como recurso válido para dirimir querellas chicas o grandes. Es por esta razón, no sé si lo hemos notado, que se activa en nosotros una especie de placer cuando en un video vemos que le dan su merecido a un malhechor, cuando lo linchan y termina pagando su culpa sin la pendejada de un proceso judicial mediante.

La abuelita sicaria fue el hit de la semana. Una prueba más, por si faltaran, de que la justica en caliente y la muerte real en video son hoy muy taquilleras.

miércoles, junio 28, 2017

La era de las ladys















Una modalidad mexicana del video viral es la de las “ladys” y su correlato masculino de los “lords”. Se trata, como sabemos, de generalmente breves secuencias captadas con celular en las que personajes más bien desconocidos saltan a la repentina fama gracias, sobre todo, a sus modales. Entre más clasistas, racistas, sexistas, machistas, homofóbicos, violentos, pedestres y demás linduras sean, mejor para el respetable público que devora con avidez de zopilote esa carroña audiovisual.

Confieso, no sin sonrojo, que he visto varios, tal vez muchos más de los que un psiquiatra pueda determinar como peligrosos para la salud mental. He tratado de verlos, y sobre todo de oírlos, porque en ellos se cifra un breve y trágico cristal de la índole de los cavernícolas, ya que indefectiblemente exponen facetas harto lamentables de la condición humana. Aquél, por ejemplo, viralizado como #ladychile, en el que una señora exhibe a la trabajadora doméstica por hurtar un delicioso chile en nogada. O ese otro de #ladyIMSS, donde una señito con vocabulario de Pedro Weber Chatanooga suministra una andanada de insultos de alto voltaje porque no le pueden surtir un medicamento. También memorable es #ladysoriana, seño que en la caja del supermercado atizó sin piedad a la cajera, a quien calificó como “pinche gorda”. No menos impresionante es el de la chica oriental, #ladytakataka, que fue catapultada a la popularidad cuando la exhibieron vendiendo productos caducos; y por último, entre las inolvidables de este burdo género, el de #lady100pesos que le dio la vuelta a México ya que la protagonista, visiblemente sexi y briaga, quería sobornar a la autoridad con cien pesos, y ya se sabe que tal cantidad no sirve en esta época para tranquilizar a un buen oficial de policía o de tránsito.

El fenómeno de las ladys —y en menor medida el de los lords— explica a trasmano la brutal caída de los ratings televisivos. Géneros de televisión hay, como los cómicos, que en los años recientes se han desplomado gracias al éxito del humor involuntario diseminado por las redes. Ahora bastan un celular y una plataforma de internet para que un video corra con buena suerte. Pero enmiendo, eso no es suficiente: también son necesarias ladys que sean capaces de sonrojar al más prominente de los carretoneros. Cuando todo eso se conjuga, la viralización está garantizada.