Cuatro días han pasado desde la madrugada en la que varios aparatos explosivos (bombas, petardos o como les queramos llamar) tronaron en el DF con un saldo por fortuna sólo material. Independientemente de que no hubo víctimas humanas e independientemente también de que no se trate de estallidos primermundistas marca ERI, ETA o Al Qaeda, el hecho es gravísimo y merece una investigación que vaya más allá de la especulación a la que estamos acostumbrados. ¿Se dará algún día con los responsables?
Como ocurre siempre en México, me atrevo a responder que nunca se sabrá bien a bien quién hizo eso. Todo se volatizará en conjeturas hasta que el tema se olvide o sea rebasado por un nuevo exabrupto de nuestra realidad. De eso no hay duda. Lo grave, lo terrible en este caso es que los estallidos no son un balazo o una llamada telefónica intervenida, sino un operativo perfectamente montado para desparramar pánico.
El miércoles traté de pensar en el posible beneficiario de la acción. Por más que me quiebro la tatema no me cuadra la idea de que fueron organizaciones de izquierda las responsables de los estallidos. Si eso fuera cierto, flaquísimo favor le harían en este momento a ese flanco político, pues lo único que lograrían es darle cuerda a la máquina represiva que hasta el momento ha estado allí, pero todavía sin una buena coartada para actuar a fondo.
He seguido con detenimiento las notas y las opiniones sobre los bombazos. En general, siento que todas transpiran un olorcillo a escepticismo. Dicho de modo menos fisiológico, todas o la mayoría creen poco o nada la especie de los movimientos guerrilleros. Como la información es confusa, nadie levanta la mano para decir, con argumentos sólidos, “fue tal o cual organización”. Ante dicha bruma, sólo caben las preguntas de la novela detectivesca, como lo hizo ayer Octavio Rodríguez Araujo: “¿A quién benefician las bombas?”. Reflexiona: “Quizá podríamos hacer algunas conjeturas (…) Uno de los efectos de las bombas (…) es que nadie sabe si en el restaurante en el que planea comer, o en la sucursal bancaria donde va a hacer un pago o en la oficina donde hará un trámite podría explotar una bomba. Esta incertidumbre provoca miedo, y la gente, con miedo, sobre todo entre las clases medias, exigirá protección y que alguien vele por su seguridad. Esta exigencia podría traducirse en la respuesta gubernamental más evidente: (…) mayor vigilancia policíaca, menores libertades individuales y, no menos importante, represión selectiva de todo aquel que, a juicio de los jefes policíacos y de los aparatos de ‘inteligencia’, sea sospechoso de ‘conductas antisociales’”.