No todo, pero esto leí anoche en el Teatro Martínez de Torreón:
Itinerario de Las manos del tahúr
Jaime Muñoz Vargas
Acaso es una idea primaria, pero creo que el cuento no es la cosa amorfa que en los presentes años suelen escribir muchos cuentistas. Si mi noción de cuento es, como digo, elemental, más me lo parece la que se ha puesto de moda ahora que todo está permitido y cada quien desenfadadamente hace lo que quiere con el género quizá sólo para ocultar ora la incuria, ora la ineptitud, ora las dos vainas juntas. Del cuento en el que creo pongo un ejemplo brevísimo de mi propio cuño, para no desvirtuar a nadie:
Jaime Muñoz Vargas
Acaso es una idea primaria, pero creo que el cuento no es la cosa amorfa que en los presentes años suelen escribir muchos cuentistas. Si mi noción de cuento es, como digo, elemental, más me lo parece la que se ha puesto de moda ahora que todo está permitido y cada quien desenfadadamente hace lo que quiere con el género quizá sólo para ocultar ora la incuria, ora la ineptitud, ora las dos vainas juntas. Del cuento en el que creo pongo un ejemplo brevísimo de mi propio cuño, para no desvirtuar a nadie:
Paz espiritual
Por lo común en casa armaban demasiado escándalo y nadie respetaba sus ávidas horas de lectura. Pero aquel día decidió que no le robarían más el disfrute de aquel placer mayor. Con su libro atenazado bajo la axila salió de casa y seis calles después entró al templo del Sagrado Corazón. Gozó el piso de mármol espejeante, el aroma del incienso, la fogosa temblorina de las veladoras, el oro apagado de los marcos, las bancas en impecable fila, el callado olor de las gladiolas, el sosiego, la paz espiritual del gran crucifijo. Desperdigados, unos cuantos ancianos rezaban con inmóvil devoción. Todo estaba dispuesto y se sentó a continuar la lectura de su libro. El separador marcaba la página 33 de El anticristo.
Ignoro si lo citado es bueno o malo, pero sé bien que, así se trate de un microrrelato, la historia atraviesa las tres etapas básicas de todo cuento clásico: un principio, un medio y un fin que pretende ser sorpresivo, es decir, ha sido escrito con toda la intención de ser un cuento en el sentido menos laxo de la palabra. El principio plantea la presencia de un lector incomodado por el ruido; he ahí el conflicto. De inmediato decide terminar con ese fastidio y en el veloz desarrollo de la historia busca un templo católico que se llama, enfatizo, del “Sagrado Corazón” sin decir, porque es obvio, “de Jesús”; ese lugar es la viva imagen del sosiego, el lugar ideal para leer. Apenas estamos en el renglón número diez y la historia se resuelve con una paradoja: el libro que en la iglesia devora nuestro apasionado lector es El anticristo.
Esa organización del cuento no es hoy, como dije, la favorita de muchos cuentistas, quienes preferencian relatos sostenidos en la pura prosa, historias escritas con ocurrencias dispersas, con descripciones más o menos amenas de un estado anímico, de un paisaje o de un sujeto. Proceden como en la poesía, género que no obliga a cuidar una trama, sino una determinada intensidad, un determinado tono, a sostener un ritmo y un impulso líricos. Aquí me atrevo a señalar un inconveniente: el cuento es lo más lejano, en términos de cocción, a la poesía.
Pues bien, la moda de esos cuentistas ha hecho escuela. Tanto lo han logrado que ahora dan clases de cuento, son jurados en concursos, ganan premios aunque nunca se hayan entregado en serio al engorro de escribir un cuento propiamente dicho, sólo desahogos narrativos sin trama, relatos deshuesados y enemigos de cualquier cuidado estructural. No me desagrada del todo, como lector, ese tipo de relatos, siempre y cuando la prosa tenga brillo, encanto, y las ideas de los personajes se sostengan en alguna mínima profundidad. Es el caso de escritores como Fadanelli, en México, o Pedro Juan Gutiérrez, en Cuba, quienes parecen sabrosamente desentendidos del canon cuentístico tradicional y se han instalado en otro, mucho más relajado.
Otros tantos han querido hacer lo mismo, pero sin éxito. Olvidan la trama, narran sin ataduras, quieren ser irreverentes o divertidos y lo único que logran es transmitir una irreparable sensación de perezosa libertad. Pese a ello no dudan en declarar que hacen cuentos y que son cuentistas, como si el género más riguroso de la literatura otorgara con toda impunidad la carta de ciudadanía sin necesidad de atender ninguna regla, salvo la de la brevedad. Así pues, resumo, abundan los cuentistas que dicen hacer cuentos sólo porque escriben cositas breves. Nada de orden trino, nada de trama, nada de historia A e historia B, nada de clímax, nada de Poe y nada de Cortázar, sólo “libertad”, el boleto que les permite hacer lo que les viene en gana, incluso usurpar el nombre de cuentistas.
Nunca, en veinte años, he querido pertenecer a esa secta. Buenos o malos, mis cuentos quieren ceñirse el corsé del cuento clásico, pues no de otra manera me reconocería como artesano de este género hecho de pura estrategia. Las diez piezas reunidas en Las manos del tahúr, libro que durante un tiempo llevó por título Medio litro de vodka, aspiran todas a sostener una trama apretada, a contar dos historias y a revelar su sentido, si es posible, hasta el último renglón. Trato, por supuesto, de atrapar un ritmo poético, de ahondar en la actitud de los personajes, de establecer hasta donde me es posible una idea social o política, humana en suma, pero lo que pretendo con mayor ahínco es construir, armar, urdir, aterrizar en un final plenamente justificado en función de los pormenores que la historia B trepa e impone a la historia A.
Es una preceptiva elemental y rígida, lo sé, pero es la única que se ha inventado para decidir que un cuento es un cuento, y no cualquier otro bicho. No seré yo el que decida si mis cuentos son eficaces o no; los escribí con gusto y atención, concentrado en los detalles, en las pistas, conciente del reto que representa colocar ladrillo tras ladrillo para que el muro quede firme desde los cimientos al remate; la mayoría de las piezas fue acuñada, si no recuerdo mal, en 2002. Creo, como dice Borges, que no son una maravilla, pero tampoco me deshonran y sospecho que ya evidencian un cierto conocimiento del género. Dejo pues este libro en manos del azar. Que la suerte y las virtudes de estos cuentos, si las tienen, los ayuden a permanecer en la memoria de un lector.
Por lo común en casa armaban demasiado escándalo y nadie respetaba sus ávidas horas de lectura. Pero aquel día decidió que no le robarían más el disfrute de aquel placer mayor. Con su libro atenazado bajo la axila salió de casa y seis calles después entró al templo del Sagrado Corazón. Gozó el piso de mármol espejeante, el aroma del incienso, la fogosa temblorina de las veladoras, el oro apagado de los marcos, las bancas en impecable fila, el callado olor de las gladiolas, el sosiego, la paz espiritual del gran crucifijo. Desperdigados, unos cuantos ancianos rezaban con inmóvil devoción. Todo estaba dispuesto y se sentó a continuar la lectura de su libro. El separador marcaba la página 33 de El anticristo.
Ignoro si lo citado es bueno o malo, pero sé bien que, así se trate de un microrrelato, la historia atraviesa las tres etapas básicas de todo cuento clásico: un principio, un medio y un fin que pretende ser sorpresivo, es decir, ha sido escrito con toda la intención de ser un cuento en el sentido menos laxo de la palabra. El principio plantea la presencia de un lector incomodado por el ruido; he ahí el conflicto. De inmediato decide terminar con ese fastidio y en el veloz desarrollo de la historia busca un templo católico que se llama, enfatizo, del “Sagrado Corazón” sin decir, porque es obvio, “de Jesús”; ese lugar es la viva imagen del sosiego, el lugar ideal para leer. Apenas estamos en el renglón número diez y la historia se resuelve con una paradoja: el libro que en la iglesia devora nuestro apasionado lector es El anticristo.
Esa organización del cuento no es hoy, como dije, la favorita de muchos cuentistas, quienes preferencian relatos sostenidos en la pura prosa, historias escritas con ocurrencias dispersas, con descripciones más o menos amenas de un estado anímico, de un paisaje o de un sujeto. Proceden como en la poesía, género que no obliga a cuidar una trama, sino una determinada intensidad, un determinado tono, a sostener un ritmo y un impulso líricos. Aquí me atrevo a señalar un inconveniente: el cuento es lo más lejano, en términos de cocción, a la poesía.
Pues bien, la moda de esos cuentistas ha hecho escuela. Tanto lo han logrado que ahora dan clases de cuento, son jurados en concursos, ganan premios aunque nunca se hayan entregado en serio al engorro de escribir un cuento propiamente dicho, sólo desahogos narrativos sin trama, relatos deshuesados y enemigos de cualquier cuidado estructural. No me desagrada del todo, como lector, ese tipo de relatos, siempre y cuando la prosa tenga brillo, encanto, y las ideas de los personajes se sostengan en alguna mínima profundidad. Es el caso de escritores como Fadanelli, en México, o Pedro Juan Gutiérrez, en Cuba, quienes parecen sabrosamente desentendidos del canon cuentístico tradicional y se han instalado en otro, mucho más relajado.
Otros tantos han querido hacer lo mismo, pero sin éxito. Olvidan la trama, narran sin ataduras, quieren ser irreverentes o divertidos y lo único que logran es transmitir una irreparable sensación de perezosa libertad. Pese a ello no dudan en declarar que hacen cuentos y que son cuentistas, como si el género más riguroso de la literatura otorgara con toda impunidad la carta de ciudadanía sin necesidad de atender ninguna regla, salvo la de la brevedad. Así pues, resumo, abundan los cuentistas que dicen hacer cuentos sólo porque escriben cositas breves. Nada de orden trino, nada de trama, nada de historia A e historia B, nada de clímax, nada de Poe y nada de Cortázar, sólo “libertad”, el boleto que les permite hacer lo que les viene en gana, incluso usurpar el nombre de cuentistas.
Nunca, en veinte años, he querido pertenecer a esa secta. Buenos o malos, mis cuentos quieren ceñirse el corsé del cuento clásico, pues no de otra manera me reconocería como artesano de este género hecho de pura estrategia. Las diez piezas reunidas en Las manos del tahúr, libro que durante un tiempo llevó por título Medio litro de vodka, aspiran todas a sostener una trama apretada, a contar dos historias y a revelar su sentido, si es posible, hasta el último renglón. Trato, por supuesto, de atrapar un ritmo poético, de ahondar en la actitud de los personajes, de establecer hasta donde me es posible una idea social o política, humana en suma, pero lo que pretendo con mayor ahínco es construir, armar, urdir, aterrizar en un final plenamente justificado en función de los pormenores que la historia B trepa e impone a la historia A.
Es una preceptiva elemental y rígida, lo sé, pero es la única que se ha inventado para decidir que un cuento es un cuento, y no cualquier otro bicho. No seré yo el que decida si mis cuentos son eficaces o no; los escribí con gusto y atención, concentrado en los detalles, en las pistas, conciente del reto que representa colocar ladrillo tras ladrillo para que el muro quede firme desde los cimientos al remate; la mayoría de las piezas fue acuñada, si no recuerdo mal, en 2002. Creo, como dice Borges, que no son una maravilla, pero tampoco me deshonran y sospecho que ya evidencian un cierto conocimiento del género. Dejo pues este libro en manos del azar. Que la suerte y las virtudes de estos cuentos, si las tienen, los ayuden a permanecer en la memoria de un lector.
Comarca Lagunera, 21, septiembre y 2006
Posdata del 2 de octubre de 2006. Paco Ignacio Taibo II, conocedor profundo del tejemaneje editorial, ratifica ante mí la desgracia comercial del cuento. Nadie sabe exactamente por qué, pero el cuento no vende, y si no vende, no es publicable salvo en los pocos casos de los autores ya consagrados con novelas. Mucho tiempo me he preguntado a qué se debe esto: como en la “Carta robada” de Poe, la respuesta estaba en el lugar obvio: la culpa de todo quizá la tienen los cuentistas que creen escribir cuentos y que en realidad hacen malos borradores de novelas.