Alan García regresó a la presidencia del Perú; Lula repitió mandato en Brasil; Daniel Ortega con todo su sandinismo a cuestas volvió a Nicaragua. Michelle Bachelet gobierna en Chile. Tabaré Vázquez en Uruguay; Néstor Kirchner en la Argentina; Evo Morales en Bolivia; Hugo Chávez en Venezuela (y hasta los demócratas zumban de retache en EUA). Por supuesto, ninguno de los casos latinoamericanos obedece a las mismas circunstancias históricas ni a las mismas coyunturas, pero es al menos digno de ser tomado en cuenta el telón de fondo en el que se inscriben, radicales o no, todos esos cambios: hay un viento de repudio generalizado al modelo económico que por más de veinte años ha devastado la calidad de vida de millones de personas y ha provocado crisis políticas ante las cuales (re)emergen proyectos más sociales y menos tecnocráticos.
México pintaba para eso, pero los intereses de unos pocos han querido aplastar cualquier intento de metamorfosis. Luego de los crueles experimentos macroeconómicos, la realidad del país enseña tumores por todos lados. No hay, prácticamente, renglón social que no esté en crisis: los índices de desempleo siguen a la alza, los servicios de salud son cada vez más precarios, los salarios no alcanzan a cubrir ni las necesidades básicas, la educación es infame, el desarrollo tecnológico y la productividad son un par de fantasías, muchos medios de comunicación siguen enconchados en su torre de marfil, las organizaciones electorales no dan el ancho y la violencia social y política no deja de sembrar el pavor en todas partes.
En tal caldo de cultivo era casi lógico, como en otras partes de Latinoamérica, que México buscara opciones diferentes; buenas o malas, no se puede saber, pero sí diferentes. No ocurrió eso. Unas elecciones marcadas por la trapacería cerraron el paso a cualquier ánimo reivindicativo. Un gobierno torpe, insensible a la pobreza e incapaz de resolver problemas locales y nacionales operó a favor del continuismo. Lo hizo con el estilo de un mago ebrio, un mago al que se le ven todos los trucos. El resultado de su ineptitud, contra cualquier pronóstico, lo estamos padeciendo.
Faltan pocos días para que termine el sexenio de la transición asesinada. El país sigue dividido y nada anuncia una posible reconciliación, pues eso es parte del precio que debió pagar México por imponer el continuismo. El muy indeseable clima de violencia no puede ser aplacado con más violencia, como ya peligrosamente ofreció el pequeño sucesor de Fox. Se resuelve con respeto a la ley, con bienestar económico, no con gobiernos que —cito al vate de “Tú y las nubes”— pa’bajo no saben mirar.