Ayer en el Teatro Isauro Martínez presenté Las manos del tahúr. Saúl Rosales y Mariana Ramírez hicieron reseñas muy generosas. Mariana ya me envió la suya, y ésta es:
El destino humano en las expertas manos del tahúr*
Mariana Ramírez Estrada
Al igual que los personajes que pueblan los diez cuentos que conforman el volumen titulado Las manos del tahúr, de la autoría de Jaime Muñoz Vargas, nos encontramos aquí reunidos también debido a los expertos movimientos de un tahúr de las palabras y las anécdotas. Me refiero por supuesto a Jaime (Gómez Palacio, Dgo., mayo de 1964), de quien no hace falta mencionar más datos, pues se trata ya de un escritor conocido y reconocido por todos nosotros.
Únicamente me gustaría traer a la memoria que esta decena de relatos hizo a Muñoz Vargas acreedor al VI Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo, convocado por el Gobierno del estado de Sonora a través de la Secretaría de Educación y Cultura y del Instituto Sonorense de Cultura, noticia que recibió durante la primera quincena del vertiginoso mes de octubre del año pasado, cuando en una misma semana le notificaron haber resultado ganador de este y otros dos premios cuyas convocatorias tienen origen en Nuevo León y San Luis Potosí.
El punto de partida de mi apreciación acerca de Las manos del tahúr, es, porque tiene que ser así precisamente, esta frase que nomina el volumen y que acertadamente, no corresponde al título de ninguno de los relatos, como suele usarse, pero que los engloba a todos. Además de otros elementos compartidos que son visibles entre los cuentos, de los cuales comentaré más adelante, el centro en el que todos encuentran su común denominador u origen, es el azar: los personajes, como nosotros, están sujetos a fuerzas que no son capaces de dominar, pero que determinan sus destinos.
Estos individuos transitan por una vida cuya gráfica representación no puede ser más exacta, pues los distintos ámbitos y asuntos, por más nimios que puedan parecer, son cartas en manos de un experimentado practicante que con descarada e inmisericorde deliberación las maneja a su antojo. Este tahúr puede ser visto como el incesante e inevitable devenir del principio al fin, siempre utilizando igual mecanismo para todos los humanos, o como la propia imagen de dios, quien aprisiona en sus entrenadas y por si fuera poco, eternas palmas, la siguiente carta para tirarla ante nuestros sorprendidos ojos.
Antes mencioné que además de la constante presencia y acción del azar, los diez relatos, como anécdota narrada, encierran otros elementos en común, entre ellos destacan: un desencanto en menor o mayor dosis, acerca de los otros o de sí mismo, y de la realidad completa; la batalla económica por la supervivencia y por sostener la autoestima en un ambiente en que el reconocimiento escasea; en fin, la enorme brecha entre lo que se desea o planea y lo que en realidad puede hacerse.
Los personajes que protagonizan y muestran sus vidas, también guardan rasgos comunes: varios de ellos se dedican al oficio de la escritura, ya sea como universitarios (“Historia del gorila” y “Narrar a medianoche”) o como profesionales (“Viaje para un epitafio” y “Hacer Coca”). Varios, por el desencanto de verse en la imposibilidad de concretar textos de carácter literario, optan, sin mostrar mucho los verdaderos estragos que causa en su ánimo, por el periodismo (“Luces del encierro” y “Hans al teléfono”). Ahí se instalan para obtener un sustento, que aunque sea magro, les permite continuar el avance de la cinta que muestra su gris existencia.
Otros simplemente se dedican a sortear la “tirada” que el tahúr les dé, sin manifestar mucho su amargura (“Récord con papá”) y algunos más, que todavía conservan una pizca de osadía o quizá por fortuna cuentan con una total desvergüenza, tratan de responderle y sufren en el intento de hacerlo (“Diez años de ingenuidad”, “Medio litro de vodka” y “Mamá te habla”).
En cuanto al estilo que como autor aquí nos muestra Jaime, puedo decir que se trata del modo de construir literatura al que nos tiene acostumbrados: limpio, milimétrico, con sus agradables toques de humor y sarcasmo, que de vez en vez rompen el hermetismo de una lectura silenciosa, realizada en la casa, la cafetería, la oficina o cualquier sitio, para dar lugar a sonoras carcajadas.
Se trata entonces de textos que se leen de un solo aliento, totalmente digeribles, sencillos, pero no por ello, menos profundos o propiciadores de reflexiones. A través de las 174 páginas que conforman el libro, asistimos a las vivencias de personajes completamente posibles, lo son incluso los que nos asombran, pues recordamos que a nuestro alrededor existen algunos que al igual que ellos, se aferran a las manías o refugios contra las amarguras que les han tocado en suerte.
Es el caso de los dos ancianos que son el centro de “Luces del encierro” y “Hacer Coca”, respectivamente, quienes en apariencia distan mucho de guardar alguna similitud, pero que en el fondo comparten su ser de incomprendidos por el resto del mundo (aunque parezca mucho decirlo) y hacen de su casa, la del primero en una colonia pudiente y la del otro en un barrio sin pavimento, su santuario de libertad, pues ahí atesoran los objetos que los mantienen vivos, mientras sus cuerpos lo permitan. También se parecen, porque deciden que después de su ausencia, alguien que se interesó en lo mismo que ellos, merece heredar lo que nadie más apreciaría.
Creo que un elemento que no debo pasar por alto es un aspecto que percibo en estas diez piezas fraguadas por Muñoz Vargas, y que casi estoy segura, no había encontrado antes en su producción cuentística: hay una total intención de mostrarnos la existencia de un relato dentro del relato. En algunos cuentos este factor es altamente visible, cito por ejemplo “Narrar a medianoche” o “Medio litro de vodka”. En el primero estamos frente a una historia autobiográfica, pero la cuestión no se restringe a ese nivel, sino que se muestra gráficamente, pues el texto tiene partes del cuento en el cuento. En “Medio litro de vodka”, el personaje principal se transforma en cuenta cuentos de su propia narración, y su amigo oyente, la va asimilando y eligiéndole un desenlace (que da lugar a la ambigüedad de una final abierto para el lector).
Otro relato en el que sucede esta especie de círculo o reiteración, pero de otra manera, más como jugada del destino, es en “Historia del gorila”, pues la dolorosa visión ocurrida ocho años atrás, toma vigencia en la carne misma de quien en el pasado fue testigo de la brutalidad. Quizá aquí el grado de dolor se torna superlativo, pues el blanco de la pretérita violencia ahora es quien la ejecuta, y también porque los golpes van más allá: llegan al fondo de la convicción derrumbando lo que había constituido el sentido de vida.
Como sucede en nuestras propias vidas, los hechos que provocamos o que simplemente nos vemos forzados a vivir, están marcados por instantes de apabullante oposición: puede haber total apremio, amargura o desencanto y al mismo tiempo, encontrarse rasgos gratificantes, satisfactorios o humorísticos. Así sucede con el intento filantrópico en “Diez años de ingenuidad”, pasa de igual manera en las memorables cinco horas con quince minutos vividas en “Récord con papá”, o en la inusitada aparición de un nombre, que sólo el portador del mismo, quien domina el contexto, comprende, al leer una nota en uno de los más famosos diarios españoles, que cita las palabras textuales pronunciado desde la mente de un desquiciado en “Hans al teléfono”.
Con esto quiero decir que en las vidas de los personajes modelados por Jaime, al igual que en las nuestras, hay contrastes, que son precisamente los que le otorgan a la existencia su característica naturaleza ambigua, agridulce, que nos impulsa a mantenernos pegados a ella, en el camino, en la inercia, sin grandes aspavientos.
Al menos para mí son esta clase de historias las que me parecen relevantes, dignas de leerse, pues se convierten en espejos de nuestra realidad, en muros reflejantes donde podemos vernos como individuos, como familia, como grupo de amigos, como sociedad, como país y como especie… como naipes próximos a caer en la mesa del juego preparado por el experto tahúr que siempre guarda bajo su manga la alternativa del azar.
* Texto leído en la presentación de Las manos del tahúr, el 22 de noviembre de 2006, en el foyer del Teatro Isaura Martínez de Torreón, Coahuila.
El destino humano en las expertas manos del tahúr*
Mariana Ramírez Estrada
Al igual que los personajes que pueblan los diez cuentos que conforman el volumen titulado Las manos del tahúr, de la autoría de Jaime Muñoz Vargas, nos encontramos aquí reunidos también debido a los expertos movimientos de un tahúr de las palabras y las anécdotas. Me refiero por supuesto a Jaime (Gómez Palacio, Dgo., mayo de 1964), de quien no hace falta mencionar más datos, pues se trata ya de un escritor conocido y reconocido por todos nosotros.
Únicamente me gustaría traer a la memoria que esta decena de relatos hizo a Muñoz Vargas acreedor al VI Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo, convocado por el Gobierno del estado de Sonora a través de la Secretaría de Educación y Cultura y del Instituto Sonorense de Cultura, noticia que recibió durante la primera quincena del vertiginoso mes de octubre del año pasado, cuando en una misma semana le notificaron haber resultado ganador de este y otros dos premios cuyas convocatorias tienen origen en Nuevo León y San Luis Potosí.
El punto de partida de mi apreciación acerca de Las manos del tahúr, es, porque tiene que ser así precisamente, esta frase que nomina el volumen y que acertadamente, no corresponde al título de ninguno de los relatos, como suele usarse, pero que los engloba a todos. Además de otros elementos compartidos que son visibles entre los cuentos, de los cuales comentaré más adelante, el centro en el que todos encuentran su común denominador u origen, es el azar: los personajes, como nosotros, están sujetos a fuerzas que no son capaces de dominar, pero que determinan sus destinos.
Estos individuos transitan por una vida cuya gráfica representación no puede ser más exacta, pues los distintos ámbitos y asuntos, por más nimios que puedan parecer, son cartas en manos de un experimentado practicante que con descarada e inmisericorde deliberación las maneja a su antojo. Este tahúr puede ser visto como el incesante e inevitable devenir del principio al fin, siempre utilizando igual mecanismo para todos los humanos, o como la propia imagen de dios, quien aprisiona en sus entrenadas y por si fuera poco, eternas palmas, la siguiente carta para tirarla ante nuestros sorprendidos ojos.
Antes mencioné que además de la constante presencia y acción del azar, los diez relatos, como anécdota narrada, encierran otros elementos en común, entre ellos destacan: un desencanto en menor o mayor dosis, acerca de los otros o de sí mismo, y de la realidad completa; la batalla económica por la supervivencia y por sostener la autoestima en un ambiente en que el reconocimiento escasea; en fin, la enorme brecha entre lo que se desea o planea y lo que en realidad puede hacerse.
Los personajes que protagonizan y muestran sus vidas, también guardan rasgos comunes: varios de ellos se dedican al oficio de la escritura, ya sea como universitarios (“Historia del gorila” y “Narrar a medianoche”) o como profesionales (“Viaje para un epitafio” y “Hacer Coca”). Varios, por el desencanto de verse en la imposibilidad de concretar textos de carácter literario, optan, sin mostrar mucho los verdaderos estragos que causa en su ánimo, por el periodismo (“Luces del encierro” y “Hans al teléfono”). Ahí se instalan para obtener un sustento, que aunque sea magro, les permite continuar el avance de la cinta que muestra su gris existencia.
Otros simplemente se dedican a sortear la “tirada” que el tahúr les dé, sin manifestar mucho su amargura (“Récord con papá”) y algunos más, que todavía conservan una pizca de osadía o quizá por fortuna cuentan con una total desvergüenza, tratan de responderle y sufren en el intento de hacerlo (“Diez años de ingenuidad”, “Medio litro de vodka” y “Mamá te habla”).
En cuanto al estilo que como autor aquí nos muestra Jaime, puedo decir que se trata del modo de construir literatura al que nos tiene acostumbrados: limpio, milimétrico, con sus agradables toques de humor y sarcasmo, que de vez en vez rompen el hermetismo de una lectura silenciosa, realizada en la casa, la cafetería, la oficina o cualquier sitio, para dar lugar a sonoras carcajadas.
Se trata entonces de textos que se leen de un solo aliento, totalmente digeribles, sencillos, pero no por ello, menos profundos o propiciadores de reflexiones. A través de las 174 páginas que conforman el libro, asistimos a las vivencias de personajes completamente posibles, lo son incluso los que nos asombran, pues recordamos que a nuestro alrededor existen algunos que al igual que ellos, se aferran a las manías o refugios contra las amarguras que les han tocado en suerte.
Es el caso de los dos ancianos que son el centro de “Luces del encierro” y “Hacer Coca”, respectivamente, quienes en apariencia distan mucho de guardar alguna similitud, pero que en el fondo comparten su ser de incomprendidos por el resto del mundo (aunque parezca mucho decirlo) y hacen de su casa, la del primero en una colonia pudiente y la del otro en un barrio sin pavimento, su santuario de libertad, pues ahí atesoran los objetos que los mantienen vivos, mientras sus cuerpos lo permitan. También se parecen, porque deciden que después de su ausencia, alguien que se interesó en lo mismo que ellos, merece heredar lo que nadie más apreciaría.
Creo que un elemento que no debo pasar por alto es un aspecto que percibo en estas diez piezas fraguadas por Muñoz Vargas, y que casi estoy segura, no había encontrado antes en su producción cuentística: hay una total intención de mostrarnos la existencia de un relato dentro del relato. En algunos cuentos este factor es altamente visible, cito por ejemplo “Narrar a medianoche” o “Medio litro de vodka”. En el primero estamos frente a una historia autobiográfica, pero la cuestión no se restringe a ese nivel, sino que se muestra gráficamente, pues el texto tiene partes del cuento en el cuento. En “Medio litro de vodka”, el personaje principal se transforma en cuenta cuentos de su propia narración, y su amigo oyente, la va asimilando y eligiéndole un desenlace (que da lugar a la ambigüedad de una final abierto para el lector).
Otro relato en el que sucede esta especie de círculo o reiteración, pero de otra manera, más como jugada del destino, es en “Historia del gorila”, pues la dolorosa visión ocurrida ocho años atrás, toma vigencia en la carne misma de quien en el pasado fue testigo de la brutalidad. Quizá aquí el grado de dolor se torna superlativo, pues el blanco de la pretérita violencia ahora es quien la ejecuta, y también porque los golpes van más allá: llegan al fondo de la convicción derrumbando lo que había constituido el sentido de vida.
Como sucede en nuestras propias vidas, los hechos que provocamos o que simplemente nos vemos forzados a vivir, están marcados por instantes de apabullante oposición: puede haber total apremio, amargura o desencanto y al mismo tiempo, encontrarse rasgos gratificantes, satisfactorios o humorísticos. Así sucede con el intento filantrópico en “Diez años de ingenuidad”, pasa de igual manera en las memorables cinco horas con quince minutos vividas en “Récord con papá”, o en la inusitada aparición de un nombre, que sólo el portador del mismo, quien domina el contexto, comprende, al leer una nota en uno de los más famosos diarios españoles, que cita las palabras textuales pronunciado desde la mente de un desquiciado en “Hans al teléfono”.
Con esto quiero decir que en las vidas de los personajes modelados por Jaime, al igual que en las nuestras, hay contrastes, que son precisamente los que le otorgan a la existencia su característica naturaleza ambigua, agridulce, que nos impulsa a mantenernos pegados a ella, en el camino, en la inercia, sin grandes aspavientos.
Al menos para mí son esta clase de historias las que me parecen relevantes, dignas de leerse, pues se convierten en espejos de nuestra realidad, en muros reflejantes donde podemos vernos como individuos, como familia, como grupo de amigos, como sociedad, como país y como especie… como naipes próximos a caer en la mesa del juego preparado por el experto tahúr que siempre guarda bajo su manga la alternativa del azar.
* Texto leído en la presentación de Las manos del tahúr, el 22 de noviembre de 2006, en el foyer del Teatro Isaura Martínez de Torreón, Coahuila.