El género literario llamado cuento vive una paradójica tragedia: en tiempos en los que se supone que la gente no lee, o lee poco, las narraciones breves no han podido desterrar a la novela, su hermana mayor, del primer lugar en la lista de preferencias. Digo que esto es paradójico porque, para empezar, la primera y más visible diferencia entre ambos géneros es su extensión: la novela, sabemos, es un relato por lo general amplio, mientras que el cuento es lo contrario, una ficción cuya brevedad permite a los usuarios del texto la lectura de un jalón, de una sola sentada.
Más allá de los conceptos de brevedad o latitud, que son subjetivos y dependen de cada persona (con esto quiero decir que lo breve para uno puede ser amplio para otro), el presupuesto de extensión en ambos géneros implica la posibilidad que ambos ofrecen a un lector promedio: la novela no dejará que dicho lector promedio lea de un solo tirón el relato (sí lo puede hacer, pero por la envergadura de la historia llegará un momento en el que se fatigue y decaiga el impacto estético); al revés, el buen cuento agarra de las solapas al lector y dada la extensión corta del texto deja que el usuario termine la lectura sin menoscabo de su atención, con un alto impacto emocional.
Sería inoportuno armar aquí una teoría del cuento, pero lo esencial, creo, es eso: pese a que es un relato breve (de un párrafo a veinte o treinta páginas, por decir algo), no goza de muchos seguidores, y como eso ocurre, las editoriales comerciales han decidido borrarlo de sus catálogos; alguien comentará que no es muy distinto lo que le pasa a la poesía, al ensayo, a la escritura teatral. Cierto, les sucede lo mismo: frente a la difusión de la novela, todos esos géneros son como apestados, leprosos que sólo pueden habitar los lazaretos de la edición oficial (universidades, gobiernos…) o, en el peor de los escenarios, de la autoedición, como es el caso de un amigo argentino que, ante la penuria editorial de allá, más terrible que la nuestra, decidió fundar un sello llamado EDUM, que significa tragicómicamente Ediciones De Uno Mismo.
El cuento, lo han dicho escritores de polendas como García Márquez y Vargas Llosa, es un género cuya sencillez es sólo aparente, una ilusión óptica. Por eso Benedetti declaró alguna vez esto, y conste que se trata de un experto: “Siempre digo que soy un poeta que además escribe cuentos y novelas. También me siento cómodo con el cuento, aunque me da mucho más trabajo. Un poema lo puedo escribir en un avión, durante un fin de semana o mientras espero al destino, en cambio un cuento me puede llevar años”.
Tomo la última frase del uruguayo para insistir en la complejidad del cuento, en su belleza suprema cuando la construcción insinúa lo esférico, lo perfecto. Tan difícil es armar un libro de cuentos digno de tal nombre que es una pena no encontrar después ni a un misericordioso lector. De eso, no obstante, ya no es culpable el autor, sino el mercado o qué sé yo. Pese a la situación descrita, o más bien debido a ella, invito desde esta columna a la presentación de Las manos del tahúr, mi más reciente libro de cuentos. Fue publicado por el Instituto Sonorense de Cultura y el Conaculta, y se trata del volumen que ganó el premio nacional de narrativa Gerardo Cornejo 2005. La presentación la haremos Saúl Rosales, Mariana Ramírez y yo en el Teatro Martínez. Será el 22 de noviembre a las 8 de la noche. Me dará gusto ver a los lectores de Ruta Norte. Sé que no son muchos, de allí que su asistencia cobre, para mí, muy significativo valor. El miércoles los vuelvo a convidar.