Sé poco de esa música; lo digo con sinceridad, así como digo con sinceridad que si me aviento unas cervezas con amigos para mí no es repugnante oírla. Al contrario. Cierta ocasión, por ejemplo, me encontraba sumido en la ingesta de licores con amigos y uno puso un cd de banda narca; la voz que emergió del modular fue una revelación: era una voz fea, grave, con una leve entonación de borracho, pero al mismo tiempo atractiva, con un imán extraño y aseadamente populachero. Pregunté: ¿quién canta? La respuesta no tardó: Valentín Elizalde. Me encogí de hombres y aprobé, todavía desconcertado, la novedad de aquella voz. Ya no supe mucho sobre las canciones de Elizalde, sobre sus giras y su éxito. Una que otra vez lo vi de pasada en programas de espectáculos, pero no más.
Hoy me encuentro en los diarios que lo ejecutaron en Reynosa. ¿Qué caso tenía hacer eso? ¿A quién le sirve la muerte de un muchacho que se dedica, lo apreciemos o no, al canto popular? Mal. Muy mal. Las fuerzas siniestras de la muerte están indetenibles. La descomposición es infernal.
No conozco el móvil del crimen, pero las motivaciones pueden ser tan estúpidas que pasan por el simple gusto: a un capo no le agradaba el cantante, o el cantante trabajó en una fiesta de los enemigos, y eso es razón suficiente para terminar con él. No puede ser. Se mata y se muere por insignificancias. Es la barbarie.