Va la colaboración al número anterior de la revista Nomádica:
Papel del papel
La invención de la escritura trajo consigo la necesidad de perpetuarla. Los primeros escritores, por llamar de una manera cómoda a quienes escribieron en el borroso pasado, se vieron de inmediato ante ese problema: ¿qué hacer para que los signos permanezcan en la materia, qué hacer para que no se evaporen con el paso del tiempo que todo lo carcome? Cualquier libro o enciclopedia que nos hable de la historia de la escritura consigna las variadas respuestas que muchas civilizaciones dieron a esa necesidad: tablas de arcilla, trozos de madera, pequeños bloques de roca, algún metal blando, cuero de animal, papiro, diversos fueron los recipientes físicos de la palabra escrita. Ninguno, sin embargo, lo suficientemente fuerte y duradero y accesible y maleable como esa pasta que desde China cubrió al mundo: el papel.
No era, no es el papel la materia más sólida ni la más resistente al tiempo y a los elementos, pero a diferencia de otras superficies susceptibles de ser usadas para escribir, tiene atributos que la hacen, o la hacían, inmejorable: porosidad exacta para asimilar el contacto de la tinta, delgadez perfecta, peso ínfimo, resistencia muy decorosa y precio bajo; todas esas condiciones garantizaban la perdurabilidad de la escritura, dado que el deterioro de una obra podía subsanarse con una copia, o varias copias, del contenido. Desde su invención, el papel fue sin duda el soporte favorito de quienes querían dejar un testimonio escrito, cualquiera que fuese. Así, ya durante la Edad Media había una poderosa cantidad de bibliotecas en los monasterios y un ejército de “impresores”, que es el nombre que hoy les podemos dar un poco en broma a los copistas (o copiadores) de libros. Esos hombres, como bien lo quiere retratar El nombre de la rosa (la novela o el film), pasaban sus días transcribiendo uno por uno los libros importantes para salvaguardar al conocimiento de la humedad y la polilla, los mejores aliados del tiempo, feroz deteriorador del papel.
El esfuerzo de los copistas rindió el fruto deseado: los libros que tal o cual persona u orden religiosa consideraba fundamentales, eran multiplicados a mano, lo que garantizaba la vida del volumen, la vida de su contenido, una vida que estaba más allá de la finitud humana. La escritura, así, gracias a esa materia prima delicada, económica y resistente, tuvo al fin la certeza de comunicar el saber de manera transgeneracional, ágil y eficaz. Pero, pese a los notables afanes del copismo manual, cada librote tardaba en tener un gemelo tanto como demorara cada copista en transcribirlo. Aunque seamos concientes de que nuestro concepto del tiempo y la tardanza es muy distinto al medieval, no deja de ser legítimo calificar de “lento” al proceso mediante el cual los libros se multiplicaban. De ahí el valor de cada ejemplar, pues todo era hecho a mano, letra por letra, palabra por palabra, hoja por hoja.
A esta “lentitud” le puso brutal remedio la imprenta de tipos móviles. Un molde con una o dos columnas de texto, unas cuantas decenas de caracteres de metal, una prensa, tinta y papel, fueron los instrumentos que acabaron por hacer obsoleto el oficio de copista. A la calca a mano le sucedió la reproducción mecánica; eso fue un pequeño paso para Gutenberg, pero un salto de Bob Beamon para la humanidad: al fin la escritura tenía un recipiente perfecto, el envase ideal para vaciar allí palabras. Cada página era compuesta por el número de caracteres que demandara, y esa forma fija quedaba físicamente multiplicada, como un grabado, tantas veces como fuera necesario. El libro no sólo bajó de precio en ese buen ejemplo de producción en serie, sino que permitió una distribución más rica de los ejemplares y una vertiginosa democratización del conocimiento.
La galaxia de Gutenberg, es decir, la Era del conocimiento codificado con tinta sobre papel, llega hasta nuestros días, sigue entre nosotros como si nada, como si no viviéramos ya, de una manera repentina, en la galaxia de Gates. Pese a la digitalización de nuestras vidas, el papel sigue allí, en millones de documentos, en libros, periódicos, folletos, carteles, facturas, boletos, cuadernos, diplomas, cheques, billetes, postales, estados de cuenta, convenios, herencias, códigos, actas, recibos de honorarios, notas de remisión, cómics y en revistas como ésta en la que aquí me comunico.
Recién estuve en la edición veinte de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Si bien ya son vendidos muchos discos compactos con nutrida información, el protagonista de la fiesta sigue siendo el libro gutenberiano. ¿Cuál será el destino del papel? ¿Qué tanto bien o qué tanto daño provocará al ambiente si lo sustituimos por el plástico de las computadoras y los discos? Son preguntas muy grandes como para responderlas con mi débil intuición. Lo único que sé es que el papel del papel ha sido determinante como dinamo del conocimiento humano y por eso siempre trato de respetarlo. Tan grave como tirar el agua es tirar el papel, creo. De hecho, en el fondo son la misma cosa.